LP. Francisco Rodés González, Cuba
Libro del Éxodo, 20:3-4
La tradición judía uno los versos 3 y 4 en uno solo, incluyendo la prohibición de tener dioses ajenos y hacer imágenes en un solo mandamiento, y de esta forma el primer mandamiento sería una declaración “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de tierra de Egipto, de casa de servidumbre». La tradición católica sigue esta forma, y extrañamente Lutero se adhiere a la misma. Los demás protestantes siguen la forma que ya conocemos.
Esto resulta interesante, porque la prohibición de tener otros dioses está puesta en el contexto de la liberación de la esclavitud de Egipto. Un contexto histórico muy preciso que nos da la clave de la intolerancia al politeísmo del Decálogo. Así entendemos por qué hay un tan tajante y absoluto rechazo a otras prácticas religiosas, a otros cultos. No se trata sencillamente de una lucha religiosa cualquiera, de un culto frente a otro culto. Se trata de un proceso histórico de liberación, en el cual la práctica religiosa de Egipto es la legitimación de la opresión. En Egipto la religión sirve para apuntalar la tiranía faraónica. El mismo faraón es considerado hijo de los dioses, la tierra, el río Nilo, todo el contorno está lleno de una religiosidad que sirve para afianzar la dominación abusiva, justificar la explotación de los esclavos. Esto mismos explotados encuentran en la religión solo un consuelo y una resignación a un destino querido por los dioses. De ahí que las 10 plagas de Egipto se puedan entender como una burla, una sátira y un ataque a ese entorno mágico que servía de marco para la despiadada opresión (J.Pixley).
La intolerancia frente a esos dioses es una forma de expresar la incompatibilidad entre la libertad y la esclavitud, ente el futuro y el pasado, entre la vida y la muerte. No hay posibilidad de conciliación entre una forma y otra. El Dios liberador reclama la absoluta lealtad de su pueblo. La lucha de los dioses es pues la expresión a un nivel simbólico de la lucha por la libertad y la justicia. (Véase a este respecto las obras de F. Hinkelammert, Dei, Costa Rica)
Este rechazo a la idolatría está acompañado de una prohibición a configuración de imágenes y representaciones de la divinidad. Este es un paso más en la lucha contra la idolatría dentro del propio espacio de la religión del pueblo de Dios.
Ese Dios se revela inaccesible, no es manipulable por los intereses egoístas de los hombres. Dios es libre para liberar. No salió del altar, sino del desierto, de donde llamó a al pastor de ovejas, Moisés, para que condujera al pueblo a su futuro glorioso. El Dios que oye el clamor de los oprimidos, que es sensible y compasivo, porque es Dios de amor. Es la fuerza para romper ataduras. Es todo lo contrario del miedo y la opresión.
Prevenir contra la creación de representaciones de la divinidad es salvar la libertad de Dios de la pérfida manipulación humana. Siempre tratamos de adaptar la religión a la medida de nuestras necesidades, intereses y egoísmos. Ningún pueblo escapa a este peligro, por esto esa insistencia en la santidad de Dios, en la completa trascendencia del Dios liberador.
Sin embargo podemos caer en el engaño de pensar que teniendo una concepción correcta de la divinidad, creyendo en un Dios espiritual, único, conociendo su nombre y la forma de culto que le es apropiada, ya por virtud de estas verdades estamos libres de la idolatría, la cual pertenece a otros pueblos ignorantes de la verdad.
La propia historia del pueblo hebreo ilustra la enorme capacidad de transformación que tienen la idolatría para trasmutar las esencias más sagradas de la fe en ídolos. No olvidemos que la efigie de la serpiente de metal que sirvió para sanar al pueblo se convirtió en objeto de culto y debió ser destruida.
Hay una tendencia innata en el pueblo que teme caminar por si mismo, teme a la libertad y al futuro a refugiarse en los ídolos que le garantizan al menos la continuidad del pasado, o la resignación ante el destino. El miedo y el conformismo producen la idolatría. De esto tenemos testimonio en los profetas que tuvieron que luchar denunciando las prácticas de culto que sustituían el ejercicio de la solidaridad y la justicia social (Isaías). De aquellos que confían en la prédica del Día de Jehová, pero viven abusando de los pobres y débiles.
(Amós), o los que confían en el Templo de Jehová, pero olvidando hacer el bien. (Jeremías). De modo que los profetas se convierten en los que denuncian las nuevas formas de idolatría que producen orgullo, auto-complacencia, arrogancia, egoísmo e insensibilidad.
De hecho el juicio de Dios caería sin piedad sobre este pueblo que, conociendo la verdad de Dios, teniendo un culto supuestamente espiritual, han hecho estas imágenes o representaciones de lo divino un nuevo ídolo.
Nuestro Señor se identifica con esta tradición de denuncia cuando quebranta las leyes respecto al sábado, la separación de las impurezas y predica la destrucción del Templo de Jerusalén. Sencillamente está desmontando ídolos que roban al ser humano su libertad para abrirse al prójimo en servicio y amor. Clama que no todo el que «dice Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos, sino, el que hace la voluntad del Padre».
La lucha contra los ídolos en Jesús se enfoca fundamentalmente contra los que aman la acumulación de riquezas. La incompatibilidad absoluta es la de pretender adorar a Dios y las riquezas, a Dios y a Mamón. Es interesante como en el día de hoy pretendemos suavizar esta denuncia, enfocar la atención en otras idolatrías «menores», para soslayar esta fundamental incompatibilidad. Si alguien es idólatra es el que pone su corazón en la riqueza material, cerrándolo al prójimo.
Sin embargo, no puede dejar de llamar la atención la rudeza con que Jesús denuncia también los que hacen gala de ciertas manifestaciones de fe religiosa, prácticas que pudiéramos hoy alabar como expresiones de poder espiritual. Veamos el famoso texto de Mateo 7.22 «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí: apartaos de mí, hacedores de maldad».
Es ciertamente difícil imaginar que hacer milagros, profetizar, echar fuera demonios en nombre de Jesús, cosas que El mismo comisionó se hicieran, pueda ser una práctica idolátrica, extraña al camino de Jesús.
Cómo interpretar pues, la voluntad de Jesús? Cómo hacer cosas que no se conviertan en todo lo contrario de lo que intentamos? Hay sólo una herramienta que nos puede iluminar en este sentido, y es el criterio ético. A partir del propio ejemplo de Jesús en su vida de total entrega, desprendimiento y solidaridad con la humanidad, debemos juzgar nuestras prácticas en le medida en que estas nos liberan para este amor incondicional a los demás, en la medida en que crean justicia y una vida más digna y humana para el prójimo. No hay otro camino que la profundización en el propio Sermón del Monte, en la verdadera pureza del corazón, que mira al prójimo no con superioridad o condescendencia sino como mi hermana y hermana por las que Cristo vivió y murió, y a los que quiere brindar felicidad.
Por supuesto que surgirán muchas interpretaciones y nuevas justificaciones. Nadie es dueño de la verdad absoluta. Nadie está llamado a juzgar lo que hace el prójimo, es precisamente Dios quien llamará toda obra a juicio, y el fuego de su mirada quemará la basura de nuestras acciones. Sin embargo, su advertencia, su espíritu profético siempre estarán fijos en nuestra innata tendencia a manipular y a divinizar nuestras prácticas.
Una reflexión adicional sugerida por la expresión «en tu nombre hicimos muchos milagros», nos sugiere que aún el nombre de Jesús puede convertirse en un ídolo. El nombre que es para los cristianos «por sobre todo otro nombre»(Filp. 2.9), puede, por esa capacidad humana de manipulación de lo divino, convertirse en un ídolo que lejos de honrar a Dios, se convierte en una nueva forma de dominación. Estas palabras de Jesucristo, son una seria advertencia, para nuestros días, en que muchos pretenden monopolizar y administrar desde las fuentes de la riqueza de las naciones poderosas la comunicación del evangelio a los países pobres de la tierra, un evangelio que nada dice de la realidad de injusticia en que estos últimos sobreviven. Un Jesús fabricado por la electrónica, con las mejores técnicas del mercado y de la sicología de las masas, un Jesús que nada tiene que ver con el humilde carpintero de Nazaret que no tenía donde recostar su cabeza.
Una hojeada a la historia de la iglesia cristiana nos muestra con claridad que en determinadas épocas la fe cristiana ha sido instrumento de dominación de los pueblos, de modo que el espíritu de libertad ha tenido que encarnarse en las corrientes ateístas de corte humanista, en un evidente rechazo a la idolatría representada por las iglesias cristianas. Es así como debe interpretarse esa rebeldía, que surgió especialmente a partir de la Revolución Francesa. De modo que esa lucha contra los dioses debe ser apreciada con simpatía, como una muestra de la eterna ansia de redención y de libertad que Dios ha puesto en la conciencia de los seres humanos.
También el pastor cristiano Martin Luther King Jr, sintió esta misma inquietud cuando recorriendo los estados sureños, contemplando las agujas de las grandes iglesias de blancos se preguntaba con ansiedad, Qué Dios adoran esta gente?, Cómo pueden cantar y alabar a Dios y a la vez ser racistas, o ser insensibles ante la luchas por la igualdad en su propia vecindad? (Citado libremente de su carta de Birghiman).
Por otra parte, vale recordar que el Espíritu de Dios, que goza de la libertad de obrar donde quiere, al decir de Jesús, «sopla de donde quiere y adonde quiere va», puede manifestarse en aquellos lugares donde se forjan las esperanzas redentoras de los seres humanos. San Pablo también dijo: «Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad»(II Cor. 3.17), indicando que es un don de Dios la búsqueda de emancipación de todas las cadenas.
El primer país del Caribe y América Latina en alcanzar su libertad lo fue Haití, en el 1808, gracias a un movimiento de esclavos que se inició al retumbar de los tambores en una montaña adonde se reunieron para una ceremonia vudú, un ritual de origen africano, con alguna pequeña dosis de cristianismo. Allí se juramentaron luchar por la dignidad y por su libertad. Ahora nos preguntamos, dónde estaba el espíritu de Dios, en el templo cristiano de los hacendados esclavistas franceses o en la ceremonia pagana de los hombres y mujeres que decidieron luchar por su libertad?
Es lo que los cristianos cubanos tenemos que preguntarnos cuando con tanta facilidad despachamos las creencias de origen africano como idolatría satánica, a una religión que conservan nuestros compatriotas como un legado de generación en generación, porque les ha servido como lazo unificador, como símbolo de dignidad en medio de la brutal esclavitud primero y discriminación después. Esta es una pregunta que cuestiona nuestros prejuicios y nuestra seguridad de poseer la verdad. Es una pregunta que inquieta y perturba todo triunfalismo y orgullo.
Pero esta es la fe profética, que nos reta, nos sacude y nos llama a una práctica coherente con el mensaje de Jesús, siendo personas disponibles, abiertos al amor y al servicio de los demás. Una fe que hace añicos nuestros ídolos, y nos encara con la posibilidad de vivir en la libertad de los hijos de Dios.