LP. Ricardo Gondim, Brasil

Había una vez una ciudad muy, muy importante; considerada el centro del mundo porque hechos notables habían sucedido en sus colinas. Primero conocida como la ciudad de David, luego Jerusalén, se volvió la sede de la religión de los judíos, cristianos y musulmanes; que la consideran sagrada.

En Jerusalén había un estanque que estaba cerca de un mercado de animales. Como siempre había sido una ciudad muy mística, alguien comenzó a decir que las aguas de esa fuente eran milagrosas. Rápidamente, la noticia tuvo dimensiones extraordinarias y escandalosas; en el mercado se decía que un ángel venía del cielo una vez al año, movía las aguas, y el primer enfermo que se sumergiera sería sanado.

Se reunían multitudes, todos aguardando por un milagro. La administración municipal de Jerusalén, interesada en la romería, pero también por razones humanitarias, resolvió construir un edificio para abrigar a tanto enfermo. Edificaron una estructura imponente, con un patio rodeado por cinco pórticos, que se llenaba de paralíticos, ciegos y enfermos de toda clase. Debido a esa enorme expectativa, siempre postergada, de que una persona (solamente una) sería favorecida con un milagro, el lugar fue denominado irónicamente Betesda que significa “casa de misericordia”.

Se cuenta que muchas familias, para verse libres de sus enfermos, los abandonaban en los pórticos del estaque de Betesda. Los ricos compraban esclavos para ayudarles a entrar en las aguas. Algunos alquilaban los espacios cercanos a los bordes, que posibilitaban un mejor acceso. Todos querían su milagro y, lógicamente, los más acaudalados, astutos y famosos, se sentían más cerca de la gracia.

Los pobres y los enfermos graves, los dementes, terminaban detrás de todos. La esperanza para ellos se desvanecía, pronto llegaban noticias de un lado y de otro, que alguien acababa de recibir su milagro. Al lado, en el mercado, los agraciados contaban su historia y los crédulos y atentos peregrinos que visitaban Jerusalén retransmitían los testimonios. Así, la esperanza de la sanidad se postergaba otro año más.

Jesús no vivía en Jerusalén. Es más, él residía lejos de ese ambiente supersticioso, en Capernaúm, pero conocía los rumores. En una de sus visitas a la ciudad, se dispuso visitar el estanque de Betesda. Con seguridad, lo que vió fue peor de lo que le contaron.

Las personas afirmaban que el ángel descendía al estanque anualmente, pero nadie sabía la fecha exacta. Inquietos, los enfermos más hábiles saltaban esporádicamente para anticiparse al ángel. La confusión era constante. Los que se sentían mejor, corrían por lo pasillos gritando “¡aleluya!” y otros, nerviosos y frustrados, desmentían los milagros. De vez en cuando, se levantaban profetas que predecían el día preciso en que el ángel visitaría el lugar.

Ciertos enfermos yacían por años y años en total mendicidad, esperando el momento de la sanidad que nunca llegaba. El estado de algunos era deplorable. Escaras malolientes y piojos podían ser vistos con solo observar el cabello de ciertas mujeres.

Ante esa realidad tan perversa, Cristo pasó de largo de los más aptos, de los más ricos y de los que menos necesitaban la sanidad. Se dirigió hacia uno de los rincones olvidados del estanque de Betesda y encontró a un hombre que esperaba por su milagro hacía treinta y ocho años. Nadie sabe su nombre, pero, seguramente era un pobre. Su familia, ocupada con su supervivencia, se había olvidado de él hacía décadas.

Jesús se acercó al paralítico y le preguntó: “¿Quieres quedar sano?” Él respondió dentro de la lógica que había aprendido: “Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque mientras se agita el agua, y cuando trato de hacerlo, otro se mete antes”. Con un solo aliento, Jesús le ordenó: “Levántate, recoge tu camilla y anda”. Inmediatamente el hombre tomó su camilla y comenzó a andar.

El paso de Jesús por el estanque de Betesda sucedió un día sábado, el día sagrado de los judíos, porque él tenía un propósito: mostrar que la religión se preocupa, principalmente, de su estabilidad. Los religiosos sobreviven de la ilusión y no tienen escrúpulos en generar falsas expectativas en personas vulnerables.

Cuando aquel señor abandonó el estanque de Betesda cargando su camilla, Jesús dejó un mensaje para la ciudad de Jerusalén: “Los milagros que proceden de Dios no premian a quien sabe mostrarse hábil, santo o rico, Dios no hace acepción de personas ni busca transformar los espacios religiosos en una carrera desenfrenada por la bendición donde sólo los más fuertes sobreviven”.

El estanque de Betesda es la metáfora que recuerda a la humanidad que Dios mira misericordiosamente a los desfavorecidos, a quienes no tienen ni la menor posibilidad de escapar de los torniquetes perversos de la injusticia, a los más indefensos; huérfanos y viudas, por ejemplo.

El cristianismo debe, por lo tanto, asumir el compromiso de continuar visitando los campos de exiliados (Darfur), las clínicas de tratamiento del sida (África del Sur), las periferias miserables de las grandes ciudades (Brasil) para anunciar la más jubilosa de todas las noticias: Dios no se olvidó de los pobres.

Soli Deo Gloria.

Traducido por Gabriel Ñanco

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