LP. Eduardo Delás Segura

Etimológicamente, la palabra “Corrupción” viene del Latín Corrumpere que significa “sobornar”, “falsificar”, “dañar”, “echar a perder”. Está formada por dos raíces latinas Cor y Rumpere que significan Corazón y Romper. Es decir que Corrumpere significaba, para los romanos, romper desde adentro, lo que significa “romper el corazón”.

La palabra “Justicia”, en su origen, tiene que ver con “lo que se hace conforme a derecho”, sin importar quien la ejerce ni a quien se aplica. Por eso, se dice que la justicia es “ciega” (para todos igual) y aparece representada con la imagen de una mujer con una balanza en una mano, una espada en la otra y los ojos vendados, simbolizando que su autoridad es para todos y para todos la misma, sin distinciones.

Así es, pero de verdad y sin fisuras, la justicia de Dios. La práctica del derecho y la verdad sin favoritismos, sin preferencias, de manera imparcial, desde la equidad, la rectitud, la igualdad, la ecuanimidad del único que es así en su carácter y en sus hechos: El Dios Creador. La justicia es el amor que corrige todo lo que va contra el amor.

Cuando pensamos en abordar el tema de la corrupción humana frente a la justicia de Dios, hay algunas premisas erróneas que es preciso evitar:

La de pensar que éste es un tema que la Biblia no trata. Por tanto, hay que guardar silencio sobre él. No hay nada que decir.
La de pensar que, en todo caso lo que las Escrituras dicen tiene que ver exclusivamente con el pueblo de Dios.
La de tratar los temas de la corrupción y la justicia de Dios espiritualizándolos, es decir, manejándolos de tal modo que sólo percibamos en ellos una dimensión “religiosa”, “piadosa” y abstracta, ajena a las realidades sociales, políticas y económicas que nos rodean.

Estas tres premisas son rigurosamente falsas.

En primer lugar, porque las Escrituras no silencian en ninguna parte la corrupción espiritual, moral, política, económica y social de los hombres, por la sencilla razón de que la condición humana es de una sola pieza y en la vida todo importa todo. Así es como Dios piensa, habla y actúa.

En segundo lugar, porque no es cierto (como veremos) que la Palabra de Dios se dirija exclusivamente al pueblo de Dios. Hay muchas naciones en los libros de los profetas a quienes el mensaje/denuncia de Dios llega de un modo claro y contundente.

En tercer lugar, la corrupción y la justicia de Dios poseen una dimensión personal, social, política y económica tan clara y contundente, que por hablar de ellas, denunciando la perversión y las tramas del sistema y defendiendo el derecho, la verdad y la transparencia, los profetas y el mismo Señor Jesucristo estuvieron dispuestos a jugarse su prestigio, su reputación y hasta su propia vida. Por tanto, allí donde el Señor se comprometió con todas sus consecuencias con la justicia, la iglesia no puede callar porque el suyo sería un silencio culpable.

¿Cómo actúa la justicia de Dios frente a la corrupción de los hombres?

La justicia de Dios denuncia la corrupción en todas sus dimensiones:

Violación de los derechos humanos

Amós 1:6-7,11  “Esto es lo que dice el Señor. Son tantos los delitos de Gaza que no los dejaré sin castigo. Por haber deportado a poblaciones enteras entregándoselas a Edom… Son tantos los delitos de Edom que no los dejaré sin castigo… por perseguir a su hermano y no haber tenido compasión manteniendo un odio implacable y perpetuo…”

El mensaje profético de Dios a través de Amós, lanza una mirada que pone al descubierto la corrupción de naciones en forma de violencia, crueldad, venganza, odio, tortura, deportaciones masivas de gentes pobres que no tienen dónde ir y son entregados como mercancía a otros países porque nadie les quiere. La ruptura de pactos internacionales[1], el pisoteo de los derechos humanos más elementales y la espiral de violencia sin medida parecen confirmar que la maldad no tiene fin.

Leyendo el profeta Amós, que vivió en el siglo VIII a. de C. tiene uno la impresión de que le están describiendo el relato de nuestros días: Deportaciones masivas, limpiezas étnicas, transgresión del derecho internacional, destrucción de pueblos que parecen no importar a nadie y guerras entre países hermanos sólo justificadas por intereses económicos de terceros.

¿Es ésta la civilización capaz de construir un mundo mejor?

¿O es el mundo de la barbarie, los abusos y atropellos, la corrupción y el desprecio de los derechos humanos?

Dios no es indiferente a todas estas contradicciones y miserias y denuncia la perversión de las naciones. ¡No prosperarán!

La perversión del derecho por parte de los poderosos

Amós 2:6-8; 4:1-2; 5:7-12 “… Venden al inocente por dinero, al pobre por un par de sandalias; aplastan contra el polvo al desvalido y no imparten justicia al indefenso… sobre ropas tomadas en prenda beben en el templo de su Dios vino comprado con multas injustas… oprimís a los pobres, maltratáis a los necesitados… Hay de los que cambian el derecho en amargura y arrastran por tierra la justicia… odian a quien pide un juicio justo y detestan al que testifica con verdad… aplastáis al inocente, aceptáis sobornos, atropelláis al desvalido en el tribunal”.

Una mirada cuidadosa al mundo que le rodea, lleva a Amós a denunciar la corrupción y la injusticia, no como una excepción que confirma la regla, sino como una regla, como una constante que se viene repitiendo de manera escandalosa por parte de los que más pueden y más tienen hacia los más débiles y los más pobres. Los grandes y poderosos son dueños de la institución judicial sobornando a los jueces para ganar los pleitos silenciando testigos y pisoteando el derecho de los demás, que acaban creyendo que la justicia es para los que pueden “pagarla”.

El Dios en el que creen los cristianos no está en “las nubes” sentado en una hamaca. Le importan las cosas de aquí abajo[2] y no calla, no vuelve la mirada, ni tapa sus oídos ante las injusticias y la corrupción porque jamás ha sido, ni será cómplice de ellas. El Dios de la Biblia desnuda las tramas de un sistema corrupto y perverso sin ningún miramiento, porque pisotea sin compasión los derechos humanos y aplasta a los últimos. Por tanto, ni la corrupción, ni la perversión del derecho, ni la práctica de la injusticia y las desigualdades sociales podrán ser jamás amparadas y legitimadas en su nombre.

La insaciable codicia de “los amos” del sistema

Amós 3:10; Miq. 3:1-2; 6:9-11; Is. 5:8, 20-21 “No saben obrar con rectitud, sus palacios están repletos del fruto de su violencia… Odiáis el bien y amáis el mal, arrancáis la piel a la gente y dejáis sus huesos al desnudo… ¿Voy a seguir soportando vuestra maldad y el que os hayáis enriquecido inicuamente…? ¿Voy a dar por buenas las balanza trucadas o la bolsa llena de pesas engañosas… ¡Ay de los que especulan con casas y juntan campo con campo hasta no dejar ya espacio y ocupar solos el país!

De la responsabilidad se ha hecho poder. Del puesto ocupado, prepotencia. De la autoridad, abuso. Del dinero, compra de influencias (clientelismo). Quieren ser los dueños de todo. Hoy diríamos que esos desmanes se encuentran en manos de los que pretenden poseer el monopolio de la política, la economía y las entidades financieras y los medios de comunicación ¿Están hablando los profetas de su mundo, del nuestro, o de todos los mundos posibles instalados en la corrupción, que han olvidado, pisoteado y anulado la justicia de Dios y, por tanto, la justicia social?

El problema último del hombre no es sólo que no practique la justicia. El problema fundamental es de carácter antropológico: Su corazón es injusto, tiende al mal, es perverso.

Jer. 17:9 “Engañoso es el corazón, más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?”.

El ser humano no sólo hace el mal, sino que además está herido en su centro más personal, es un ser deficitario de justicia propia y abriga un potencial de maldad absolutamente incalculable.

¿Hay alguien en este mundo capaz de encarnar la justicia de Dios, en su vida y en sus obras?

La respuesta a esta pregunta es sí: Jesús de Nazaret.

Lc. 4:16-19 Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; A predicar el año agradable del Señor”.

Jesús nos habló con su vida, con sus palabras y con sus obras:

De la justicia, del amor, de la profunda sensibilidad de un Dios a quien le importa el sufrimiento de las personas en este mundo:

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4)

De un Dios que se compromete a favor de la verdad, del derecho, de la igualdad y en contra de los abusos hacia los más vulnerables:

“Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de os cielos” (Mateo 5:3)

De un Dios distinto del dios/ídolo legitimador de sistemas socio-políticos y económicos perversos e impresentables que pisotean los derechos, excluyendo, marginando y empobreciendo a los últimos, a los más pobres:

“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas”.

Las riquezas son un “dios” extraordinariamente seductor que reclama en su altar pleitesía única y absoluta.

De un Dios que denunció la condición del corazón humano sin trapos calientes y con palabras demoledoras:

“Nada hay fuera del hombre que entre en él que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre”. Si alguno tiene oídos para oír, oiga. (Mr. 7:15-16).

Pero nosotros no quisimos escuchar del Dios hecho hombre la denuncia ensordecedora de nuestras injusticias y pecados, de tal modo que nos descarriamos, cada cual se apartó por su camino, nos resistimos a la voz de Dios, la negamos y amordazamos hasta el punto de que fuimos capaces de silenciarle crucificándole en el calvario. Pero la muerte no le retuvo. Jesús venció con su resurrección a todos los poderes que en este mundo pretendieron someterlo y silenciarlo. Y, hoy, aquí y ahora, su justicia se levanta contra toda la corrupción e injusticia del corazón humano con estas palabras:

Rom. 3:10-12; 5:6-8; Is. 53:5-6; 2ª Co. 5:21 “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una de hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno…. Mas Dios muestra su amor para con nosotros en que siendo aun pecadores, Cristo murió por nosotros … Mas él , herido fue por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él y por su llaga fuimos nosotros curados… Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.

Para él las heridas, para nosotros la paz. Para él las llagas, para nosotros la curación. Para que, como dice la Escritura:

“Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom. 10:9)

Este es el evangelio que, aún por encima de nuestra corrupción moral y la injusticia que nos habita, ofrece vida, justicia y salvación aquí, ahora y por toda la eternidad.

Referencias

[1] José Luis Elorza. Drama y Esperanza. Un Dios desconcertante y fiable. Frontera. 2006. 37
[2] Ibid 37

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