LP. Juan Stam
El consumismo[1] es un fenómeno muy particular, que no es exactamente idéntico con la avaricia o el egoísmo. Éstos son pecados individuales y personales, mientras el consumismo[2] es colectivo, es una cultura en la cual todos vivimos y participamos de una u otra manera. Como cultura social, nos envuelve a todos, mayormente de forma inconsciente. El consumo normal llega a ser consumismo cuando el comprar y el consumir llegan, inconscientemente, a ser compulsivos. Puede tomar la forma de “consumo conspicuo”, de comprar lujos para ostentarlos ante los demás, pero también puede tomar la forma opuesta, el impulso irresistible de comprar cosas solo porque están baratas (“consumismo de gangas”)
Consciente o inconscientemente, activa o pasivamente, de una u otra forma, todos somos parte de esta sociedad de consumo, como veremos si analizamos algunas de sus características:
Supremacía de valores materialistas. Es revelador la frecuente pregunta, “¿Cuánto vale fulano?”, para preguntar cuánta riqueza tiene. La misma palabra “riqueza” se suele entender en sentido económico, sin considerar valores morales, espirituales y sociales. En los mercados, “cuánto vale” se entiende como “cuánto cuesta”, que en realidad es algo muy distinto. Muchos dichos del pueblo reflejan estas mismas actitudes:
“Tanto tienes, tanto vales”
“Poderoso caballero es don dinero”
“Quíen dijo penas mientras las alforjas están llenas”
“Cuando se trata de dinero todos somos de la misma religión“
“El dinero no produce la felicidad pero produce algo tan parecido que es asunto de especialistas”
Puede ser sorpresa darnos cuenta de que vivimos en una sociedad materialista, y que ese materialismo penetra mucho en la iglesia. Es importante reconocer que hay diferentes tipos de materialismo. El materialismo metafísico afirma que sólo lo material es real. El materialismo histórico,en cambio, apela a lo económico como clave para entender el proceso histórico. Pero más sutil es el materialismo práctico de la actual sociedad capitalista. El materialismo consumista no afirma que sólo lo material es real sino que a fin de cuentas sólo lo material importa.
En varios pasajes de los evangelios Jesús advierte contra esta visión materialista-consumista de la vida: Lo repudia directamente en su palabra al rico insensato: “la vida de una persona no consiste en la abundancia de sus bienes” (Lc 12:15). Los tesoros de este mundo son frágiles; fácilmente se pierden, los ladrones las roban, se herrumbran y se quiebran (Mat 6:19). Los tesoros del reino venidero son imperecederos (6:20). En el pasaje paralelo en Lucas, Jesús aclara que es por compartir las riquezas que se convierten en tesoros eternos (Lc 12:32-34). Al materialista Jesús le dice, “¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida, ¿y quién se quedará con lo que has acumulado?” (Lc 12:20).
Nos toca a cada uno examinarnos y preguntarnos cuáles son las verdaderas prioridades de nuestra vida. En el transcurso de una semana, ¿qué es lo que más ocupa mis energías y mis esfuerzos? ¿Qué es lo que me da más satisfacción: ganar mil dólares, gastar mil dólares o regalar mil dólares? Si son las dos primeras, la primacía de ganar y gastar, estoy atrapado en el consumismo, a lo mejor sin darme cuenta. Solo la prioridad de compartir — hacer de la vida un proyecto de servir a Dios y a los demás — da verdaderas riquezas que perduran.
En el consumismo el consumo se considera una finalidad en sí, un valor propio inherente. Entonces vivimos para consumir (lo máximo posible), en vez de consumir (un mínimo conveniente) para vivir (mucho más plenamente). Es una cultura del consumo por el consumo. En su extremo, para muchas personas, el consumo es la meta suprema de su existencia. Un eslogan popular, que aparece todavía en muchas camisetas en inglés, reza “I shop, therefore I am” (“Hago compras, luego existo”). Es una relectura de la fórmula fundante del pensamiento del filósofo Descartes, “cogito, ergo sum” (“Pienso, luego soy”). Hay que dudar de todo, dijo Descartes, pero de una cosa no puedo dudar: si estoy aquí pensando, entonces existo o no estaría dudando. Hoy día, cuando algunos ni piensan, hay que reformular la consigna: “Hago compras, por eso (y para eso) existo”.
Un pionero en el análisis del consumismo fue Thorstein Veblen. En su clásico La teoría de la clase ociosa (1899) estudió los patrones de gastos de los “nuevos ricos” de la época con un alto componente de “consumo conspicuo” u “ostentoso”.[3] Ante la pregunta de por qué la gente compraba lujos que no necesitaban, descubrió que muchos de los muy ricos empleaban su fortuna para exhibir su estatus social y su superioridad económica en vez de la utilidad efectiva de lo comprado. Así la compra de joyas exorbitantes, ropa lujosa, mansiones y limosinas constituye consumo conspicuo o aun “invidioso” (sic), una forma más específica, consumo con la intención de causar envidia en otros. En décadas recientes el lujo ostentoso de las diosas de Hollywood a menudo ha sido consumo conspicuo. En otro sentido, la tiranía de “la moda” hoy día presiona a muchas personas a gastar mucho dinero para demostrar que están al día y tienen buen gusto.
Un reciente artículo de Roberto Torres Collazo analiza “La dictadura del consumismo”, precisamente en la época de Navidad. Los modernos medios de comunicación han perfeccionado los métodos de la mercadotecnia para hacernos desear cosas que sin ellos no hubiéramos deseado ni mucho menos necesitado. Su propaganda y sus “promociones” dictan muchas de nuestras decisiones. Nos manipulan para sacarnos el dinero, y en las temporadas electorales nos manipulan para creer toda la propaganda engañosa y votar por los y las candidatos que más les paguen a ellos. Los medios en gran medida nos han reducido a simples comparadores. Han convertido el “homo sapiens” en “homo emptor”, compradores por esencia.[4]
Junto con el consumismo va creciendo una pasión por acumular sin límites. Parece que el afán de acumular se apodera de la persona, impulsándole a querer siempre más y más, sin parar de acumular. La misma palabra griega para “avaricia” es un compuesto de un verbo y un adverbio, “tener” y “más”. Llega a ser obsesiva; la persona no puede vivir sin estar ganando más. Sólo por un milagro de gracia divina un ser humano va a decir “ya tengo suficiente, no quiero tener más”. Pertenece al proceso adquisitivo ser infinito, en ese sentido; suele ser un cáncer que crece en el corazón y en la vida.
Las escrituras ven muy negativamente a esta mentalidad de acumular. Del rey de Tiro dice, “Has acumulado mucha riqueza… Con tus muchas riquezas te has vuelto arrogante” (Ez 28:4-5; cf. Hab 2:6). “Ay de los que juntan casa a casa”, denuncia Isaías, “y añaden heredad a heredad hasta ocuparlo todo” (Is 5:8). Según Eclesiastés 5:10, “El que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto. También esto es vanidad”. Santiago condena esa mentalidad en los ricos del primero siglo: “Han amontonado riquezas, ¡y eso que estamos en los últimos tiempos!” (Stg 5:3).
Un fenómeno relacionado con el consumismo es el culto al éxito que es una característica de la moderna sociedad capitalista. Una sociedad basada en la competencia va a acentuar la diferencia entre los exitosos y los no exitosos, generalmente medida por su fortuna pero también por su fama (que generalmente van de la mano). Produce una sociedad estratificada por los grados de éxito logrados por cada individuo. Una sociedad de muchas comparaciones odiosas es el resultado lógico de una economía basada en la competencia.
La peor expresión de este fenómeno es el desempleo, mucho peor porque es resultado del mismo sistema donde los trabajadores son esencialmente una mercancía en el “mercado laboral”, parte de la fórmula de ingredientes del éxito de otros.[5]
En 1973, en la Universidad de Tubinga, Hans Küng ofreció un brillante curso sobre “Teología de la gracia”. Como evangélico, escuché con sumo agrado las magistrales exposiciones de este renombrado pensador católico. Especialmente iluminador y conmovedor fue la actualización que hizo del tema. Hoy día, propuso, una de las formas de justificación por las obras es el éxito. Vivimos, afirmó Küng, en una “Leistungsgesellschaft”, una “sociedad de logros”, donde el valor de cada persona se mide por sus logros, Como todo sistema de justificación por obras y méritos, esto polariza la comunidad en “fariseos” y “publicanos”. Ambos resultados son anti-humanos y destructivos. Los “fariseos”, están confiados de su valor y mérito, ante la sociedad y ante su Dios, porque han logrado el éxito. Los “publicanos”, en cambio, se sienten fracasados y desacreditados por su poco o nulo éxito y sus pocos logros. Hoy día el prototipo por excelencia del “publicano” es el desempleado, que tiende a sentirse inútil, un cero a la izquierda, excluido del sistema y alejado del amor de Dios. Todo este sistema elitista es una negación del Dios de la gracia y una gravísima contradicción de la justificación por la fe.
Sin duda este análisis requiere mucho más profundización, y tampoco debemos generalizar más de lo que justifican los hechos. Pero la cultura consumista es una realidad innegable, y el primer paso para salir de ella es reconocer que existe y que estamos todos y todas metidos en ella. Sin embargo tampoco basta con sólo analizar y denunciar. Los profetas hebreos, que deben ser nuestros ejemplos hoy, denunciaban el mal de su pueblo pero también anunciaban la esperanza de cambios y al final del reino de Dios y su justicia. En ese sentido, ¿qué podemos hacer hoy para aportar a soluciones para este mal ético y social?
En primer lugar, habiendo reconocido estas realidades, debemos repudiar los anti-valores del consumismo y liberarnos de ellos. Como cristianos y cristianas, tenemos que hacer una gran declaración de independencia: no dejarnos reducir a meros consumidores; no dejarnos manipular por la propaganda para comprar cosas que no nos hacen falta; no medir a las personas por valores materialistas; y repudiar de una vez para siempre el culto al éxito. Contra los anti-valores del consumismo, debemos comprometernos con los valores cristianos y humanitarios de una sociedad alternativa. Lo expresó elocuentemente Facundo Cabral en muchos de sus canciones-sermones-adagios:
“Hay gente tan pobre, que lo único que tiene es dinero”.
“No es rico el que más tiene, sino el que menos quiere”
Aun más revolucionaria es la consigna de San Francisco de Asís:
“Deseo poco,
y lo poco que deseo,
lo deseo poco.”
Los extremos y abusos de nuestro consumismo hoy están estrechamente relacionados con el concepto de “propiedad privada” como un valor absoluto e incuestionable. Para la Biblia, estrictamente hablando, la propiedad privada no existe, porque Dios es el dueño de toda la tierra y nosotros no somos dueños sino mayordomos de bienes que no son nuestros (¡véase Lev. 25:23!). En el Pentecostés “tenían todo en común” y “nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones” (Hch. 2:44-45; 4:32). El papa Pablo VI expresó bien este principio bíblico cuando declaró que “toda propiedad privada lleva una hipoteca social”. Aunque hoy día tenemos una economía de mercado y de propiedad privada, estos modelos bíblicos deben relativizar radicalmente nuestra pasión por acumular bienes personales a espaldas del bien común social.
Esta visión bíblica de la vida económica revolucionará nuestra actitud hacia el salario mensual. Lo normal es pensar, “Este sueldo es mío, ¿de él, cuánto debo dar a Dios y al prójimo? y el resto por supuesto me toca a mí”. Ahora vamos a pensar, “Dios me ha confiado la mayordomía de este sueldo pero ni un centavo me pertenece; ¿cuánto de él puedo retener para proveer una vida digna para mí y mi familia, y cómo sirvo a Dios y a los pobres con todo el resto?”
Segundo, nuestra liberación del consumismo significará simplificar radicalmente nuestro estilo de vida. La propaganda comercial y la presión social nos llevan a comprar muchas cosas que de hecho no nos hacen falta. Complicamos la vida más de la cuenta, y nos acomplejamos con ansiedad por mantener “un nivel de vida”. Pero la misma abundancia de cosas materiales suele ser obstáculo para un “nivel de vida” humana y espiritual.
No cabe duda que para la mayoría de nosotros nos convendría simplificar significativamente nuestra vida. Un bello ejemplo de eso es la fiesta de tabernáculos en Israel. Todo el pueblo — los que poseían mansiones y que ocupaban humildes chozas — por una semana vivían en enramadas en el patio, sin refri, televisor ni micro hondas (diríamos hoy), cocinando con leña, todos iguales unidos en una vida sencilla y solidaria.[6]
Lejos de consumismo y de cualquier teología de la prosperidad (versión religiosa del consumismo materialista), esta ética bíblica de las finanzas nos llevará a hacer de toda nuestra vida un proyecto de servicio a Dios y al prójimo en vez de un proyecto de acumular y consumir. Podemos tomar como modelo el famoso sermón de Juan Wesley, “Sobre las riquezas”, con sus tres puntos:
(1) Gana todo lo que puedas (pero justa y honestamente)
(2) Ahorra todo lo que puedas (estilo sencillo de vida)
(3) Dar todo lo que puedas, a Dios y a los pobres.
Dios ama al dador alegre, pero parte de la sociedad consumista comercial es la obligación de dar regalos de cumpleaños y de Navidad, a veces regalar por presión social más que por amor sincero y por gozo. Una actitud bíblica hacia mi sueldo hará mucho para liberarme de esa obligatoriedad, pues no estoy “sacrificando”, quitando algo de “mi sueldo”, sino al contrario, para eso Dios me ha confiado determinada cantidad de dinero más allá de mis necesidades básicas.
[1] Este artículo es la conclusión de dos anteriores, “¿Qué es la avaricia” (set 1, 2011) y “Jesús y las riquezas” (24 oct 2011).
[2] Si Jesucristo es un verbo, no un sustantivo”, como tan acertadamente nos ha enseñado Ricardo Arjona, entonces “cristiano” y “cristiana” tampoco deben entenderse como sustantivos sino como adverbios: Se trata de vivir y actuar cristianamente.
[3] Por supuesto, el consumo conspicuo es muy antiguo; cf. Stam Apocalipsis Tomo II (2003:101-2) y Haciendo Teología, Tomo II (2005:332-2).
[4] Ver el artículo sobre la avaricia, citado en la primera nota.
[5] Esto fue vergonzosamente evidente en la reciente crisis de Wall Street, cuando millones de empleados perdieron no sólo su empleo sino también sus bonos y acciones, sus fondos de pensión, su seguro médico, y lo peor, su dignidad humana. En cambio muchos ejecutivos y otros privilegiados hasta ganaron más con la crisis.
[6] Ver “La Fiesta de las enramadas nos llama a un estilo de vida sencillo y solidario”, Stam Apocalipsis Tomo II (2003:151-153).