PD. Juan Antonio Monroy
Estimado amigo: la Biblia es una colección de 66 libros, 39 de ellos en lo que llamamos Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo Testamento.
Las versiones bíblicas hechas por los eruditos católicos incluyen siete libros más y un apéndice de dos capítulos al libro de Daniel, más otro breve al libro de Ester, todo ello en el Antiguo Testamento. Son libros apócrifos, desechados por los sabios judíos, que han sido los verdaderos depositarios del Antiguo Testamento a través de las generaciones. Estos libros fueron añadidos al canon de la Biblia por el Concilio de Trento y en las versiones católicas figuran con la mención de “deuterocanónicos” es decir, de segunda inspiración. Nosotros creemos que se trata de libros históricos, simplemente, sin que reúnan los necesarios requisitos para entrar en la categoría de libros inspirados.
Estos 66 libros que componen la Biblia son un punto aparte en la literatura mundial. Tienen un carácter excepcional que los hace completamente distintos a todos los demás libros: el de la inspiración. La redacción de la Biblia se llevó a cabo por seres humanos, semejantes en todo a ti y a mí, pero éstos hombres contaron con la asistencia especial del Espíritu Santo y lo que ellos escribieron les fue revelado por Dios.
De ahí las expresiones que usamos para designar la Biblia: Libros Santos, Sagradas Escrituras, etc. Tertuliano la llamó “Literatura Divina”, y San Jerónimo, “Biblioteca Divina”.
Tú no estás de acuerdo con esto, lo sé. Los campeones de tu fe atea han negado siempre y combatido muchas veces el carácter inspirado de la Biblia. Esfuerzo inútil. La conservación de la Biblia, su preservación a través de las edades y la nobleza con que ha venido venciendo los ataques de sus detractores constituyen, precisamente, una prueba a favor de su inspiración .
Hay pruebas externas y pruebas internas. Ya comprenderás que en una carta no puedo ofrecerte los argumentos que necesitarían gruesos volúmenes para su exposición. Pero si te tomas la molestia de considerar mis pensamientos y luego amplias conocimientos mediante investigaciones particulares, llegarás a ser uno más entre los millones de seres humanos para quienes la Biblia es el más maravilloso de los libros, porque es el Libro de Dios.
Entre las pruebas externas que hablan a favor de la inspiración de la Biblia está esa que ya he apuntado: su conservación. Hoy sería difícil terminar con la Biblia, ya que las imprentas multiplican a un ritmo acelerado los ejemplares, pero no hubiera sido tan difícil acabar con ella cuando sólo existía manuscrita. Ningún libro ha sido atacado con tanta dureza como la Biblia, y, sin embargo, aquí la tienes, más fuerte que nunca, traducida a todos los idiomas y a casi todos los dialectos conocidos en el mundo. A mí, que soy creyente, esto no me extraña. Ya lo dijo Cristo: “El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán (Marcos 13:31).
Otra prueba de la inspiración de la Biblia la tienes, amigo mío, en la influencia que ha venido ejerciendo tanto en las naciones civilizadas como en las más atrasadas. Hoy se habla mucho del desarrollo de los países africanos. Pero son pocos los que conocen el importante papel que ha jugado la Biblia en estos países. Igual que en los de Asia, y en los más jóvenes de la América Latina, y también en los europeos. “¡Qué actividad, qué imperio, qué gloria!”, exclamaba Lacordaire contemplando la enorme influencia de la Biblia en la civilización occidental.
La maravillosa unidad de la Biblia acumula una prueba más a favor de su inspiración. A través de sus 66 libros, tan diferentes entre sí, escritos en un espacio de tiempo que abarca unos mil seiscientos años y por treinta y seis autores distintos, palpita una mente fundamental y coordinadora: la mente de Dios.
Los dos primeros capítulos de la Biblia hablan de un mundo perfecto, y los dos últimos presentan otro mundo de paz y de felicidad eternas, redimido y ganado por Cristo. Este, el Hijo del Dios eterno, es el centro de la Biblia, el hilo rojo que corre a través de todas sus páginas.
La diferencia entre la Biblia y los libros humanos es que estos hablan a las mentes o, todo lo más, apelan a los sentimientos, pero no regeneran, no transforman, no cambian vidas, como hace la Biblia. EL CAPITAL, de Marx, puede despertar tu conciencia social y hacerte protestar contra la injusticia; EL DICCIONARIO FILOSÓFICO, de Voltaire, educará tu razón sobre ciertos misterios de la vida natural, pero sólo la Biblia puede producir en ti una completa regeneración moral y una transformación espiritual sin límites. También esto es prueba de su inspiración.
Como lo es, asimismo, la edificación espiritual y la nobleza de pensamiento que su lectura produce. “Sé que la Biblia es inspirada –decía un cristiano- porque me inspira cuando la leo”.
Sin embargo, querido amigo, yo no baso la inspiración de la Biblia en esas cinco pruebas externas, aunque son importantes, aunque cuentan mucho como razones subjetivas, máxime si las analizamos con la amplitud necesaria; el verdadero carácter de la inspiración lo tenemos en la Revelación misma .
La palabra “inspiración” no es extraña al texto bíblico. Proviene de la misma Biblia y se encuentra especialmente contenida en dos pasajes del Nuevo Testamento. En 2ª de Timoteo 3:16, el Apóstol Pablo dice a su joven discípulo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra”.
El otro pasaje se encuentra en 2ª de Pedro 1:21, y se lee así: “Nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”.
Según estos dos textos, los escritores humanos de la Biblia hablaron impulsados por el Espíritu Santo, movidos por el mismo Dios. No hay libro en el mundo donde Dios se haga tan personal al hombre como en la Biblia. Ese Dios que tú y tus compañeros de fe negáis aparece entre las páginas de las Escrituras hablando, dialogando con el hombre, pidiendo y dándole razones.
Se le ve en el huerto del Edén, avanzando hacia el padre de la raza humana, quien huye de su presencia, buscándole y diciéndole: “Adán, ¿dónde estás tú? (Génesis 3:9). A Abraham, el peregrino de la Mesopotamia, le ordena: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Génesis 12:1). Desde el mismo centro de una zarza que ardía llama por su nombre al futuro caudillo del pueblo hebreo: “¡Moisés, Moisés!” (Éxodo 3:4).
A Samuel, siendo niño, le despierta en su sueño nocturno y pronuncia varias veces su nombre: “¡Samuel, Samuel!” (1º de Samuel 3:10). A Isaías, el príncipe de los profetas, le ordena: “Anda y di a este pueblo” (Isaías 6:9). A Jeremías, el sufrido y obediente servidor, le da confianza con estas palabras: “No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte” (Jeremías 1:8).
Cuando el Verbo encarnado pisa las aguas del Jordán en el día de su bautismo, la voz del Padre reafirma su filiación divina: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Y después de la resurrección, el Cristo glorificado increpa con tristeza a Saulo de Tarso, preguntándole: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hechos 9:4).
Esta intervención personal de Dios en las páginas de la Biblia, muestra que la inspiración es un hecho histórico y experimental. La Biblia es un libro divino no porque trate temas celestiales, sino en razón de su origen, porque el Autor es Dios.
Los hombres que la compusieron vivieron en la presencia de Dios. Tenían plena conciencia de que Dios estaba con ellos, en ellos. No hablaban de sí mismos ni se consideraban autores de los mensajes que transmitían. Cuando se dirigían al pueblo lo hacían como simples portavoces de Dios. Sus discursos, que dieron lugar más tarde a la palabra escrita, comenzaban invariablemente con un “así dice Jehová”.
Voy a probarte lo que digo. Voy a transcribirte textos de la Biblia que tal vez no hayas leído nunca y que revelan el carácter divino de las Escrituras. Voy a hacerlo aunque para ti resulte monótono leer tantas citas y para mí un poco cansado el transcribirlas. Quiero hacerlo aunque no pueda añadir en esta carta ningún otro argumento a favor de la inspiración bíblica. Lo hago porque la declaración uniforme de los escritores bíblicos en el sentido de que Dios hablaba en ellos y por ellos es de gran valor a la hora de sentar conclusiones sobre la inspiración de la Biblia. Estos hombres pertenecieron a generaciones distintas. No se conocieron entre sí. No pudieron ponerse de acuerdo para la mentira ni para el fraude. Son tantos, presentan tantas pruebas sobre el origen de sus escritos, que la selección ha de imponerse forzosamente. Cinco citas del Antiguo Testamento en primer orden.
Aquí las tienes:
“Vino a mí palabra de Jehová, diciendo” (Jeremías 2:1).
“Palabra de Jehová que vino a Oseas, hijo de Beeri, en días de Usías” (Oseas 1:1).
“Palabra de Jehová que vino a Miqueas de Moreset en días de Jotán” (Miqueas, 1:1).
“En el año segundo del rey Darío, en el mes sexto, en el primer día del mes, vino palabra de Jehová por medio del profeta Hageo” (Hageo 1:1).
“En el octavo mes del año segundo de Darío, vino palabra de Jehová al profeta Zacarías, hijo de Berequías, hijo de Iddo, diciendo” (Zacarías 1:1).
Sabían éstos hombres, estaban seguros que el mensaje que transmitían y que tú y yo leemos hoy, era un mensaje divino. Vosotros, los ateos, os podéis burlar de estas cosas, pero no podéis, presentarnos pruebas en su contra. Y la burla no tiene rigor científico. Nosotros los creyentes, en cambio, os podemos decir que éstos hombres decían verdad porque sentimos sus verdades en nuestra alma, porque la ciencia bíblica ha amontonado pruebas a favor de la inspiración y porque, y esto es aún de más importancia que lo anterior, los hombres del Nuevo Testamento creían, sin ninguna clase de dudas en el origen divino de los mensajes proféticos.
De nuevo voy a recurrir a las citas bíblicas. Esta vez lo hago para que compruebes lo último que acabo de escribirte. Jesús y los Apóstoles tenían fe en los profetas y creían que su mensaje venía de Dios. Lástima que una mayoría de personas que han nacido en países cristianos no sigan esta misma regla de fe en cuanto a los escritos sagrados.
Empecemos por Jesucristo. En Marcos 12:26 leemos: “Respecto a que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés como le habló Dios en la zarza, diciendo: “Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Cristo estaba seguro que el mensaje de Moisés, los cinco primeros libros de la Biblia, era y es un mensaje de Dios.
Y no sólo Cristo. Los grandes líderes del fariseísmo judío, que ponían en duda la divinidad de Cristo, dijeron al que había nacido ciego y que más tarde fue curado por Jesús: “Nosotros sabemos que Dios ha hablado a Moisés” (Juan 9:29). ¡Elocuente testimonio! ¡Dios ha hablado a Moisés! ¡Moisés ha hablado de Dios! Lo sabían ellos, lo sabemos nosotros y lo saben todos los que han vivido el poder regenerador de la Biblia.
Zacarías, el padre de Juan el Bautista, al agradecer a Dios el nacimiento del precursor de Cristo, dice: “Bendito el Señor Dios de Israel… Cómo habló por boca de sus santos profetas, que fueron desde el principio…” (Lucas 1:70). Desde Isaías a Malaquías contamos en la Biblia 17 libros proféticos. Estos libros, según Zacarías, fueron obra de Dios, quien se expresó a través de instrumentos humanos.
El Apóstol Pedro reconoció también el origen divino del mensaje profético. En el discurso que pronunció junto al pórtico de Salomón, con motivo de la curación de un cojo, dijo: “Dios ha cumplido así lo que había anunciado antes anunciado por boca de todos sus profetas (Hechos 3:18). Y en otro texto, que ya cité anteriormente, aclara, como si quisiera lavar de dudas todos los cerebro ateos, que “nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2ª Pedro 1:21).
Prosigamos. Hay más. Cuando los discípulos están reunidos discutiendo sobre quién había de suceder a Judas, de nuevo es Pedro quien se levanta y dice. “Varones hermanos, era necesario que se cumpliese la Escritura en que el Espíritu Santo habló antes por boca de David acerca de Judas” (Hechos 1:16).
A David debemos casi la totalidad de los 150 Salmos que hay en la Biblia y su figura está presente en los libros históricos del Antiguo Testamento. Pedro y los demás cristianos primitivos, como se desprende de Hechos 4:25, estaban convencidos de que los escritos de David eran obra de Dios.
Y para el carácter inspirado de los libros históricos tenemos la autoridad de otro gran apóstol, Pablo, quien hablando de la invocación de Elías contra Israel, argumenta así: “¿Qué le dice la divina respuesta?” (Romanos 11:4).
Como puedes ver, no hacen falta pruebas externas para admitir la inspiración de la Biblia, porque hay suficientes pruebas en el mismo texto. Cristo confirma la inspiración divina de los libros de Moisés; Pablo opina igual de los libros históricos; Pedro y los creyentes de la Iglesia primitiva admiten como inspirados los libros poéticos, y el mismo Pedro, y Zacarías atribuyen a Dios el origen de todos los libros proféticos. Tenemos el Antiguo Testamento completo.
En cuanto a la inspiración del Nuevo Testamento, una sola cita nos basta. Esta del apóstol Juan, que abre el último libro de la Biblia: “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan, que ha dado testimonio de la Palabra de Dios, y del testimonio de Jesucristo, y de todas las cosas que ha visto” (Apocalipsis 1:2).
Después de todo lo dicho no quiero terminar sin contestar a una pregunta que surge inevitable cuando se trata el tema de la inspiración de la Biblia: ¿Qué es exactamente la inspiración? León XIII contesta con una definición que me parece correcta y bastante prudente: “La inspiración –dice- es un influjo sobrenatural por el cual el Espíritu Santo ha animado e inducido a los escritores sagrados, asistiéndoles mientras escribían, de tal manera que concebían exactamente y expresaban con verdad infalible todo lo que Dios les ordenaba y solamente lo que les ordenaba escribir”.
De una manera gráfica, la inspiración de las Escrituras se comprende mejor en el trato de Dios con el profeta Ezequiel: “Vino allí –dice el profeta- la mano de Jehová sobre mí, y me dijo: Levántate, y sal al campo, y allí hablaré contigo…Entonces entró el Espíritu en mí y me afirmó sobre mis pies, y me habló, y me dijo: Entra, y enciérrate dentro de tu casa… Mas cuando yo te hubiere hablado, abrirás tu boca, y les dirás: así ha dicho Jehová el Señor” (Ezequiel 3:22,24,27).
Una figura parecida hallamos en la profecía de Jeremías: “Extendió Jehová su mano, y tocó mi boca, y me dijo Jehová: He aquí he puesto mis palabras en tu boca” (Jeremías 1:9).
Esto no es todo lo que tengo que decirte sobre la inspiración de la Biblia, pero es todo lo que te puedo decir en esta carta. La termino invitándote a que pruebes por ti mismo el contenido de este Libro único, y lo hago con las palabras de San Jerónimo : “Oye, pues, consiervo mío, amigo, hermano; escucha un poquito por qué camino has de andar en las Sagradas Escrituras. Todo cuanto en los divinos libros leemos reluce ya en la corteza, pero es más dulce en el meollo. Pues el que quiera comer el núcleo, casque la nuez”.
¿Porque no utilizar algo mas contundente, no que lo dicho no lo sea, pero…tratandose de convencer a un ATEO, posiblemente:
Utilizando la IMAGEN DE METAL de Daniel con los 4 IMPERIOS que con la Historia Universal se pueden comprobar. Y por otro lado la mención de Isaias, Cristo y Pablo al respecto de la REDONDEZ de la tierra, considerando que esto se conoció historicamente hasta 1892 por Cristobal Colón.