Juan Stam

Este capítulo es sumamente fuerte y, para Juan y las iglesias, muy peligroso. En un discurso casi exclusivamente económico y político, Juan se declara, sin tapujos y sin ambages, enemigo del imperio romano. Emplea todo el arsenal del género apocalíptico para denunciar a la gran Babilonia: el oráculo profético, la sátira, la canción de protesta y la celebración himnódica de la ruina del imperio. Lo más atrevido fue invitar a los lectores a celebrar jubilosos la futura destrucción del imperio y su capital.

Si Juan hubiera escrito este capítulo hoy, sin duda lo habrían tildado de extremista, subversivo, prejuiciado y a a lo mejor de amargado. Objetivamente visto, el imperio romano ofrecía grandes beneficios a sus ciudadanos (claro, para los esclavos y no-ciudadanos era un cuento muy diferente, pero estamos hablando de la gente importante, la gente con status social, no los negros e indígenas). Sin duda, los sociólogos y economistas del imperio podrían sacar impresionantes estadísticas «per cápita» para mostrar que, en general, la población (los ciudadanos) estaban bastante bien. ¿Por qué tenía que ser tan anti-patriótico Juan de Patmos?

El ojo profético de Juan le revelaba una realidad muy diferente al consenso de su época, de la «opinión pública» prevaleciente. Juan no podía contemplar el imperio objetivamente, como si él fuera neutral. Juan tenía muchos y grandes prejuicios — contra el imperio, a favor de los pobres, a favor del reino de Dios y su justicia. ¡Benditos prejuicios! Con esas convicciones, su agudo análisis de la realidad lo hizo un inconforme incurable y un desadaptado social. Como profeta no podría ser otra cosa.

Los profetas y profetisas son personas que han visto a Dios y a la vez están viendo a la realidad del mundo. En Apocalipsis 4-5 Juan está en el cielo, con una visión de Dios y su trono, escuchando las alabanzas de millones de ángeles. Pero en seguida, con la visión de los jinetes, Juan levanta su voz de protesta profética contra el imperio con su militarismo (caballo rojo), injusticia económica (caballo negro), epidemias (caballo amarillo), persecución (quinto sello) y sus estructuras de poder y estratificación social (sexto sello; Ap 6:15-17). Juan oye los cánticos celestiales pero oye también el clamor de las víctimas del imperio.

Ser profeta tiene dos dimensiones, una vertical y una horizontal, por decirlo así. El profeta ha estado con Dios, ha visto a Dios y conoce a Dios íntimamente, y ve todo desde la perspectiva de Dios. Pero el profeta también vive cerca de su pueblo y ve su realidad. Ambas dimensiones son esenciales. Si sólo ve a Dios, puede ser un místico pero no un profeta. Si sólo ve al mundo, puede ser un sociólogo o un economista, pero tampoco un profeta. El profeta Elías nos da un ejemplo de esta profecía comprometida. Era varón santo, portador del Espíritu y hombre de oración, pero para traer vida al hijo de la sunamita tuvo que subir y extenderse, en contacto chocante y peligroso, sobre el cadáver del niño (2 R 4:32-36; cf. 1 R 17:21). El profeta vive en contacto íntimo con Dios y en contacto con el pueblo, con todos los riesgos correspondientes.

Los profetas tenían (y tienen) el gran problema de realmente creer en Dios, y realmente amar al prójimo y a la justicia (Jer 50:25,31,34; cf. Ap 18:8). Tienen el problema muy incómodo de haber visto al Señor y haber escuchado su voz. Eso no les ayudaba a adaptarse a la sociedad como personas normales y tranquilas. Después de un encuentro con Dios, nadie puede seguir siendo conformista. «Al encontrarme con tus palabras», dice Jeremías (15:16-17), «yo las devoraba, ellas eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu nombre… He vivido solo, porque tu estás conmigo y me has llenado de indignación». Esa paradójica mezcla de deleite y furia es lo que mueve a los profetas.

Los profetas no eran profetas porque ellos querían serlo, sino porque sabían que Dios les había llamado para hablar en su nombre. No escogieron ser profetas; Dios los obligó, contra su propia voluntad. «El Espíritu me levantó y se apoderó de mí, y me fui amargado y enardecido, mientras la mano del Señor me sujetaba con fuerza» (Ez 3:14). Son conocidas las palabras de Amós: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta… Pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: ‘Ve y profetisa a mi pueblo Israel'» (7:14-15). Isaías relata en términos poderosamente dramáticos su propio llamado al ministerio profético (Is 6:1-13) y lo vuelve a describir más adelante:

El Señor me llamó antes de que yo naciera,
en el vientre de mi madre pronunció mi nombre.
Hizo mi boca una espada afilada…
me convirtió en una flecha pulida
(Is 49:1-2)

Jeremías, el profeta angustiado y lloroso, era profeta a pesar suyo. Fue tan amarga su experiencia profética que dijo que lamentaba haber nacido (15.10; 20:14-15), pues nació para ser «hombre de contiendas y disputas contra las naciones. No he prestado ni me han prestado, pero todos me maldicen» (15:10). Acusó a Dios de haberlo seducido y forzado a ser profeta contra su voluntad (20:7). Ahora, todo el mundo se burla de él, por lo que «la palabra de Yahvéh no deja de ser para mí un oprobio y una burla» (20:8). Pero a pesar de todos los pesares, Jeremías no puede callarse:

Si digo: «No me acordaré más de él,
ni hablaré más en su nombre»,
entonces su palabra en mi interior
se vuelve un fuego ardiente
que me cala hasta los huesos.
He hecho todo lo posible por contenerlo,
pero ya no puedo más
(20:9)

¿No es acaso mi palabra como fuego,
como martillo que pulveriza la roca?
(23:29)

Los profetas no podían callarse, porque la Palabra de Dios los consumía. En ellos había nacido un imperativo ineludible de levantar su voz. Un cántico cristiano, que se llama «el profeta», capta la poderosa urgencia de la palabra profética:

Antes que te formaras
dentro del vientre de tu madre,
antes que tú nacieras
te conocía y te consagré.
Para ser mi profeta
de las naciones yo te escogí:
irás donde te envíe,
y lo que te mande proclamarás.

Estribillo:
Tengo que gritar,
tengo que arriesgar,
¡ay de mí si no lo hago!
¿Cómo escapar de tí?
¿Cómo no hablar
si tu voz me quema dentro?
Tengo que andar,
tengo que luchar,
¡Ay de mi si no lo hago!
¿Cómo escapar de tí?
¿Cómo no hablar
si tu voz me quema dentro?

No temas arriesgarte
Porque contigo yo estaré;
no temas anunciarme
porque en tu boca yo hablaré.
Te encargo hoy mi pueblo
para arrancar y derribar,
para edificar,
destruirás y plantarás.

Deja a tus hermanos.
deja a tu padre y a tu madre,
abandona tu casa
porque la tierra gritando está.
Nada traigas contigo,
porque a tu lado yo estaré;
es hora de luchar
porque mi pueblo sufriendo está.

1 Comentario

  1. Midori dice:

    Gracias por cmaaprtir este mensaje de edificacion para el cuerpo de Cristo.

Ingresa aquí tus comentarios