Proceso. Javier Sicilia
A lo largo de su obra, Michel Foucault desarrolló su teoría del biopoder. Sitúa el origen de éste en los siglos XVII y XVIII, cuando el racionalismo y la técnica al servicio del industrialismo y del capital comenzaron a desarrollarse. Según Foucault, el biopoder absorbió el antiguo derecho del soberano sobre la vida y la muerte y convirtió la vida en un objeto administrable que cuenta con la muerte para protegerla, regularla y expandirla.
En el transcurso del siglo XX, el biopoder adquirió en los totalitarismos su rostro más claro. Con el fin de proteger la vida, los Estados pusieron a su servicio la pena capital, la represión política, la eugenesia, el genocidio, la contracepción; en síntesis, el terror como forma del control social.
Las luchas antitotalitarias de la segunda mitad del siglo XX destruyeron las ideologías que se amparaban en el biopoder, pero no destruyeron la base en la que se articulan: la ciencia puesta al servicio de la técnica para el bien de la vida. Si el hombre puede luchar contra el poder de una ideología o de una moral, no puede hacerlo contra el argumento científico ni contra la aplicación de ese argumento en un procedimiento técnico. No quiere decir esto que el argumento científico sea falso, sino que el poder se articula en él para, mediante aplicaciones técnicas, administrar un control.
Toda la sociedad económica y aparentemente neutra que quedó después de la muerte de las ideologías totalitarias se basa en ello. Frente al poder de los expertos, que manejan datos y argumentos científicos, las sociedades se ordenan y se someten a aplicaciones de control técnico cada vez más férreas. El Leviatán ya no habla de ley, sino de ciencia, de saber irrefutable, custodiado por instituciones expertas y usos de manuales.
El manejo que a lo largo de las últimas semanas el Estado mexicano ha hecho de la influenza porcina es de este orden. La irrefutable existencia del virus, hijo de las desmesuras de esa misma ciencia aplicada, ha servido para aterrorizar a la población y someterla a un mayor control técnico sanitario, a un biopoder. En lugar de dirigir sus baterías a las desmesuras del industrialismo –se cambió el nombre del virus para proteger a la industria porcina; las granjas Carrol, foco probable del desarrollo del virus, permanecen intocadas; las industrias energéticas, responsables del calentamiento global y de la reaparición de nuevas epidemias, como el dengue o la fiebre amarilla, siguen siendo la base fundamental de la economía mexicana–, el Estado eligió aumentar los controles de gestión sobre la población y, semejante a los biopoderes totalitarios, instaló la muerte en el cuerpo social.
Lo terrible de la forma en que el biopoder se ha desarrollado al introducir el miedo en la psique de la gente, y que puede inferirse de los hábitos que el Estado intenta introducir en la población como medidas de prevención –uso de cubrebocas, no saludar ni de beso ni de mano, estar alejado por lo menos dos metros de otro, lavarse compulsivamente las manos–, es la destrucción de lo más elemental de lo humano, la instalación en la percepción de que lo que nos constituye, nuestra realidad carnal –hecha de humores y fluidos, de auras humorales que en cada conversación, en cada roce, en cada saludo intercambiamos y nos hacen sentir nuestra humanidad– es algo dañino que puede matarnos o matar a otros.
Si, como lo mostró Foucault, el biopoder y sus técnicas crearon los instrumentos para la inserción “controlada de los cuerpos en el aparato de producción mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos”, esta forma epidemiológica en que ahora se ampara intenta generar un control más terrible. Al instalarse el terror en el núcleo de la persona, el control ya no lo ejercería alguien que está afuera, sino los individuos mismos. De llegarse a instalar plenamente en la psique de los hombres, ellos mismos se encargarían de operar los controles de calidad para que el aparato productivo se mantenga en marcha. Nada humano entre nosotros. Sólo medidas de control sanitario y técnico que nos permitan producir y creer que vivimos. Sacrifiquemos, dice el biopoder, el último reducto de nuestra libertad: nuestra relación humana, en nombre de la vida productiva. Instalemos la enfermedad y la muerte entre nosotros para vivir como estructuras tan técnicas como neutras y controladas que de todas formas terminarán por morir, pero ahora de manera administrada.
Lo que la Iglesia hizo al condenar la carne como fuente del mal, el argumento científico sobre el que se articula hoy el biopoder lo está llevando por territorios tan insospechados como infernales. La carne ya no es para el biopoder la expresión de un daño moral, sino la fuente del mal mismo. Lo que nos constituye como humanos, nuestra realidad de seres encarnados, es la transmisibilidad del mal.
La única manera de resistirlo es, como hasta ahora lo ha hecho la mayoría de la población, negarse a aceptarlo. No se trata de negar la existencia del virus –hay miles de ellos que el biopoder no ha usado para fines de control–, sino de vivir. Vivir mata. Es la condición de la libertad y de la vida, la condición de estar con otros, de sentirnos, de alegrarnos, de aventurarnos, de sabernos finitos y llenos de esperanza. Lo demás es la expectativa, el control, la reducción administrada de la vida, la sospecha de lo humano, su reducción a un sistema y a un proceso económico neutro, higiénico y operativo, que es la única y verdadera muerte.
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