LP. Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

1. La estructura dramática del libro de Job

El libro de Job admite muchas lecturas de la experiencia humana. Es, en sí mismo, una gran lectura interrogativa de la experiencia humana del sufrimiento. Como tal, puede desplegarse y desdoblarse ante sus lectores de varias maneras, es decir, podemos interpretarlo de la manera más positiva, utilizando, como lo ha hecho buena parte de la tradición, desde la clave de la paciencia. Así lo hace el Nuevo Testamento, particularmente la carta del apóstol Santiago (5.11), al mostrarlo como modelo en esa difícil virtud. Aunque hacer eso puede ser visto como una forma de reduccionismo, dada la complejidad de la reflexión expuesta por el arte poético y narrativo de la obra. Otra opción consiste en acercarse cuidadosamente a los niveles que el libro utiliza para exponer la historia del personaje sufriente, un hombre piadoso y rico que ni siquiera aparece colocado en la esfera del pueblo de Israel, pues su origen es la tierra de Uz, vinculada quizá a Edom, lo cual, cuando menos, lo separa lo suficiente del ámbito del pacto con Yahvé, aun cuando en el texto se advierte su respeto hacia el mismo.

Los diversos abordajes del libro obligan a hacer un buen recordatorio antológico para su apreciación por parte de los diversos lectores y analistas de diversas posturas. En México sobresalen tres: Octavio Paz,[1] Ramón Xirau (homenajeado en estos días por sus 85 años) e Isabel Cabrera. El primero, impresionado por el lenguaje de la Biblia Reina-Valera (“vestido de llagas”, es un verso que lo impresionó fuertemente) insiste en la unicidad de Job como ser humano y como se levanta frente a Dios para defender su dignidad. Xirau explora el espíritu de la duda que hace a Job reclamar respuesta. Y Cabrera, quien desde la filosofía no deja de cuestionar moralmente las acciones de Dios en contra de su fiel creyente. Fuera de México, Carl Gustav Jung esboza un psicoanálisis profundo, incluso de la figura divina y María Zambrano se fija hondamente en el drama de la voluntad de este creyente. Y, por supuesto, las lecturas teológicas de Jorge Pixley y Gustavo Gutiérrez, quienes desde el sufrimiento colectivo de América Latina encuentran en el libro un aliado contra las interpretaciones simplistas de la soledad y el abandono humanos y tratan de movilizar a los creyentes para la acción. Juan Calvino se cuece aparte, pues desde su perspectiva edificante, propone seguir las pisadas de Job en su búsqueda de fidelidad a Dios en medio de todo. Job, podría decirse hoy, es un personaje kafkiano (Kafka sería como su “hermano menor”),[2] atribulado por una elección de Dios para el sufrimiento (acaso su vocación por excelencia en este mundo era la de sufrir…, es un prototipo también del maestro de dolores), porque toda elección de Dios es inexplicable.

La estructura del libro es ya una advertencia para su lectura atenta y, sobre todo, para acompañar el relato en su propósito discursivo, argumentativo y teológico: el preámbulo muestra la vida cotidiana de un hombre próspero (gran familia y patrimonio material sólido) y piadoso (¡es posible ser ambas cosas a la vez!), para que a continuación se asome uno a los entretelones de la apuesta de Dios por su fiel humano. Sí, el libro no vacila en atreverse a hablar de un Dios apostador, y el atrevimiento es mayor porque arriesga, mediante un gran ejercicio imaginativo, lo que sucede en las altas esferas celestiales. La imagen de un Dios mesurado, que no se deja tentar, se descompone para dar su lugar a una divinidad que no duda en entregar, primero, todos los bienes de Job (1.12) y, más tarde, ante la insidia de Satán, el propio cuerpo y la estabilidad física del personaje principal. Porque, finalmente, ¿quién es el personaje principal del libro? ¿El ser humano que se queja por su sufrimiento inexplicable o el que responde sesgadamente a esas quejas desde la bruma de la eternidad insondable? De esta manera, quienes redactaron el libro hicieron lo que muchos creyentes quieren hacer pero temen llevarlo a cabo a causa de las cargas doctrinales que a veces impiden ir más allá de la respuesta dogmática. El resto del libro se ocupa de mostrar el diálogo intenso de Job con sus amigos que no lo comprenden y, finalmente, la aparición de Dios para responder a las acusaciones y súplicas. Todo ello en medio de un ritmo poético y dramático que no decae nunca. Acaso un buen resumen de todo el contenido sea lo que afirmó R. de Pury:

El milagro del libro está precisamente en el hecho de que Job no da un paso para escapar hacia un dios mejor, sino que permanece en pleno campo de tiro bajo los disparos de la cólera divina. Y que allí, sin moverse, en el corazón de la noche, en lo más profundo del abismo, Job, que trata a Dios como enemigo, no apela a una vaga instancia superior, ni al dios de sus amigos, sino a ese Dios mismo que lo atormenta. Job se refugia en el Dios que lo acusa. Job confía en el Dios que lo ha decepcionado y desesperado […] Job confiesa su esperanza y toma por defensor a aquél que lo somete a juicio, por liberador a aquel que lo aprisiona, por amigo a su enemigo mortal.[3]

2. La experiencia humana de la soledad

Job es, así, un modelo del sufrimiento humano que sirve para interrogar a Dios (y a sus seguidores o defensores…, como Gerhard Wagner, el recientemente nombrado obispo auxiliar de Linz, Austria, quien afirmó en 2005 que el huracán Katrina azotó Nueva Orléans como “castigo divino a una ciudad inmoral” donde había cinco clínicas abortistas, destruidas por el meteoro[4]) acerca del sufrimiento gratuito, inexplicable. Extraer de la experiencia de Job el aspecto de la soledad es como sacar un hilo del enorme tejido que es el relato de su sufrimiento. La actitud religiosa tradicional, representada por los amigos de Job, manifiesta la escasa intención de comprender su sufrimiento, de ahí que, como señala José Luis Sicre: “Ante una persona que sufre, hay veces en que la única manera de hablar bien de Dios es no hablar de Dios”.[5] O sea que, en ocasiones el silencio es la mejor manera de situarse ante el sufrimiento inexplicable.

Nuestra sociedad y cultura ha procesado la soledad de una manera muy ambigua: convive con ella y la sublima a través de su transformación amigable o atormentada. No es casualidad que exista, incluso una Virgen de la Soledad, que ha dado nombre a tantas personas. O las invocaciones a ella en diversos tonos porque acaso una de sus mejores expresiones sea la canción de Cecilia Toussaint que dice: “Detrás del Palacio Nacional está la primera calle de la soledad”. En suma, tratamos con ella, pero no quisiéramos que fuera así. En el caso de Job, Dios, luego de la intriga satánica, lo va dejando solo progresivamente, como para desnudarlo de su riqueza, de sus relaciones y colocarlo en la situación más extrema. La reacción a las primeras pérdidas, materiales y familiares, difícilmente puede ser considerada como ejemplo de paciencia: en la tradición de la época, rasga su manto, rasura su cabeza y comienza su viacrucis personal. “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (1.20-21). Ante el segundo embate de la fatalidad, ahora contra su estabilidad física, pues Satán (ni Yahvé) tuvieron suficiente, la reacción más notoria y escandalosa no proviene de sino de su esposa (cuyo nombre es guardado celosamente en el anonimato), quien anuncia prácticamente su separación y le exige a su marido que viva una fe sin fingimiento y exprese sus verdaderos sentimientos (para ello estará el resto del libro: palabras que seguramente ella ya no se tomaría la molestia de escuchar): “¡Maldice a Dios y muérete!” (2.9) es su reclamo, evidentemente tan fatuo como ella.

Ahora sí, Job estará solo y su alma frente a Dios: incomprendido, básicamente, por las personas cercanas y, reclama él, por el propio Dios. Sus amigos aparecen inmediatamente, para que como una especie de coro griego, lo acompañen en el debate máximo que él reclama que es precisamente su causa contra el Dios que lo ha puesto a padecer. En 2.13, ellos actúan en consonancia con el dolor enorme de Job y guardan silencio durante una semana completa (2.13). La soledad y el aislamiento implica, en primer lugar, estar con mayor intensidad frente al yo personal o la conciencia y la ausencia de compañía limita al mínimo la posibilidad de interlocución. Ése es el punto de partida para afrontar la realidad de la soledad y advertir sus posibilidades: Job ha sido puesto en ella por una acción encarnizada de Dios al servir como cómplice de Satán, pues del convenio entre ambos, allá en la inmensidad del ámbito extraterreno, el ser humano no está enterado en absoluto y sólo le toca enfrentar la facticidad de la vida, las situaciones reales o que pasan como tales, los hechos crudos, duros. La soledad es una propuesta divina para existir y encontrarse con él, escucharlo en medio de ella es el desafío permanente paras saber que al final de todas las cosas, de todo el barullo del mundo, nos espera él, no siempre con los brazos abiertos, pero siempre dispuesto a provocar la entrega del ser.

Porque Dios es un maestro en el reino de la soledad, en el espacio vacío, desértico, que tantas veces aparece en las Escrituras, pues incluso se refiere a ella en su respuesta posterior (39.5-8, al referirse al hábitat del asno montés). Hay que recordar las interminables caminatas de los patriarcas, del propio Jesús en el desierto. La soledad es un desierto en el que, como una especie de purgatorio, hay que vagar sin brújula para después ir encontrándole una geografía peculiar, y mientras más familiar, más posible de ser interpretada como vía de encuentro con el Creador. Porque, con frecuencia, la soledad se agudiza en las noches, como lo atestigua el propio Job, cuando experimenta en el lecho nocturno la insistencia de Dios: “Cuando digo: Me consolará mi lecho,/ mi cama atenuará mis quejas;/ entonces me asustas con sueños/ y me aterras con visiones” (7.13-14). Job paga el precio de la soledad sin atisbar la resolución a su problema y en medio de ella sólo observa dos tipos de rostros: el de Dios que se esconde y se niega a responder y el de los amigos humanos, infames defensores de una causa perdida, la fe dogmatizada e insensible. La soledad se cura, como decía San Juan de la Cruz: “Descubre tu presencia y mátame tu vista y hermosura mira que la dolencia de amor que no se cura sino con la presencia y la figura” (Cántico espiritual). De modo que la respuesta de la fe a la soledad no puede ser sino teológica: en una experiencia así también Dios puede hablarnos y mostrarnos caminos de redención. Dios no condena a nadie a la soledad: es una experiencia posible, vivible y, potencialmente, edificante. Quien quiera salir de ella, primero debe asumirla y valorarla como espacio de revelación de Dios también.

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Notas

[1] O.Paz, “Discurso en Jerusalén”, en Vuelta, núm. 8, julio de 1977, pp. 45-46: “Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ese es el punto de vista divino pero el de Job es otro […] Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. ‘Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo’. (X, 2). Si no duda, tampoco cede: ‘Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él’. (XIII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana. La libertad no es una esencia ni una idea. Como no se cansa de repetirlo Job, es una particularidad que se enfrenta a un determinismo y que se obstina en ser distinta y única”.

[2] Cf. Margo Glantz, “Kafka y Job: los dos hermanos”, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/91361696323703497754491/p0000001.htm

[3] R. de Pury, Job oul’homme revolté, cit. por K. Barth, en Dogmatique. IV, 3, Ginebra, 1973, p. 19, cit. por Gustavo Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job. Salamanca, Sígueme, 1986, p. 170.

[4] “Benedicto XVI nombra obispo auxiliar de Linz al clérigo fundamentalista Gerhard Wagner”, en La Jornada, 1 de febrero de 2009, www.jornada.unam.mx/2009/02/01/index.php?section=mundo&article=024n1mun

[5] J.L. Sicre, Introducción al Antiguo Testamento. Estella, Verbo Divino, 1986, p. 275.

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