LupaProtestante

LA SALUD EN JESÚS: LO INSÓLITO NOS PONE EN PIE

Victor Hernández, España

Jesucristo te sana, ¡levántate!
Hechos de los Apóstoles 9, 32–42

La enfermedad y la muerte son inquietantes y por eso se suelen apartar de la vista. Intentamos apartar o colocar la muerte y la enfermedad en un sitio que nos permita vivir sin inquietudes excesivas. Por eso los tanatorios son un tanto asépticos: muy limpios y fríos, para que no se desborde demasiado el dolor o la angustia de las despedidas definitivas.

Pero la vida incluye la muerte, la contempla, porque precisamente morimos porque vivimos, sólo muere lo que tiene vida. Y del mismo modo la enfermedad nos alcanza de muchas maneras y nos debilita, aunque a veces nos derrota y nos quita la vida. Pero también la enfermedad coexiste con la vida, de maneras que no alcanzamos a comprender nunca de manera cabal. No se trata meramente de una excepción, sino que la enfermedad nos sujeta de muchas maneras.

Es en medio del sufrimiento por la enfermedad y la muerte, que la sociedad nos habilita para manejarnos y gestionar tales situaciones: aprendemos a no mirarlas, aprendemos a poner la vista en la imagen de la salud publicitaria (¿se han fijado en los “modelos” de salud que nos ponen las imágenes de la TV?), aprendemos a pensar en la vida como una cuestión de control y esperamos la salud como normalidad, mientras que la enfermedad se visualiza como incapacidad. La sociedad nos educa para que gestionemos el dolor o la inquietud: puede ser con calmantes o puede ser con frialdad e indiferencia, o a veces se nos propone controlar las emociones para que sepamos enfrentar la muerte o las pérdidas. Todos llevamos las situaciones dolorosas de enfermedad o muerte según podemos o, mejor dicho, según nos posibilita nuestra propia sociedad.

Pero ¿cómo miramos la salud y cómo la esperamos, en medio de la vida que incluye la enfermedad y la muerte? ¿qué significa entonces la curación, la salud, la vida restaurada y nueva? La salud es también algo que nos construimos en cada sociedad de modos distintos: para nosotros, en la vida moderna, la salud se concibe como el control para evitar la enfermedad, como la intervención que cura los males y la lucha para prolongar la vida lo más posible. Aunque también ahora se habla más y más de “calidad de vida”, porque ya se entiende que no se trata meramente de “alargar la vida”, sino de incidir en la manera como se vive esa vida prolongada, interrogándonos sobre maneras dignas de vivir en situaciones terminales.

Entonces, la salud es un concepto definido por el control: el control sobre la vida, para que sea una vida sana; el control sobre la enfermedad, para eliminarla; el control sobre la muerte, para que sea indolora o lo más aséptica posible. Lo que se queda siempre afuera es el milagro. Los milagros no se pueden planear y no se pueden controlar. Entonces dejarían de ser milagros y serían otra cosa. Serían técnicas médicas o técnicas sociales para tener control sobre la vida, la enfermedad o la manera de morir. Pero no es posible anticipar los milagros. Porque los milagros tienen que ver con lo insólito, lo que no se espera y que rompe con el orden ya establecido. El milagro es aquello que irrumpe en un orden determinado y lo trastoca, lo pone todo patas arriba y nos obliga a poner un nuevo orden.

En eso consiste el milagro de salud que realiza el Espíritu, por medio de Pedro, para que la iglesia aprenda que nunca tiene control sobre la vida, ni sobre la enfermedad o la muerte, pero que vive en la esperanza de la salud, es decir de la salvación como vida nueva o vida en novedad. De eso nos habla el texto de ésta mañana, el relato de los milagros de Pedro en las poblaciones de Lida y Jope, con el paralítico Eneas y con la muerte de Dorcas.

El texto cambia de escenario y personaje: antes hemos visto la experiencia de Saulo y su cambio radical como seguidor de Jesús. El domingo pasado Eli predicó sobre la estancia de Saulo en Jerusalén, que es el texto previo al de ésta mañana. Ahora el relato nos presenta a Pedro, quien recorre varias poblaciones de Judea, en la zona de Palestina, visitando a varias comunidades de creyentes. Es un texto previo al relato más largo del encuentro y evangelización de Cornelio (en el cap 10).

Nuestro texto nos coloca ante dos eventos milagrosos: la curación de un paralítico, llamado Eneas y la resurrección de una muerta, llamada Dorcas. Es decir, que el texto nos habla de la salvación en términos de sanación y vida nueva o resucitada. Y la sanación es un milagro, como lo es también la vida nueva.

El relato comienza con la visita de Pedro en Lida. Se halla con un hombre llamado Eneas, que era paralítico hacía ocho años. El relato no dice si Eneas era creyente o no. Su nombre es griego. Podría ser parte de la comunidad de creyentes o no. Pero, en todo caso, es alguien que lleva muchos años sin caminar. El texto dice que hacía ocho años que estaba en cama. La imagen es de postración, de yacer, la imagen de la enfermedad crónica o la imagen de la pasividad total. ¿Podemos imaginar los efectos de una parálisis a lo largo de los años? ¿Sabemos cuanto se afecta el carácter y cuanto nos amarga una prolongada enfermedad? ¿sabemos cómo se mira el mundo y la vida desde una cama de la que no puedes levantarte?

El relato nos coloca ante la impotencia, la debilidad, de un paralítico, pero sobre todo nos coloca ante la condición fatídica: es el destino, es la suerte inevitable, es algo a lo cual hay que resignarse. Ese es el lenguaje que acude y del que se echa mano, es el lenguaje de la aceptación y el conformismo. Es también el lenguaje que la religión valida por medio de sus dichos: “es la cruz que te ha tocado”, “sea de Dios y venga más”, “resignación, resignación”. Es el lenguaje de la providencia como el aguante y la pasividad, como la sumisión ante las circunstancias. Tenemos a Eneas como una víctima y todo lo que rodea su parálisis como una desgracia que se puede sobrellevar de alguna manera. ¿No estamos hablando de muchas otras parálisis y postraciones en muchas otras formas de vida? ¿Acaso no pasan años de parálisis o postración cuando nos entregamos al victimismo o a la amargura de la resignación? ¿No será que hay muchas poblaciones o comunidades, como la de Lida, y acaso no hay otros tanto Eneas entre nosotros, que se han rendido al fatalismo y sólo usan su tiempo para quejarse y lamentarse, o para aferrarse al dolor y la desgracia?

Entonces la intervención de Pedro rompe con el círculo de la desesperanza o de falsas esperanzas, porque la palabra de Pedro anuncia el deseo de Jesús: “Eneas, Jesucristo te sana. Levántate y arregla tu cama”. La palabra sanar es la misma que salvar. Pedro le dice: Eneas, Jesucristo te salva. La salvación de Dios es una curación, es un acto de restitución de la vida. Por eso la salud está más allá de nuestros conceptos de salud, más allá de nuestras ideas y expectativas de la salud como control. Aquí la salud es un milagro que rompe la rutina de pasividad y resignación, la salud es el mandamiento de levantarse, de ponerse erguido, de hacerse autónomo. La salud es un llamado a la actividad, a la entereza que se dispone para la acción y que ejecuta acciones efectivas (valdría la pena mirar juntos un video, muy conocido en Internet, sobre la historia de Dick Hoyt y su hijo Rick; ejemplo de un padre de gran tenacidad).

Y luego tenemos el relato de la resurrección de Dorcas, la m
uerta que había hecho mucho bien a los pobres, una mujer dedicada a los necesitados. Esto ocurre en Jope, una ciudad cercana. El relato nos habla de una situación que a cualquiera le parece injusta ¿por qué muere ésta buena mujer? ¿y quién cuidará ahora de los necesitados? ¿por qué se la “llevó Dios”, como dice la gente? Pero el relato dice algo muy simple: Dorcas enfermó y murió. Pedro es llamado y se encuentra con la escena del duelo: el cuerpo en un piso alto, las viudas llorando y los vestidos que Dorcas había hecho en vida. La escena es muy similar al relato de la resurrección de la hija de Jairo, cuando Jesús se halló con el llanto de la gente y echa fuera de la habitación a la gente y resucitó a la hija de Jairo (Mc 5, 35–43). Incluso la palabra pronunciada por Jesús se asemeja mucho a las que dijera Pedro (Talita, cum; muchacha levántate), porque el nombre de Dorcas era Tabita, en arameo (significa “gacela”). Es un relato que muestra el poder del Jesús resucitado, en una situación que tiene toda la traza de una desgracia y que conduce al dolor desgarrador. Es entonces cuando la sociedad nos ayuda a echar mano de necesario para subsistir: los ritos funerarios, la memoria de las obras hechas por quienes se van. Pero lo que no se espera es la resurrección, el surgimiento de la vida en medio de la muerte. Lo que no se espera es que la muerta se ponga de pie. Pero eso es lo que ocurre: la muerta se levanta. Tabita (Dorcas) se pone de pie. Como una gacela, como una mujer que pone nuevamente de pie. Ella mira a Pedro y se incorpora. Es la imagen portentosa de la vida nueva, la vida que irrumpe donde hay llanto y resignación, para poner en marcha una nueva etapa: pues ahora podemos imaginar que nada será como antes ¿qué hacemos para aprender de Tabita? ¿Cómo podemos emularla, cómo se puede trasmitir esa fuerza jovial que empuja al servicio? ¿cómo podemos rejuvenecer y cómo podemos contagiar a otros/as de la fuerza que empuja hacia la entrega con los necesitados?

Vemos que la salud es otra cosa: no consiste en volver al estado anterior, no consiste en una reparación de maquinaria ni en el control sobre la vida. La salud, en el poder del Espíritu, es la fuerza que nos pone de pie, que irrumpe como un misterio y una gracia, como un don de Dios por medio de Jesucristo, para romper con la pasividad y con las cadenas de la resignación o pasividad. La salud en Cristo es poder imaginar lo que antes no podíamos imaginar: que Dios nos quiere de pie, que espera que espabilemos y confiemos en su gracia, que nos llama a romper con esquemas de control y caminemos buscando su voluntad de amor.

Víctor Hernández Ramírez. Església Evangèlica Betlem, Clot, Barcelona. 25 de noviembre de 2007.

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