«El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y «natural» es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraiza ontológicamente la facultad de la acción. Dicho con otras palabras, el nacimiento de [nuevas personas] y un nuevo comienzo es la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede conferir a los asuntos humanos fe y esperanza, dos esenciales características de la existencia humana que la Antigüdad ignoró por completo, considerando el mantenimiento de la fe como una virtud muy poco común y no demasiado importante y colocando la esperanza entre los males de la ilusión en la caja de Pandora. Esa fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: » (Hannah Arendt, La codición humana, p. 330).
La tradición filosófica, por lo menos la que se relaciona con Platón, vincula de una forma bastante fuerte lo que se hace en la vida con la dignidad de la muerte. Sócrates es, sin duda, el gran ejemplo. Todo lo que dice y lo que hace queda completamente dignificado y autorizado en su muerte, como diría José Luis Pardo: «… los libros de filosofía comienzan todos ellos el mismo día, al día siguiente de la muerte de Sócrates.» (La regla del juego, p. 13). Sin embargo, Hannah Arendt hace, a este respecto, una aportación muy interesante y esperanzadora: frente a la muerte como único fin del sabio y a cuya única finalidad se encaminan sus acciones, nos encontramos con el nacimiento como principio de libertad, de reconocimiento y de incidencia en el mundo. No morimos al mundo, nacemos a él y, por tanto, podemos aportar nuestra libertad en su contínuo hacerse.
Esta idea de nacimiento, sin duda, introduce algo bastante nuevo, yo diría que incluso inédito en la perspectiva tradicional de la metafísica al uso. Frente a lo irrevocable de la muerte introduce la posibilidad de un nuevo comienzo. Esto quiere decir que no hay nada predeterminado, que no existe tal cosa como un destino trágico. Incluso el concepto hegeliano de historia cambia por completo si entendemos que esa historia, contínuamente «interrumpida» por nuevos nacimientos, por nuevas interrupciones, por nuevas irrupciones, no tiene por qué tener una conclusión: la desaparición de la historia en una síntesis final.
Por otra parte, la idea de nacimiento proporciona una concepción positiva de la materialidad, de la corporalidad. De acuerdo con la filosofía platónica, la muerte nos liberaría de un cuerpo que encarcela y aprisiona nuestro verdadero ser. Esto ha dado lugar a una idea negativa de nuestro propio cuerpo, a pesar de que es él el que nos pone contacto con el mundo. Con la noción arendtiana de nacimiento, la adquisición de cuerpo lejos de ser un encarcelamiento del alma se convierte en la única condición de posibilidad del ejercicio de la libertad. El nacimiento, es decir llegar a ser cuerpo no significa ninguna pérdida, sino antes al contrario, significa ganar la única posibilidad que se nos da de actuar, mejor dicho, de interactuar en el mundo.
Puesto que nacimiento significa irrupción, interrupción, libertad, éste también se convierte en la única posibilidad no de ser los otros/as, sino de ser distintos/as y distinguirnos de los/las demás. Esto quiere decir que la libertad deja de ser -como en las sociedades actuales- algo que sólo concierne al individuo y que se circunscribe al ámbito privado para convertirse en algo público y, por tanto, de carácter político. Pluralidad y pluralismo, por tanto, no significan lo mismo, ya que no se trata de asimilar a todo el género humano en una unidad homgénea «tolerando» ciertas privacidades, sino de distinguir públicamente -políticamente- la individualidad, la identidad de cada uno/a. Significa apertura a lo inesperado.
El nacimiento de Jesús hizo posible un nuevo comienzo en la historia humana, lo inesperado hizo su irrupción como una posibilidad de cambiar esa historia, él mismo, en su conversación con Nicodemo, afirmó el nacimiento como esperanza de ver el Reino de Dios y también como apertura a lo inesperado: «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel/la que es nacido del espíritu.» (Jn. 3,8).
Sin embargo, a Jesús, que celebraba tanto ese milagro de la vida, del nacimiento que salva al mundo, le pasó como a Sócrates, tuvo que morir para que todo lo que dijo y todo lo que hizo fuera completamente dignificado y autorizado, ¡que paradoja!