(Condensado de « Christian Herald»)
Por Doron K. Antrim

Cierta noche de 1741 un encorvado anciano caminaba apática y pesadamente por una tenebrosa calle de Londres. Era Jorge Federico Handel*, en una de aquellas sus melancólicas caminatas sin rumbo ni objeto que se habían convertido para él en rito nocturno. Su mente era campo de batalla donde reñían la esperanza basada en sus pasadas glorias y la desesperación que le inspiraba el porvenir. Handel había escrito música estupenda para la aristocracia de Inglaterra y el continente. Reyes y reinas lo habían colmado de honores. Pero luego la sociedad cortesana le había vuelto la espalda. Envidiosos rivales pagaron alborotadores que interrumpiesen la representación de sus óperas. Handel se vio reducido a la penuria.

Cuatro años antes una hemorragia cerebral le había paralizado el lado derecho. No podía caminar, mover la mano derecha, ni escribir una nota. Los médicos tenían poca esperanza de que recobrase la salud.

Handel nació en Alemania (1685) y se naturalizó inglés en 1726.

Handel fue a Aix-la-Chapelle para tomar baños curativos. Los doctores le habían advertido que la permanencia en las aguas termales por más de tres horas seguidas podía matarlo. Pero Haendel permanecía en ellas nueve horas consecutivas. Lentamente la fuerza fue retornando a sus músculos inertes. Podía caminar, mover la mano.

En lo que pudiera llamarse una orgía de creación, compuso cuatro óperas con breve intervalo entre una y otra. Los honores volvieron a llover sobre él.

Por aquel entonces murió la reina Carolina que había sido su más firme protectora. La pensión de Handel quedó suprimida. El invierno fue cruel en Inglaterra. No había manera de calentar los teatros y las representaciones anunciadas se suspendieron. A medida que Handel se iba hundiendo en deudas perdía su llama creadora. Próximo a cumplir 60 años, sentíase viejo, abatido y desesperanzado.

Aquella noche cuando deambulaba solo por la calle londinense vio destacarse débilmente de entre las sombras una iglesia y se detuvo, asaltado por amargos pensamientos: « ¿Por qué permitió Dios mi resurrección solamente para que vuelvan a enterrarme los hombres? » «¿Por qué consintió que se renovase mi vida si no ha de permitirme que vuelva a crear?» Y entonces de lo más hondo de su alma se escapó este lamento: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?»

Regresó desalentado a su mezquina vivienda. Al entrar vio un abultado paquete sobre la mesa. Rompió el sello de lacre y arrancó la envoltura. Era un libreto que llevaba por título «Oratorio sagrado» Handel gruñó. El autor era un envanecido poeta de segundo orden llamado Carlos Jennens. Con el libreto venía una carta en la cual Jennens manifestaba sus deseos de que Handel empezase a trabajar inmediatamente en el oratorio y añadía: «El Señor ha dado la señal»

Handel volvió a gruñir. ¿Tenía Jennens el descaro de creerse inspirado por Dios? Handel no era un hombre piadoso. Siempre estaba socorriendo a los desventurados; hasta cuando las circunstancias no le permitían hacerlo. Pero tenía el carácter violento, era dominante y se hacía enemigos a derecha e izquierda. ¿Por qué no le había enviado Jennens una ópera en vez de aquel poema religioso?

Handel empezó a hojear el oratorio con indiferencia hasta que un pasaje captó su mirada: «El fue despreciado y rechazado por los hombres… Buscó a alguien que se apiadara de El, pero no lo encontró; ni encontró a nadie que lo confortase.»

Handel continuó leyendo con creciente interés. «El confió en Dios… Dios no dejó su alma en los infiernos… Dios te dará reposo.» Las palabras empezaron a cobrar vida, a resplandecer de sentido. «Maravilloso Consejero»… « Yo sé que mi Redentor vive.. ¡Regocíjate!… ¡Aleluya! » Handel sentía reavivarse el antiguo fuego. En su mente se atropellaban una a otra maravillosas melodías. Apoderose de una pluma y empezó a escribir. Con increíble rapidez las notas iban llenando página tras página.

A la mañana siguiente, el criado de Handel encontró a su amo trabajando doblado sobre la mesa. Después de colocar a su alcance la bandeja del desayuno salió sin hacer ruido. Cuando volvió a mediodía la bandeja estaba intacta.

Siguieron días de ansiedad para el viejo y fiel sirviente. El maestro no pasaba bocado. Cogía un pedazo de pan, lo desmenuzaba entre la mano y lo dejaba caer al suelo.., siempre escribiendo, escribiendo, o incorporándose de un salto para sentarse al clavicordio. A veces recorría la habitación a grandes pasos, agitando los brazos en el aire, cantando a plenos pulmones: « ¡Aleluya! ¡Aleluya! » Mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—Nunca lo había visto así—confió el criado a un amigo—. Se queda mirándome y no me ve. Dice que las puertas del cielo están abiertas para él de par en par y que Dios mismo se encuentra allí. Temo que se esté volviendo loco.

Por espacio de 24 días Handel trabajó como un poseído, casi sin descanso ni alimento. Por fin cayó exhausto en el lecho. Sobre la mesa estaba la partitura de El Mesías, el oratorio más grande que se ha escrito.

Handel durmió 17 horas seguidas como si hubiese caído en coma. Su criado lo creyó en la agonía y llamó al médico. Pero antes que llegase el facultativo, Handel se había levantado y estaba pidiendo de comer. Con voracidad de lobo engulló medio jamón, lo regó con innumerables jarros de cerveza y después encendió su pipa. Rió de la mejor gana cuando vio al médico, y le dijo bromeando: —Si es una visita de amigo, bienvenido. Pero no quiero que me hurgue el esqueleto. Estoy perfectamente bien.

Como en Londres no querían oír su música, Handel llevó El Mesías a Irlanda. El virrey y gobernador le había enviado una cordial invitación. Desde un principio hizo saber que no aceptaría ni un solo chelín por su obra; los rendimientos se destinarían íntegramente a obras de caridad. Un milagro lo había levantado a él de las profundidades de su desesperación para escribir esa obra magistral; que ella sirviese ahora para avivar la esperanza del mundo.

En Dublín, Handel reunió dos coros en uno y ensayó la obra. El entusiasmo iba en aumento a medida que se aproximaba la fecha de la primera audición. Todas las entradas se vendieron rápidamente, y se pidió a las señoras que acudiesen sin miriñaque (armazón) y a los hombres sin espada para que hubiese más espacio.

El 13 de abril de 1741 la multitud se agolpó ante las puertas horas antes que se abriesen. El éxito fue tumultuoso. — Después de ese triunfo hubo viva ansiedad en Londres por oír el oratorio. Durante la primera ejecución allí ocurrió un dramático incidente. Al empezar el coro del Aleluya el público, siguiendo el ejemplo del rey, se puso en pie y permaneció así hasta el final, práctica que se ha perpetuado hasta hoy.

Mientras vivió Handel, El Mesías fue presentado todos los años y el producto de las entradas se destinó al Foundling Hospital. El testamento del maestro legó los derechos de autor a esta misma institución de caridad.

En años posteriores Handel se vio acosado por muchas dificultades pero nunca más sucumbió a la desesperación. El tiempo mermó su gran vitalidad. Después se quedó ciego. Pero su espíritu continuó indomable hasta el fin.

La noche del 6 de abril de 1759 Handel, que contaba 74 años, asistía a una audición de El Mesías. Al comenzar la parte de «La trompeta sonará» sufrió un desmayo y estuvo a punto de caer. Los que se hallaban cerca de él lo sostuvieron y algunos amigos lo llevaron a casa y lo acostaron. Pocos días después dijo: «Me gustaría morir el Viernes Santo. » Y el día 13 de abril, aniversario de la primera audición de El Mesías, el alma de Jorge Federico Handel abandonó su cuerpo. Pero su espíritu sigue viviendo en El Mesías, que es el triunfo de la esperanza sobre la desesperación. Su audición en el Albert Hall de Londres el viernes Santo forma hoy parte tradicional de las solemnidades de la Semana Santa.

Handel encendió en El Mesías una antorcha que seguirá iluminando las tinieblas de la tierra mientras haya voces que quieran elevarse en las alas del cántico, ojos que miren al cielo y corazones ávidos de esperanza.

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