LupaProtestante

EL VALOR DE LA MAGIA Y EL PODER DEL EVANGELIO

Víctor Hernández, España

Y le estaban atentos, porque con sus artes mágicas les había engañado mucho tiempo.
Hechos de los Apóstoles 8, 4 – 25

Nada parece darnos satisfacción por siempre. Las satisfacciones son momentáneas, pasajeras, efímeras. Esto es algo con lo que vivimos cada día que también nos produce sufrimiento: porque cuando algo se acaba o algo echamos en falta nos afligimos y nos quejamos, porque las alegrías o satisfacciones pasadas se olvidan fácilmente y nos comportamos como si todo lo que nos rodea nos debiera algo, como si el mundo estuviera en deuda con nosotros con respecto a darnos siempre satisfacciones. Es la condición humana que adquirimos al abandonar la niñez, es la diferencia entre la infancia y la adultez: cuando eres niño todo momento es muy intenso y extenso, es como si fuera la eternidad: por eso los niños son enteramente felices cuando están contentos y juegan y disfrutan, pero cuando sufren lo son de igual manera, como algo enorme e inagotable. Pero cuando se deja la infancia, sabemos que las cosas pueden cambiar y que la desdicha no dura siempre, sabemos que tras la tormenta viene la calma, pero también sabemos que la calma no durará siempre y entonces, nos afligimos porque cuando nos pasan cosas buenas nos acecha el temor de que se acabe, de que nos envuelva una desdicha inesperada. Y sufrimos por ello.

Y cuando algo se acaba o cuando las cosas no resultan como queríamos, sufrimos. Pero además, sufrimos porque sufrimos, es decir que nos desagrada mucho esa condición de impotencia, de no poder cambiar algo al momento, de no tener el poder de transformar las cosas conforme a nuestros deseos.

Y por eso son fascinantes los magos, por eso la magia es tan atractiva: porque es la expresión del poder, es la manifestación de una fuerza mágica que puede cambiar las cosas conforme a nuestro deseo. Si nos fijamos, la magia es algo que concebimos egoístamente. No nos atrae la magia simplemente por su poder, sino que nos atrae porque nos puede complacer, porque es un poder que nos puede beneficiar. Hay muchas cosas mágicas que nos rodean y que no reconocemos porque no tienen que ver con nosotros/as mismos/as. Son cosas que están a nuestro alrededor, donde ocurren cambios o transformaciones portentosas, pero que no sabemos advertir y que no nos benefician directamente. Cuando algo puede traernos un beneficio, entonces si que nos atrae y nos fascina. Por eso los milagros son concebidos como cosas admirables que nos benefician o nos pueden beneficiar. Aunque los milagros sean algo más grande, porque hay muchos más milagros de los que solemos reconocer, sólo que nuestro punto de vista egoísta nos limita mucho.

Por eso el poder es algo que fascina, que atrae mucho, que se usa para dominar a los demás, porque precisamente es algo que nos puede regresar la felicidad perdida. Ese es, por ejemplo, el poder de los objetos que llamamos mercancías: se nos ofrecen como objetos mágicos que tienen el poder de cambiarnos toda la vida en un instante. Una mercancía deja de pronto de ser una simple mercancía a nuestros ojos y se convierte en un objeto con poder, con la capacidad de hacernos nuevamente dichosos y, además, de hacerlo duraderamente. Eso se sabe bien en el marketing y en la vida comercial.

Y bien, todo esto del poder ¿qué tiene que ver con el evangelio, con la buena nueva de Jesús? Creo que tiene mucho que ver con el texto de ésta mañana, con el relato de la evangelización entre la gente de Samaria por parte de Felipe. Es un texto que nos muestra que la evangelización es una confrontación con los poderes de éste mundo, una lucha donde se descubre que el poder del Espíritu Santo. Porque el poder del evangelio no es simplemente un poder más, no es un poder que siga la misma lógica porque no se puede tomar egoístamente, no se puede tomar como un poder que está para servirnos egoístamente.

Vayamos pues al relato de los Hechos (digamos que ahora son los “Hechos de Felipe”, un líder de los creyentes que eran “judíos griegos” que tiene que huir por la persecución desatada después de la muerte de Esteban). El relato nos dice que los creyentes anuncian la buena noticia por dondequiera que van, porque en eso consiste la vida nueva en Cristo: en una alegría que se comparte siempre, cualesquiera que sean la circunstancias. Ese anuncio se hace en el poder del Espíritu, como vemos que ocurre con Felipe.

Felipe va a Samaria (en la época se conocía mas por su nombre griego: Sebastia=ciudad de Augusto), a una ciudad importante y allí les habla de Cristo, del Mesías. La gente se reúne y escucha con atención. Quisiera que notemos aquí algo importante: el relato nos habla de que Felipe va a Samaria y que allí les habla del Mesías. Para un lector judío eso sonaría extraño, porque los samaritanos son para ellos prácticamente iguales a los paganos. Para un judío, el samaritano es la expresión de lo mestizo, de lo que se ha contaminado y que ya no tiene nada de judío. Judíos y samaritanos, por tanto, no tienen nada en común. Por tanto, hablarles del Mesías a los samaritanos equivale a “perder el tiempo”, puesto que no es posible concebir que ellos comprendan adecuadamente lo que se les está diciendo. Mas o menos así sería un adecuado razonamiento judío y recordemos que los creyentes de la primera comunidad eran todos judíos: incluso los creyentes de Jerusalén se podrían considerar judíos que tenían una comprensión más profunda de la fe judía, puesto que ellos reconocían que la ley de Moisés y la enseñanza de los profetas se habían cumplido en Jesús de Nazaret, el Mesías para ellos.

Esto nos hace pensar en los criterios que usamos hoy día para envangelizar: pensamos que sólo se puede compartir la fe con gente que esté “mas o menos cerca” o “preparada” para oír. Y suponemos que no es conveniente hablar de la fe con personas que “parecen muy ajenas”. Y esto se parece al razonamiento judío que discrimina a los samaritanos, por considerarlos paganos. Si los creyentes como Felipe hubieran razonado así, no habrían compartido su fe con los samaritanos, simplemente porque les parecerían “poco adecuados” para escuchar de la fe.

Pero sigamos con el relato: Felipe evangeliza y también hace oración por la gente, de modo que muchos endemoniados quedan liberados y mucha gente enferma es sanada. Esto es lo que pasa cuando se comparte la fe en Jesús, cuando la gente responde con fe y cuando se experimenta el poder sanador de Jesucristo en quienes sufren todo tipo de opresión. El resultado de todo esto es la alegría de la vida nueva, de la liberación. Nuevamente, esto nos hace pensar en otra cosa importante: todos nosotros, cuando oramos y compartimos la fe, podemos sanar enfermos y liberar endemoniados, porque lo hacemos en el nombre de Jesucristo. No es un poder que poseamos, sino que es un poder que se comunica por medio nuestro, porque es Dios quien obra por medio de la cruz y la resurrección de Jesús. Entonces, está claro que no debemos ostentar ningún orgullo, pero tampoco debemos avergonzarnos ni tener miedo de orar por las personas para que sean sanadas y liberadas.

Y en el relato aparece en escena Simón, un hombre de Samaria que tenía poderes y tenía el respeto y admiración de la gente. El papel de Simón es muy interesante, porque es un hombre que está acostumbrado a usar sus poderes con la gente y a tener cautiva su atención. Pero, por otro
lado, Simón es un hombre que se muestra receptivo a Felipe y que incluso se bautiza como creyente junto con muchas otras personas. Me gustaría que pensemos en éste personaje llamado Simón, porque a lo mejor no hemos hecho el ejercicio de comprenderle mejor. En realidad, éste personaje ha quedado ligado a una palabra que apareció en la Edad Media, la palabra simonía: la simonía es la compra o venta de bienes religiosos como los cargos eclesiásticos o los sacramentos. Es una palabra tomada de nuestro relato, del nombre de Simón el mago.

Pero éste Simón es un nuevo discípulo de Jesús, un nuevo creyente. Se nota que Simón es una persona abierta, curiosa, que reconoce que hay un poder en el mensaje de Felipe y se siente atraído, tanto que se hace partícipe y pide el bautismo, de manera que se hace parte de una nueva comunidad, de una nueva pertenencia. Hasta aquí todo va muy bien, porque hallamos que el evangelio ha sido recibido por muchos, incluyendo a éste Simón. La noticia llega a Jerusalén y los apóstoles envían a Pedro y Juan. Ellos oran por los nuevos creyentes y reciben el Espíritu Santo cuando les imponen las manos. Para nosotros como lectores puede parecer un poco extraño que se diga que no habían recibido todavía el Espíritu Santo, puesto que sólo se “habían bautizado en el nombre del Señor Jesús”. Esto suele causar un problema de interpretación, puesto que se supone que para creer y ser bautizados se requiere la acción del Espíritu Santo. Pero se trata de un falso problema, que deriva de la lógica doctrinal que le imponemos al texto: el texto nos dice lo que nos dice: los creyentes de Samaria no habían recibido el Espíritu Santo y ahora lo reciben, como cuando los creyentes de Jerusalén lo recibieron en Pentecostés (Hch 2, 4) y como lo recibieron al orar después de la amenaza de las autoridades (Hch 4, 31). El Espíritu Santo es ese viento que sopla y viene como quiere, sin que se pueda controlar ni dosificar. Es siempre la gracia otorgada por Dios sin que se pueda medir ni contener en esquemas de distribución alguna.

Y aquí vemos el pecado de Simón: quiere comprar con dinero ese poder, porque supone que Pedro y Juan son dueños de ese poder y lo pueden vender. Cree que se trata de un poder mágico, de un poder que se puede controlar, que se puede poseer con una técnica y reproducir a su antojo. Y por eso Pedro le recrimina duramente: sus palabras nos recuerdan que los creyentes pueden caer en la hipocresía ante Dios (Sal 78 37) o ante la amargura del corazón que quiere que Dios sea como los ídolos o los otros Dioses, que cumplen deseos a nuestro antojo (Deut 29, 18). El dinero que ofrece Simón es el medio para ser dueños del poder y muchas veces nosotros pensamos que así se puede proceder con Dios: que lo podemos comprar, que somos sus dueños y que debería respondernos a todo capricho o deseo, que no puede ser que nos deje con tantas insatisfacciones. Y sufrimos porque la fe no opera como un amuleto, como un objeto mágico. Porque la fe no opera como las mercancías que nos venden y que compramos.

La gracia es otra cosa: es la entrega total, la generosidad, desde un poder diferente: el poder que reconcilia, que une a la gente separada y ajena, para hacerles una sola familia, es la comunión del perdón de Dios en Jesucristo. Por eso Simón se puede arrepentir y reconocer su pecado: porque ya ha comenzado a comprender el perdón de Dios como gratuidad. Quizás todos hemos sido tentados por la simonía de alguna manera (rebelándonos ante la falta de respuesta mágica de Dios) y sólo nos curamos en medio de su gracia.

Víctor Hernández Ramírez. Església Evangèlica Betlem, Clot, Barcelona.
30 de septiembre de 2007. Tiempo de la iglesia, tiempo de misión.

1 Comentario

  1. Edmundo Bastián Sosa dice:

    me gusta todo

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