LP. Máximo García Ruiz, España

Coinciden políticos y académicos, futbolistas y gurús de tertulias, amas de casa y economistas de postín en afirmar que las cosas son como son. Un fatalismo derrotista con el que pretenden justificarse los errores y fracasos, las cobardías e incapacidades de unos y de otros. Porque las cosas no son como son, son como somos. Las “cosas”, cualquiera sea su origen y carácter, son alterables, pueden transformarse, son susceptibles de modificación.

Es nuestra falta de perspectiva, nuestra incapacidad para hacer frente a los desvíos en su génesis, nuestra impericia ante las demandas de intervención oportuna cuando aún hay visos de solución, nuestra holganza cuando el esfuerzo se nos antoja excesivo, lo que produce una especie de catarsis que nos sitúa en el limbo insustancial del conformismo estéril, dejándonos arrastrar por el desaliento hasta abdicar de nuestro deber de lucha o doblegar nuestra voluntad, nuestra autonomía, nuestras ganas de ser lo que estamos llamados a ser o de hacer aquello para lo que nos sentimos destinados. Entonces sí, entonces las cosas terminan siendo como son, como si de un sinapismo inevitable se tratara.

Las cosas en algunas de las iglesias que conforman el ya extenso y multiforme mapa del Protestantismo en España están siendo como son y no como deberían ser. En ellas se ha inoculado el que podríamos denominar virus ameba que hace que se produzca un crecimiento geométrico, por partición, de nuevas “iglesias”, producto de enfrentamientos personales o ambiciones desmedidas que ninguna institución seria acredita porque son fruto de pasiones sectarias y “pastores” (“profetas”, “ancianos”, “líderes”, “apóstoles”, “¿obispos?”), que ni buscan ni echan de menos “la diestra de compañerismo” de quienes vienen ejerciendo con toda dignidad y acreditación el noble ejercicio del ministerio pastoral. Tal vez son conscientes, aunque sea de forma confusa, de su arrivismo, de su carencia de la necesaria formación teológica y la ausencia del reconocimiento institucional; o por todo lo contrario, por soberbia irracional en algunos casos, por lo que su único recurso es actuar de francotiradores, uniéndose entre sí, formando a veces agrupaciones de pseudo-pastores y sectas más o menos afines o, en otras ocasiones, introduciéndose en iglesias y denominaciones ya existentes, saltando portillos o forzando cercas institucionales, elevando de esta forma el sectarismo y el intrusismo al noble rango de Iglesia protestante o Pastor evangélico.

Ni los Consejos Evangélicos ni la FEREDE, así como las propias iglesias sólidamente establecidas con historia centenaria, parecen estar en condiciones de poner freno a esta situación, porque actúan de buena fe, a impulsos de su inveterado principio de fomentar y defender la libertad religiosa para todos (vocación realmente loable que nunca deberían perder). Ejercitan, por otra parte, la discutible práctica de aceptar en su seno a cualquier grupo de personas que se denomine a sí mismo “iglesia evangélica” y se constituya como tal, registrándose en el Ministerio de Justicia; iglesias que a su vez gozan de plena libertad para nombrar tantos pastores o ministros de culto como estimen pertinente al margen de cualquier patrón referencial que, automáticamente, van a ser reconocidos no solamente por el Ministerio de Justicia sino por las propias entidades evangélicas, por aquello del respeto a la autonomía de la iglesia local. En resumen, la pescadilla que se muerde la cola.

Así, pues, las cosas son como somos. Todavía viven, para escarnio propio, seguramente cerrando los ojos para no morirse de vergüenza, algunos herederos directos de aquellos pioneros del último tercio del siglo XIX y principios del XX que soñaban con tener una Iglesia Reformada Española; de aquellos líderes que lucharon en tiempos de dura persecución por abrir instituciones teológicas para formar a los pastores, bien fuera en el sur de Francia o Suiza, o los intentos no consolidados en Sevilla y Zaragoza, o el fructífero Instituto en el Puerto de Santa María, o en Madrid, en Barcelona, en Valdepeñas… Todas las denominaciones históricas pusieron un gran empeño en formar teológicamente a sus pastores que, naturalmente, eran posteriormente reconocidos, ordenados y encomendados al ministerio pastoral. Y a todos ellos se extendía por sus predecesores la diestra de compañerismo, reconociéndoles como colegas. En todos ellos era respetado el estatus de pastor. Y fueron estos pastores acreditados, comprometidos con las libertades y el Evangelio, los que dieron prestigio al Protestantismo en la época de la República y los que lograron hacer emerger a las iglesias en la época más represiva de la Dictadura, mostrando un movimiento religioso serio, unido, responsable, consecuente, aunque minoritario; fueron ellos los que crearon la Comisión de Defensa Evangélica para presentarse ante el Gobierno y no solamente dialogar y resolver problemas de las iglesias, sino exigir la instauración de la libertad religiosa en España para todos.

Ciertamente, las cosas son como somos. Poco a poco va diluyéndose nuestra identidad, no solamente como protestantes españoles, sino la referida a las propias denominaciones. Nos movemos en una especie de tierras pantanosas en las que ya no sabemos a ciencia cierta de dónde venimos ni a dónde nos dirigimos. Incluso en la nomenclatura. Aquellos nombres de Iglesia de los Mártires, Iglesia Cristiana Reformada, Iglesia del Salvador, Iglesia de la Trinidad, Iglesia de la Buena Nueva, Iglesia de San Pablo o, simplemente, Iglesia Cristiana o Iglesia Evangélica, o Bautista, o de Hermanos, etc., según el caso, nombres tan entrañables e históricamente cristianos y protestantes, se han convertido ahora en denominaciones que no queremos repetir aquí porque no pretendemos señalar ni molestar a ninguna de ellas en particular, tan lejanos a la cultura española; nuestros avispados lectores pueden investigar por sí mismos para comprobar el alcance de lo que estamos señalando.

Las cosas son como somos, claro, también en el umbrío terreno teológico. Dada la ausencia de formación teológica en tantos “dirigentes” de “congregaciones”, que han sido designados a dedo porque pasaban por allí, las aberraciones, herejías y barbaridades que se predican y se cantan (¡ojo! con la letra de las canciones) toma tal dimensión, que requeriría todo un Concilio de Nicea (o tal vez de Trento, por acción uno, por reacción, el otro) para redefinir la llamada teología protestante. Cualquier ignorante iluminado puede levantarse en una reunión de “ministros” o en medio de su propia congregación y lanzar un “me ha dicho Dios” y, a partir de ahí, soltar profecías, definiciones dogmáticas, controles morales o predicciones de orden político o de cualquier otra índole, que ni el ínclito fray Gerundio de Campazas se atrevería a tanto. Obviamente, el Espíritu Santo guía a su Iglesia, pero nadie tiene derecho a manipular y servirse del Espíritu Santo.

En fin, las cosas son como son, pero podrían ser de otra manera. No se si tendrá que ser la FEREDE, o la Alianza Evangélica Española, o un Congreso Evangélico (todavía está muy reciente el último, ¡gran oportunidad perdida!) en el que estén presentes y participen todos los que tienen que estar, pero en algún momento será necesario pararse en el camino y definir cómo son las cosas, cómo somos nosotros, cómo deberían o cómo deberíamos ser y qué es preciso hacer para que siendo como somos, las iglesias respondan fielmente a los signos distintivos de la suma de reformas (Magisterial y Radical), a nuestra propia historia e idiosincrasia y a los retos que marca el siglo XXI.

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