Joana Ortega
(Mt. 9,20-22; Mr. 5,25-34; Lc. 8,43-48)
Estimad@s cristian@s del siglo XXI:
Soy una mujer que vivió en el siglo I de nuestra era y que tuvo el inmenso privilegio de conocer a Jesús de Nazaret. Supongo que sabéis quién es Jesús de Nazaret. Todas y todos los que tuvimos contacto con él luchamos y trabajamos mucho para que su historia no se perdiera en la noche de los tiempos.
En mi tiempo y en mi país la situación de las mujeres no era muy buena. No sé cómo serán los vuestros, pero mucho me temo que todavía tenéis muchas cosas que arreglar en este sentido; y he pensado que, tal vez mi historia, y sobre todo mi historia con Jesús, pueda ayudaros.
Nací en Capernaum, una ciudad situada junto al mar de Galilea, en la tierra de Zabulón y de Neftalí (Mt. 4,13-16). Allí crecí en el seno de una familia más o menos acomodada. Mi infancia se desarrolló de acuerdo con lo establecido en una sociedad en la que el sistema político y económico del Imperio Romano y el cumplimiento de la Toráh intentaban mantener una cierta convivencia. He de advertiros que si mi ciudad era importante por algo, era por su sinagoga. Así que se puede decir que para nosotros, pueblo ocupado por un ejército extranjero, el papel de esa sinagoga era muy importante en el aprendizaje del cumplimiento de la Ley para poder mantener nuestra identidad.
A medida que me iba haciendo mayor las cosas empezaron a complicarse. Pero dejadme que os explique mi historia desde el principio.
Como podéis imaginar por lo que he dicho antes, mi infancia transcurre más o menos feliz, más o menos despreocupada, en una familia más o menos reputada. Sin embargo ese periodo no dura siempre, y los cambios llegaron. Aún recuerdo la primera vez que tuve la menstruación cuando tenía doce años, y la alegría de mis padres al ver que ya tenían una mujercita en casa. Enseguida empezaron a pensar en un posible marido para mí (en mi época nos casábamos muy jóvenes y eran nuestros padres los que nos buscaban el marido que nos convenía), y soñaban con los nietos que podría darles. De todas formas, mi madre no dejaba de sentir cierta preocupación. Su niña, hasta hace poco despreocupada, alegre, feliz, comenzaba una nueva etapa. Una etapa no exenta de sufrimiento. Una etapa en la que hay que comenzar a tener cuidado, sobre todo en las relaciones con los varones. Una etapa en la que dejas de ser pura e inocente, para ser impura, rechazada y recluida durante siete días al mes, tal como manda la Toráh (Lev. 15,19-30).
Sin embargo, para mí, ese flujo menstrual significaba que aquella niña había dejado de serlo y que su cuerpo, que cambiaba por momentos, se estaba preparando para transmitir la vida. Es curioso, lo que para los demás era un signo de impureza, para mí representaba la posibilidad de dar vida. También la Toráh lo dice: “La vida está en la sangre” (Lv. 17,11,14).
Al poco tiempo mis padres encontraron ese marido adecuado, y la verdad es que no me fue mal del todo. Me casé con un hombre acomodado y respetado que me quería y que me trataba bien. Sin embargo, la desgracia se cernía sobre mi cabeza. Mi marido murió y me quedé sola, y para colmo, sin hijos. ¿Qué puede hacer una mujer israelita viuda y sin hijos? Las convenciones sociales de mi época y de mi país no tienen demasiado en cuenta a las mujeres, y mucho menos si son viudas, a pesar de que la Toráh nos protege, y tiene mandamientos al respecto (Deu. 10,18; 14,29; 24,17; 24,20-21; 26,12-13;27,19); por no hablar de la humillación que representa no tener hijos. Y por si fuera poco me puse enferma.
Mi enfermedad marcó mi vida de una forma terrible, no voy a decir que para siempre, pero sí durante un largo, larguísimo periodo. Mi problema era que no dejaba de sangrar. Es decir, tenía la menstruación permanentemente. ¿Podéis llegar a imaginaros lo que eso significaba? La Toráh dice que una mujer que tiene la regla permanece impura durante siete días, después de los cuales debe hacer un rito de purificación. Hasta entonces no puedes acercarte a nada ni a nadie porque lo contaminas todo. Aquella mañana en la que empecé a sangrar me encontraba más débil que otras veces, y sangraba más de lo acostumbrado, pero no me podía llegar a imaginar que esa menstruación duraría 12 años. Sí, lo habéis entendido bien, 12 años con la regla; 12 años contaminada; 12 años apartada de todo y de todos para evitar la posibilidad de contaminación. A vosotr@s puede pareceros que estas leyes son algo primitivas y que no son vinculantes, pero yo tuve que sufrirlas. ¿Acaso algun@s de vosotr@s no sufrís otras leyes, códigos o convenciones que os excluyen de una total realización, y de una verdadera participación en todos los ámbitos que configuran vuestra sociedad, vuestro mundo y vuestra iglesia? ¿Podéis poneros en mi lugar? ¿Sois capaces de imaginaros la soledad, el silencio, la impotencia, la tristeza y la rabia que había dentro de mí? Por no hablar de la opinión que llegué a tener de mí misma. Me odiaba. Aquél cuerpo que sangraba continuamente no sólo era la fuente de todos mis sufrimientos, también era la fuente de mi impureza. Me sentía sucia y creía sinceramente que lo ensuciaba todo. Llegué a pensar que mi vida era el colmo de las desgracias, y que no merecía la pena seguir viviendo de esa manera.
De todas formas, siempre me he negado a permanecer pasiva y resignada con mi situación, y me he esforzado por buscar alternativas, por buscar soluciones a mis problemas. Pero mi búsqueda, por lo menos durante un tiempo resultó inútil. Me gasté todo lo que tenía en médicos (Lc. 8,43). Busqué tan apasionadamente algo que me diera un poco de esperanza que ni siquiera me di cuenta de que algunos de esos médicos se aprovechaban de mí, me engañaban y se quedaban con mi dinero (es curioso que mientras hubo dinero a estos médicos no les importaba el tema de la contaminación). El caso es que no solo no me curaron, sino que empeoré (Mc.6,26). Y aquí me tenéis, sola, enferma, contaminada y pobre. Pero me negaba a perder la esperanza, aunque mi realidad no me permitiera ser demasiado optimista.
Como os he dicho antes, mi ciudad tiene una sinagoga muy importante, uno de sus principales se llama Jairo. Después de haber tenido problemas en su pueblo, Jesús decidió trasladar su residencia de Nazaret a esta ciudad (Mt. 4,13; 9,1). Aquí fue donde dio su extraña charla sobre el pan de vida en la cual afirmó que él era ese pan de vida (Jn. 6,16-51). ¿No os parecen palabras extrañas a vosotr@s también? También aquí encontró a algunos de sus seguidores, como Andrés y Pedro los pescadores (Mt. 8,14; Mc. 1,29; Lc. 4,38).
A pesar de que en mi ciudad Jesús nunca tuvo demasiado éxito (Mt. 11,23-24; Lc. 10,15) muchos le vieron sanar enfermos e incluso algunos creyeron que era un profeta, y otros acabaron aceptando que era el Mesías que esperábamos, y que traería la redención a Israel. Además, algunos nos dimos cuenta de que este Jesús tenía un trato diferente con las mujeres, y con todos aquellos que, por una razón u otra, estaban viviendo una experiencia de exclusión. Por ejemplo, a María de Magdala la liberó de siete demonios, y ella decidió incorporarse a su grupo para segui
rle y servirle de acuerdo con sus posibilidades y capacidades; Juana, la mujer del mayordomo de Herodes también fue sanada por Jesús y también se hizo de su grupo, así como Susana y otras muchas (Lc. 8,2-3). Y yo me preguntaba: ¿Qué le pasa a Jesús? ¿No sabe que no es conveniente para un varón judío comprometer su reputación de esta manera por unas cuantas mujeres y un puñado de enfermos? ¿No sabe que puede dar lugar a malos entendidos y que se le puede acusar de violar la Toráh? ¡Señor, no quería ni pensar lo que pasaría si eso llegara a ocurrir! Pero también me enteré de que curó a un leproso tocándolo (Lc. 5,13), violando así las leyes de pureza; que comió en casa de Leví (Lc. 5,27-32), un recaudador de impuestos, violando las convenciones sociales; y por si fuera poco, violó el Sabath, permitiendo a sus seguidores arrancar espigas para poder comer porque tenían hambre, y sanando a un hombre que tenía una mano seca (Lc. 6,1-11). Además también adquirió mucha fama gracias a una conferencia que dio en un llano en la que afirmaba que es principalmente de los pobres y de los desheredados de los que Dios tiene misericordia (Lc. 6,20-49). No sé, llegué a pensar que Jesús estaba reinterpretando la Toráh levantando un sentido más cercano a la intención divina y a nuestra propia experiencia.
Sabiendo que Jesús estaba en mi ciudad se me ocurrió que yo podría ir a verle. Pero se me presentaban algunos y muy graves inconvenientes: soy una mujer, sola, pobre, y además impura y peligrosa debido a mi enfermedad. No tenía derecho a comprometer a ese hombre, ¡bastantes problemas tenía ya! Sin embargo, de alguna forma yo sabía que él podía ayudarme. No tenía nada, así que tampoco tenía nada que perder.
Siempre fui una mujer valiente y decidida. Nunca he temido arriesgarme (mi relación con los médicos es la prueba). Sin embargo, en el caso de Jesús… no sabía qué hacer. Además, después de 12 años todo el mundo sabía que yo era impura, y temía que atreviéndome a salir en busca de Jesús, incluso la poca vida que me quedaba corriera peligro; eso sin tener en cuenta el riesgo de contaminarlo todo, incluso a Jesús. Pero pensé que quizás tocándole sin que nadie se diera cuenta habría una posibilidad de ser sanada de mi enfermedad. Pero Jesús era un varón, si le tocaba y él lo notaba y lo hacía público, además de ser una mujer sola, enferma y pobre, sería una mujer deshonrada, humillada y quién sabe si muerta.
Un día escuché un gran bullicio en la calle; como si hubiera ocurrido algo. Me asomé para ver lo que pasaba y vi a Jesús hablando con Jairo, el principal de la sinagoga. Lo extraño fue ver a ese hombre tan noble, ilustre y sabio postrado ante Jesús… ¿qué le pasaba? Después me enteré de que su hija, de doce años, estaba muy enferma y había muerto, y de que le estaba pidiendo ayuda a Jesús ¡Qué lastima! Ese hombre adoraba a su hija. Pensé que si Jairo confiaba en Jesús, eso era una garantía de que yo también podía hacerlo. ¡Y aquella era mi oportunidad!
Así que, para no llamar la atención fui por detrás y rocé levemente su túnica. Había algunas posibilidades de que nadie se diera cuenta, ni siquiera Jesús, pues había una multitud tal que le agobiaba y le oprimía que pasar desapercibida resultaría fácil. Además podían pasar dos cosas: o bien que yo fuera sanada, o al menos viera mejorada mi situación, o de lo contrario que siguiera como hasta ahora. Tenía miedo, mucho miedo, pero debía ser valiente; de ello dependían mi vida y mi futuro.
Es curioso, todo salió fenomenal, pero no de la forma que yo pensaba. Realmente ese Jesús es excepcional. Apenas rocé levemente “el borde de su manto” sentí que había sido curada. La sensación de salud que inundó todo mi cuerpo fue indescriptible. En ese mismo momento noté que ya no sangraba más, y no se trataba tan solo de ser libre de la enfermedad, sino de las posibilidades de vida que se abrían ante mí: podría volver a relacionarme con otras personas; podría volver al Templo; en pocas palabras tendría una nueva oportunidad de vivir. Pero lo mejor de todo fue que me sentí purificada; mi contacto ya no contaminaría a nada ni a nadie y podría volver a sentirme parte de mi pueblo.
Sin embargo, aquella sensación duró apenas unos segundos, porque cuando ya me disponía a desaparecer de la escena discretamente, oí la voz de Jesús decir: “¿Quién me ha tocado?” ¡Dios mío, me sentí morir! ¡Todo había acabado! Había sido descubierta tocando a un varón y contaminándolo con mi impureza. Ahora sí sería castigada por mi insolencia, por mi atrevimiento, y por mi falta de respeto a la Toráh. Casi no podía creer que con toda la gente que estaba alrededor de Jesús apretándole y oprimiéndole, él se hubiera dado cuenta de que alguien hubiera rozado levemente su manto; pero así fue. ¿Qué podía hacer? Sólo tenía dos opciones: intentar escapar, o decir la verdad y esperar en la misericordia de Dios. ¿Qué hubierais hecho vosotr@s? Yo me decidí por decir la verdad y asumir mi destino. Y entonces fue cuando llegó la verdadera y total liberación. Jesús me dijo: “Hija, tu fe te ha sanado, ve en paz.” ¡No me lo podía creer! Jesús me restauró públicamente. Jesús no solo sanó mi cuerpo, también recuperó la totalidad de mi ser y mi dignidad personal. Ahora tengo un lugar en el mundo, y lo que es más importante, un lugar en el pueblo de Dios.
¿Sabéis? Estoy muy agradecida con Jesús porque no solo me sanó completamente en el sentido más integral de la palabra, sino que no permitió que mi historia permaneciera en el anonimato como si yo fuera insignificante. Ahora comprendo por qué María, Juana, Susana y otras mujeres también le siguieron, le sirvieron y estuvieron con él hasta el último momento (Lc. 23,49). Todas nosotras ocupamos un lugar significativo en la historia de Jesús, porque él creía en nosotras y reconoció que, como sus demás seguidores, le amábamos y deseábamos servirle con nuestras capacidades y con todas nuestras fuerzas.
Abrigábamos la esperanza de que quizás otras muchas mujeres y hombres de otras generaciones quisieran seguir nuestro ejemplo y se decidieran a seguir y a servir a Jesús. Por mi parte, puedo deciros que yo, en Jesús, encontré la perla de gran precio y no dejaré que nadie me la arrebate (Mt. 13,45-46). ¿Y vosotr@s?
Quisiera que mi historia os ayudara y motivara a tomaros más en serio las palabras, las enseñanzas y los actos de Jesús. Os aseguro que vale la pena, y os animo a perseverar en el camino del seguimiento, sin perder la esperanza ni la ilusión. No dejéis de contar la historia de Jesús, ni guardéis silencio en cuanto a la vuestra propia. Jesús todavía sigue diciéndonos: ¡Hij@, tu fe te ha salvado, ve en paz!
Os quiero con el amor de Jesús Nuestra Sabiduría
Una mujer fascinada por Jesús.
es por eso y mucas cosas mas que la Sangre de nuestro amado cordero no tiene precio..el esta sanando mis putrefactas llagas y cuida mi salud… Paz a todos.