LupaProtestante

MEMORIA HISTÓRICA

Enric Capó, España

La memoria histórica no es sólo la Ley que estos días se tramita en el Congreso de los Diputados. Nuestra memoria va mucho más allá e incluye todos los recuerdos personales y colectivos que, durante todos estos años, hemos guardado y conservado en nuestra intimidad, casi sin atrevernos a expresarlos abiertamente. Nuestra guerra civil era un tema casi prohibido. Fue un tiempo tan horroroso que preferíamos obviarlo, dejarlo de lado; agarrarnos al espíritu de la transición y actuar mirando sólo al futuro. Pero, como dijera Winston Churchill, el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla, por lo que el recuerdo de la cruda realidad que la Ley trae a nuestro presente, puede que sea positivo. «No seria bueno -decía una instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal Española- que la guerra civil se convirtiese en un asunto del que no se pueda hablar con libertad y objetividad. Los españoles necesitamos saber con serenidad lo que verdaderamente ocurrió en aquellos años de amargo recuerdo». La Memoria histórica nos invita a hacerlo así, pero al recordar este penoso pasado, hemos de tener en nuestra mente y en nuestro corazón un espíritu de reconciliación y de perdón. Usemos el recuerdo del pasado, no para acusar, sino para evitar los fatales errores que entonces se cometieron y pongamos todo nuestro empeño en evitar la reconstrucción de las dos Españas, si es que alguna vez existieron. La confrontación política actual entre derechas e izquierdas nos trae amargos recuerdos y nos mete el miedo en el cuerpo. Cosas tan simples y con tan poca significación real como la quema de fotografías del rey, o los discursos incendiarios de la extrema derecha, adquieren proporciones gigantescas en el contexto del miedo a que la historia se repita.

Mi memoria personal me acerca a un tiempo de represión política y religiosa en el que un niño de 9 años vivió, en el seno de una familia pastoral protestante, el miedo a perder a su padre, convocado una y otra vez, en el Año de la Victoria, a la comisaría donde querían encontrar motivos para condenarlo, y unos años de incertidumbre en los que ser protestante significaba estar en el mismo dossier de comunistas y masones, siempre sujetos a las arbitrarias decisiones policiales. El templo, clausurado; el culto, prohibido; las reuniones religiosas, clandestinas en casas particulares, con puertas y ventanas cerradas, etc. Mi memoria histórica es una herencia de miedo a las autoridades franquistas. Es la herencia de los protestantes que, por el sólo hecho de serlo, fueron discriminados, perseguidos, incluso algunos encarcelados y asesinados (véase el artículo de Pablo García en Lupa Protestante). La guerra, en palabras del arzobispo Pla y Denial, de infausta memoria, era, para los llamados nacionales, «una cruzada por Dios y por España» y en ella no cabíamos los protestantes que no sólo no éramos católicos, sino que éramos acusados de ser malos españoles. Los buenos españoles eran católicos y de derechas.

No hemos de olvidar que también forman parte de la Memoria Histórica los 498 «martires» de la «cruzada» que van a ser beatificados en Roma y muchos más que murieron a manos de la izquierda. La Iglesia Católica fue parte activa en esta confrontación civil y lo fue como víctima, pero también como verdugo. Como víctima merece todo nuestra consideración. Entre las 6.832 víctimas que se contabilizaron, entre clero secular, religiosos y religiosas, sin duda hubo muchos inocentes que fueron asesinados sólo por el hecho de participar de la misma fe de los sublevados. A estos habría que añadir los que murieron a manos de sus propios correligionarios, por no compartir su idea de España. Puede que sea comprensible el reconocimiento que les otorga la iglesia al beatificarlos, más allá de si merecen o no el título de mártires, aunque parece que entre ellos no hay ninguno de los que se mantuvieron fieles al gobierno legalmente constituido. ¿No es esto una discriminación inaccepable?

El papel que la Iglesia jugó en el conflicto debería llevarla a evitar hacer distinciones entre los que murieron a manos de los unos o de los otros. Dicen los obispos que en esta beatificación no hay ninguna intencionalidad política, pero sí la hay. Honrar a los propios, pueda que sea aceptable, pero debería ir acompañado de un acto de contrición por los errores cometidos y la extrema violencia que la más alta jerarquía de la Iglesia, con escasas y honrosas excepciones, ejerció o toleró contra los vencidos.

Si la Iglesia, como víctima, es acreedora a nuestro respeto, como verdugo debe recibir nuestra más contundente repulsa. Fue un verdugo cruel e implacable. Y no sólo durante los años de guerra, sino en la posguerra en la que unió su destino al del franquismo. Jerarcas de la Iglesia, como Pla y Deniel, los cardenales Gomá y Segura, el obispo Eijo y Garay de Madrid y tantos otros, pusieron a la iglesia a los pies de Franco. Es bochornoso ver las fotografías de Franco entrando bajo palio en la catedral de Burgos en una fecha ya tan alejada del conflicto bélico como la de1961. Incluso dolida por sus víctimas, la Iglesia debería, en esta Memoria Histórica, tener un recuerdo hacia los miles y miles de inocentes que ella, de una forma o de otra, llevó a la muerte. Un recuerdo y un reconocimiento de culpa. Pedir perdón por los errores cometidos, engrandece al que lo hace.

No sé si los protestantes hemos de callar o hemos de decir algo. Parece claro que los protestantes en aquel tiempo estábamos con la izquierda, aunque nunca participamos activamente en la contienda. La derecha, mediatizada por la Iglesia Católica, siempre nos marginó, cuando no nos persiguió abiertamente. Los únicos períodos de libertad de que disfrutamos fueron bajo gobiernos de la izquierda, tanto en la primera como en la segunda república. En el franquismo tuvimos las iglesias cerradas y clausuradas hasta la publicación del Fuero de los Españoles (1945), que entreabrió la puerta a la existencia de iglesias disidentes y al «ejercicio privado del culto», pero no fue hasta 1967 en que se habló tímidamente de libertad religiosa en la Ley reguladora del derecho civil a la libertad religiosa, una ley tan restrictiva que muchos protestantes se negaron a hacer uso de ella. La libertad sólo llegaría con la proclamación de la nueva Constitución y la ley de 1982 que la aplicaba.

Entre nosotros hay sin duda todavía algunos resentidos, personas doloridas por afrentas y humillaciones sufridas; pero en general hemos pasado página. Tratamos de olvidar el pasado y hemos entrado en una nueva dinámica. Nuestras relaciones actuales con la Iglesia Católica son escasas pero correctas, especialmente a nivel de pueblo de Dios, pero no ha sido posible establecer una relación oficial. Las tentativas que se han hecho en este sentido han acabado siempre en fracaso. Todavía esperamos una palabra que nos hable de errores cometidos y de voluntad de acercamiento. Todo lo ec
uménico se mueve en los márgenes y a nivel de iniciativas privadas o sectoriales. Pero seguimos adelante en nuestra voluntad ecuménica de encontrarnos reconciliados en el amor de Cristo. Estamos convencidos de que la Iglesia Católica no es sólo ni principalmente la jerarquía, sino el pueblo creyente que vive la fe a nivel de convicción personal. Con ellos podemos inaugurar una nueva andadura, no de confrontación, sino de colaboración y comunión en el cuerpo de Cristo. En esto estamos.

 

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