LP. David Manzanas*, España

“Pobreza” no sólo significa bajos ingresos y un bajo nivel de consumo. Pobreza significa hambre, desnutrición, mala salud, alta tasa de mortalidad, ausencia de esperanza en un futuro y miedo al presente. Y los datos de nuestro mundo son terribles: según la ONU, casi la mitad de la población mundial sufre carencias nutricionales, y cada año mueren de hambre entre 14 y 18 millones de personas (es decir, cada año muere de hambre la población de 20 ciudades como Valencia); cerca de 6 millones de niños mueren por enfermedades que podían evitarse mediante vacunas o tratamientos sencillos, pero que no llegan a las regiones o países en los que viven (si en España se dieran las mismas tasas de mortalidad infantil, morirían dos de cada tres niños menores de ocho años).

En España se calcula que unos 300.000 hogares viven en lo que se conoce como “pobreza severa”, es decir, aquellos que viven con menos del 25% de la Renta media disponible en el país (Rmd). De ellas, casi la tercera parte viven en la “pobreza extrema”, es decir, con menos del 15% de la Rmd. Y, a pesar de estos datos, un estudio de Unicef coloca a España entre los cinco países, junto a Grecia, Irlanda, Italia y Portugal, que menor presupuesto dedica a gasto social y a programas de protección a familias con bajos ingresos económicos.

Ante realidades como estas, siempre cabe el recurso de la huida, de la escapatoria, de hacer a Dios responsable último de estas desgracias e intentar “consolarse” con pensamientos del tipo “¿Qué le vamos a hacer? ¡Dios así lo ha querido!” o “siempre ha habido pobres y ricos, ¡resignación!” Frente a pensamientos de esta índole hay que hacer unas cuantas afirmaciones absolutas. La primera es que la pobreza, desde la perspectiva cristiana, no es la voluntad de Dios, no forma parte de su plan de la creación. Los capítulos 1 y 2 del libro del Génesis así lo revelan, y enseñan que Dios, en la creación, dio al ser humano la libertad de administrar lo creado, y con el privilegio de la libertad, también le otorgó la responsabilidad de hacerlo con justicia y equidad. La pobreza es, pues, para la fe cristiana, la consecuencia radical de la injusta administración, por parte del ser humano, de la creación.

La segunda afirmación es que si la pobreza no es parte del plan de Dios para la creación, no podemos aceptarla como inevitable, como una realidad consustancial con la creación, sino que se trata de algo contra lo que hay que luchar, una realidad que hay que erradicar.

La realidad es que nunca como ahora la humanidad ha tenido la capacidad tecnológica y económica para erradicar la pobreza. En el presente no se trata, pues, de un problema económico, o al menos no de un problema de incapacidad económica, sino de un problema de prioridades y de intereses. Y por lo tanto, para el creyente cristiano se trata de un problema de coherencia de fe.

La tercera afirmación tiene que ver con el compromiso personal y la capacidad de acción de cada uno de nosotros. Sería muy fácil alejar de nosotros la responsabilidad de la pobreza de nuestro entorno. Pretender que la pobreza es un problema únicamente de gobiernos y de organismos internacionales sería falsear la realidad y desoír la llamada evangélica a asumir el protagonismo que todos hemos recibido en nuestra doble vertiente individual y colectiva. La exigencia de responsabilidades únicamente se puede hacer desde una postura personal de coherencia, desde un compromiso ético personal que no solo aporte credibilidad a la exigencia, sino también legitimidad. La radicalidad del compromiso personal es una de constantes en la enseñanza bíblica. Un ejemplo tomado del relato de los evangelios puede ilustrar esta afirmación. Los discípulos de Jesús, cuando vieron la gran multitud que acudió a escuchar al Maestro, y tomaron conciencia de que esos miles tenían hambre, intentaron quitarse el problema de encima. Pero Jesús les hace ver la responsabilidad que tienen delante de los que pasan hambre; más aún, les muestra la necesidad de implicarse activamente, desde la confianza, en los planes de Dios. En este relato de la multiplicación de los panes y los peces, lo importante no es tanto mostrar el poder de Dios para multiplicar lo poco y obtener mucho. Si fuera así, el evangelio estaría presentando a Jesús como uno más de los magos que por allí pululaban. Lo que el evangelio quiere presentar es la necesidad de la implicación colectiva e individual en los planes de Dios, la exigencia del compromiso, personal y colectivo, en ese plan de Dios. De esa forma, cuando lo poco no es impedimento para compartir y se pone en las manos de Dios, todos pueden comer en abundancia, y aún sobra. No importa que la aportación de cada uno sea poca cosa (en el relato del evangelio solo se trata de cinco panes y dos peces, que ante las miles de bocas hambrientas es, evidentemente, una cantidad ridícula), lo que verdaderamente importa es la convicción de sentirse implicado en la acción de Dios, de ser partícipe en sus planes, de ser agente activo en la construcción de su Reino. Ningún gesto es estéril, por pequeño que parezca, si es compartido con la radicalidad manifestada en el relato evangélico. En este sentido, el número de peces y panes es irrelevante, lo que sí es importante es que esos panes y peces constituían todo lo que aquel muchacho tenía, todo lo que los discípulos habían logrado reunir. La misma idea de que no importa el monto de la ofrenda, sino la radicalidad de la entrega, se transmite en la reacción de Jesús ante la ofrenda de la viuda pobre. (Mc 12:41-44; Lc 12:1-3).

¿Cuantos de los que se manifiestan contra la pobreza, o de los que firman manifiestos contra el hambre, están dispuestos a reducir su nivel de consumo o a rebajar sus exigencias de confort? El tomar conciencia de la responsabilidad que como personas e individuos tenemos ante los acontecimientos de nuestro entorno es fundamental a la hora de plantearse un cambio de la situación de nuestro mundo. Es importante exigir a los Estados el cumplimiento de sus compromisos internacionales; es importante exigir el aumento de las AOD (Ayuda Oficial al Desarrollo); la reducción, o incluso la condonación, de la Deuda Externa de los países pobres; o la mejora de las normas internacionales de comercio, con la toma de medidas que favorezcan las transacciones con los países pobres o la implantación de la conocida como “Tasa Tobit” para redistribuir la riqueza de manera más justa y equitativa. Sí, la exigencia a los mandatarios de adoptar medidas en esa línea es importante, pero sin olvidar la exigencia personal que, desde el evangelio, se nos hace a todos los que nos llamamos creyentes en Cristo Jesús. Y esa exigencia personal se traduce en compromisos y actitudes cotidianas de contención de nuestro consumo, haciendo renuncias conscientes y reflexionadas; se traduce en actitudes y compromisos de moderación de nuestras exigencias de confort, abandonando las actitudes de “yo puedo permitírmelo”. Se traduce, en suma, en una nueva comprensión de nuestro papel como “administradores de bienes” y no tanto como “poseedores de bienes”. Así lo pidió Jesús en su encuentro con el conocido como “joven rico” (Mt19:16ss), y así fue entendido por los primeros cristianos según nos lo relata el libro de los Hechos (Hch 4:32ss).

La importancia del compromiso personal en la erradicación de la pobreza, de aquellos que nos declaramos creyentes en el Dios revelado por Jesús de Nazaret, es fundamental; compromiso que ha de llevarnos de las actitudes de lamento al convencimiento de que podemos entregar nuestros “cinco panes y dos peces” con la confianza de que no será una entrega estéril ni inútil, ni tampoco un ejercicio de “fanatismo religioso” o de “purismo moral”, sino actos de esperanza y transformación personal y colectiva.

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