Isaías Florentino Lira
Jesús, cuando vino a nuestro mundo, trajo a los hombres el más bello y transcendental de los mensajes. No traía, simplemente, una doctrina para ser aprendida, sino para ser vivida. Por eso, el mensaje de Jesús, antes de ser formulado en palabras, era vida en El. Jesús fue adelante con el ejemplo (Hechos 1:1). Nunca pudieron descubrir sus oyentes la más leve contradicción, el más insignificante desajuste entre la doctrina que proponía y la vida que llevaba. Se daba en Él la más perfecta coherencia entre palabras y obras. Sus palabras no eran sino una glosa a su propia vida. De ahí el asombro, la admiración, la fascinación que desde el primer día suscitó en sus oyentes, y la fuerza irresistible que ejercía sobre ellos. Jesús suscitaba oleadas de entusiasmo y de fervor entre la gente sencilla, que lo seguía y perseguía siempre, ansiosa de escuchar aquella doctrina tan original y nueva, y de contemplar aquella vida tan excelsa. Los evangelios, a pesar de la sobriedad con que están escritos, conservan en sus páginas el eco del fervor popular que Jesús suscitó desde el primer día.
Tomemos el evangelio del Marcos —el primero que se escribió y el más sencillo de todos— y abrámoslo por la primera página: Marcos 1:16-28; 1:32-45; 2:1-14. Son escenas transidas del entusiasmo y de fervor de la gente. Los hombres no tenemos otro recuerdo más bello que el recuerdo de Aquél que pasó por la vida haciendo bien todas las cosas (Marcos 7:37) y haciendo el bien a todos (Hechos 10:38). Ninguna figura ha surgido en la historia tan limpia, tan noble, tan sublime, tan excelsa.
Leamos un testimonio entre mil: “A veces Dios me envía instantes de paz. En esos instantes amo y siento que soy amado. Fue en uno de esos momentos cuando compuse para mí un credo, donde todo es claro y sagrado. Este credo es muy simple. Helo aquí: creo que no existe nada más bello, más profundo, más simpático, más viril y más perfecto que Cristo; y me lo digo a mí mismo, con un amor celoso, que no existe y que no puede existir. Pero si alguien probara que Cristo está fuera de la verdad y que ésta no se halla en Él, prefiero permanecer con Cristo que permanecer en la verdad” (Fedor Dostoievski).
Jesús, con la enseñanza tan bella y original que propuso y la vida tan pura que llevó, encendió en el mundo una gran luz, que no se ha apagado ni se apagará jamás. Y el mensaje de Jesús no fue, simplemente, una bella teoría. Jesús remite siempre a la praxis, a la acción, como a la vida. Nos mostró el camino que el hombre tiene que recorrer para llevar una vida humana auténtica, y lo que nos espera al final del camino. De esta forma, Jesús dio respuesta a los dos grandes interrogantes que todo hombre cuando viene a este mundo, tiene que hacerse: ¿Qué tengo que hacer? y ¿qué puedo esperar? Jesús desvela el enigma, el sentido de la condición humana. Y fuera de Él, el hombre es un misterio insondable. “Jesús revela el hombre al hombre”. Jesús dijo solemnemente, desafiadoramente: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no anda en tinieblas” (Juan 8:12). Y el que vuelve la espalda a Jesús, se hunde en las tinieblas de la ignorancia. Y no es que ignore solamente cosas; padece una ignorancia más radical: se ignora a sí mismo. El evangelio de Mateo, al comienzo, presenta el ministerio público de Jesús a la luz de estas majestuosas y solemnes palabras de Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, y a los que habitaban en sombras de muerte una luz les brilló” (Isaías 8:23-9; Mateo 3:1). Y desde entonces, esta es la tarea de todo hombre que viene a este mundo, si quiere ser fiel a su identidad más profunda y quiere vivir una vida auténticamente humana: debe caminar al resplandor de esa luz, que es Jesús.
“Jesús vino a abrirnos los ojos para que viéramos que Dios es el Padre de todos, y que todos somos hermanos”. El mensaje de Jesús es, a la vez, la más exacta revelación de Dios y la más exacta revelación del hombre. En la misma revelación de Dios como Padre, como amor, nos brinda la auténtica revelación del hombre. Nos trajo el más bello de los mensajes: el mensaje de la paternidad de Dios y el mensaje de la fraternidad de todos los hombres. Sin la luz del evangelio, el hombre se encontraría ciego, desorientado, perdido, por los caminos sin camino.
Todo el evangelio de Juan gira en torno a esta idea central: Jesús es revelador del Padre. Aparece firmemente, intensamente, afirmada en el prólogo, donde es presentado el Hijo de Dios como Palabra, que se hace carne, y, al hacerse carne, comienza a ser, de forma singular, palabra de Dios y acerca de Dios, dirigida al hombre. Palabra en la que Dios se ha manifestado, se ha revelado plena, total y definitivamente a nosotros. “A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha dado a conocer” (Juan 1:18). Como está en el seno del Padre, conoce íntimamente al Padre y sólo El nos lo ha podido dar a conocer. Jesús es el único testigo del mundo divino. El único que ha venido de arriba, y ha descendido a nuestra tierra, y se ha hecho hombre, para darnos a conocer el misterio de Dios Padre. Esta es la finalidad esencial de la Encarnación: “ha venido a revelárnoslo” (Juan 1:18). A continuación comienza el relato de los hechos y dichos de Jesús. Esos hechos y dichos de Jesús nos van revelando el misterio más hondo de Dios. “Toda la vida de Cristo es revelación del Padre: sus palabras y sus obras, incluso sus silencios y su mera presencia entre nosotros”. Y este tema, formulado en el prólogo y que se va desarrollando a lo largo de todo el evangelio, es reasumido en el capítulo 17, donde, insistentemente, se reafirma esta idea: 17:3-4, 6, 26. “Jesús es el exegeta del Padre”. Es el revelador y la plenitud de la revelación de Dios. “La verdad más intima acerca de Dios… se nos manifiesta por la revelación de Jesucristo, que es, a un tiempo, mediador y plenitud de la revelación”. Dios Padre, en su Hijo único, nos ha manifestado su ser más íntimo, su secreto más profundo. Jesús no se limitó a recordar o repetir lo que ya sabíamos sobre Dios, sino que vino a comunicarnos la verdad más intima, la realidad más profunda de Dios. Y en el evangelio de Juan, Jesús pudo decir, al final del camino: “salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al Padre” (Juan 16:28). Pero no ha dejado todo como estaba. Todo lo ha dejado profundamente iluminado, enriquecido. Nos ha dejado a nosotros infinitamente iluminados, enriquecidos con la revelación de Dios Padre. “Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, definitiva, perfecta e insuperable del Padre” en la que se ha expresado, se ha revelado plena y definitivamente.
Al problema de Dios anunciado en Cristo, se le ha dado a veces poca importancia. Se juzgaba que, aun prescindiendo de Jesús, se sabía ya quién era Dios y qué quería de los hombres. Pero quién es Dios o cómo es realmente Dios sólo lo sabemos con seguridad por medio de Jesús. La extraordinaria violencia con que Jesús fue rechazado por los fariseos sería inexplicable si se hubiese tratado sólo de una diferente explicación de la Ley. La raíz profunda de la oposición se encuentra más bien en su diferente idea de Dios. Corregir las falsas imágenes de Dios que se habían forjado los hombres y revelarnos su auténtico rostro: ésta fue la tarea de Jesús, que realizó a lo largo de toda su vida, con sus palabras y sus obras. Jesús, su vida y su doctrina, es la parábola viviente del Padre, la imagen perfecta del Padre, imagen visible del Dios invisible. En la última noche, Jesús, como poseído de una sagrada obsesión, repite sin cesar, una y otra vez, el nombre del Padre. Quiere darles a conocer su gran secreto: el Padre. Los Apóstoles, en aquella noche iluminada, debieron escuchar aquellas efusiones de Jesús: absortos, sobrecogidos. Nunca lo habían visto tan radiante, tan transfigurado. Entendemos que Felipe, impresionado, haciéndose eco de los deseos de todos, dijera a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre, que esto nos basta” (Juan 14:8). Has encendido en nosotros una gran sed; apaga ya la sed. Queremos conocer al Padre; descorre el velo y muéstranos su rostro. Jesús, en aquella noche iluminada y gloriosa, como respuesta a la pregunta encendida de Felipe, hará esta solemne y majestuosa afirmación: “Felipe, el que me ve a mí está viendo al Padre” (Juan 14:9).
Jesús es la imagen perfecta del Padre. Y sabemos que, para nuestro consuelo y alegría, en las páginas de los evangelios ha quedado reflejada, como en un espejo, la verdadera imagen de Jesús, sus hechos y sus dichos.
Y con esa hambre y sed de encontrarnos, cara a cara, con la imagen del Padre, tomamos todos los días en nuestras manos los evangelios, y los leemos y releemos con delectación y hacemos nuestra la encendida súplica de Felipe: “Señor, muéstranos al Padre, que esto nos basta”. Pero al captar la figura de Jesús, reflejada en las páginas evangélicas, tenemos la imagen perfecta del Padre. Y así se hace realidad ese sueño imposible de tener en nuestra mente y en nuestro corazón, la imagen más aproximada de Dios. Y cuando esa imagen se posesiona de nuestro corazón disfrutamos por un momento la dicha de la eternidad. Porque también Él dijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado” (Juan 17:3). Esta es nuestra única y esencial tarea. Éste es el sentido de esta vida presente y de la vida futura: crecer en el conocimiento de Dios.
Pero no basta saber que Jesús es el revelador de Dios y que ésa fue su tarea favorita. Necesitamos saber cuál es el íntimo secreto de Dios, su realidad más profunda, tal como Jesús nos lo manifestó. Si Jesús vino a revelarnos el auténtico rostro de Dios, todo lo que nos dijo, con sus palabras y sus obras, sobre el misterio más hondo de Dios, está recogido y sintetizado en esta expresión luminosa y hondísima, que es el ápice, la síntesis simple y esencial del ser de Dios: DIOS ES AMOR (1Juan 4:8, 16). Nunca se ha dicho nada tan alto sobre Dios. Nunca se ha dicho nada tan alto sobre el amor. No es una frase más, es una frase nuclear. Es la cumbre y la clave de toda la revelación. El ser más íntimo de Dios, la verdad más profunda y originalísima de Dios, es ser amor. Dios es ternura, bondad, misericordia, amor que se desborda incesantemente, torrencialmente, sobre el hombre, sobre todos los hombres. Porque no se nos ha dicho que Dios tiene amor, sino que Dios es amor. Y Dios no es amor en sí mismo y para sí mismo (eso no sería amor) sino que Dios es amor al hombre, a cada uno de los hombres. Cada uno de los hombres es objeto del amor infinito. Yo soy objeto del amor infinito. El desbordante amor de Dios se derrama, en cada instante, sobre mí. Vaya donde vaya, estoy siempre envuelto, sumergido, inundado por el amor infinito. Para subrayar más intensamente la frase, para llamar la atención sobre la importancia de la frase, el autor, en un breve espacio, en unas líneas, la repite dos veces: en el verso 8 y en el verso 16. En esta frase tan sencilla y tan hondísima está contenido el núcleo, el meollo de todo lo que Jesús, durante toda su vida, con sus palabras y sus obras, nos fue diciendo sobre el ser de Dios. El ser mismo de Dios es amor. Es la buena noticia que tenemos que repetirnos cada día a nosotros mismos. Esta es la mejor noticia que haya sido proclamada en nuestra tierra. La única que puede estremecer y conmover nuestro corazón de sorpresa, emoción, alegría, esperanza y gratitud. Es el único pensamiento que debe adueñarse de nosotros mismos, y envolvernos y penetrarnos y acunarnos, y transportarnos. La oración está “inventada” para mantener viva y radiante esta vivencia del infinito amor de Dios hacia nosotros. Con esta vivencia en el corazón todo puede ser nuevo, extrañamente hermoso. Esta vivencia de Dios como amor debe sostener, iluminar, inspirar y dirigir toda nuestra vida. Con esta luz en el corazón, todo se puede iluminar y todo puede transformarse. Debemos decirnos cada día, en cada instante, esta buena noticia de que Dios es amor. Lo propio, lo específico, lo característico de Dios es ser amor. La realidad más profunda, más honda, más íntima de Dios es ser amor, ternura, bondad, misericordia entrañable. Esta es la originalidad de la fe cristiana. Lo que Jesús vino a decirnos sobre el misterio de Dios no era algo sabido y consabido. Era algo nuevo, insospechadamente hermoso y revolucionario. Por eso, y para eso tuvo que bajar el Hijo de Dios a la tierra. Sin esa revelación que Jesús nos trajo, nadie hubiera tenido la audacia, el atrevimiento de definir el ser más íntimo de Dios como amor. La fe cristiana es distinta de la fe pagana, mahometana, e incluso judía. Y por eso, el estilo de vida cristiana es también totalmente distinto a cualquier otro estilo de vida propio de cualquier otra religión. El texto de 1Juan 4:8, 16 no es un texto aislado y solitario. Hay en el Nuevo Testamento toda una serie de textos que apuntan en esa misma dirección. Baste, como botón de muestra, unos pocos: Juan 3:15; 4:10, 19; Romanos 5:5-11; 8:31-39; Tito 3:4. Y todas las parábolas del evangelio, directa o indirectamente, nos revelan el auténtico rostro de Dios. Recordemos a la reina de las parábolas, que es la más perfecta radiografía del corazón de Dios (Lucas 15:1-32). Recordemos la frase absolutamente fundamental de 1Juan 4:19 “El nos amó primero”. Dios, que es amor, nos ama, no porque nosotros seamos buenos sino porque él es bueno. Dios tiene que ser fiel a sí mismo. El amor de Dios es totalmente gratuito, incondicional, desinteresado. El creyente, después de haber contemplado ese fascinante panorama sobre Dios como amor, puede exclamar, lleno de admiración, gratitud y alegría: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y nos hemos entregado a Él, porque Dios es amor” (1Juan 4:16). Y podemos exclamar como Pablo: ¡Estamos orgullosos de nuestro Dios! (Romanos 5:11).
La palabra “abbá” era una palabra que no pertenecía al vocabulario religioso, sino al coloquial y profano. Era la palabra que utilizaban los hijos, cuando, en un clima de máxima cercanía y familiaridad, se dirigían a sus padres. En ninguna de las innumerables oraciones judías de la época aparece esta palabra como invocación a Dios. Dada la transcendencia y majestad en la que aparecía envuelto el nombre de Dios, hubiera sido algo escandaloso e irreverente, casi blasfemo, dirigirse a Dios con un término tan familiar e Íntimo. Y con gran sorpresa, esta palabra cargada de cariño y calor de hogar, estuvo en los labios de Jesús para hablarnos de Dios y para hablar Él a Dios. Y no solo Jesús llamó habitualmente “abbá” a Dios, sino que nos mandó a nosotros que orásemos a Dios como “abbá”.
Y resultó algo tan singular, nuevo y extraño utilizar este término, que reflejaba cariño entrañable, intima familiaridad, que aquellos oyentes de Jesús, sorprendidos, admirados, conservaron la mismísima palabra aramea que utilizaba habitualmente Jesús, sin atreverse a traducirla al griego. Y así, en su misma forma original, sin traducirla, la conservaron en su memoria. Y esa misma palabra aramea aparece en comunidades de Asia Menor, e incluso en la misma comunidad de Roma (Gálatas 4:6; Rom. 8:15). Es otra forma llamativa y original de decirnos que Dios es amor, que Dios es el “papíto” de todos.
Jesús, al revelarnos a Dios como amor, nos ha revelado nuestro ser más intimo. Nosotros mismos podíamos concluir que, al estar el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26), siendo Dios amor, nosotros estamos hechos para el amor y sólo podemos encontrar nuestra plenitud en el amor. Pero Jesús, con su vida y su mensaje, nos lo revela y confirma de una forma clara y abrumadora. “El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. Cristo, a la vez que nos revela que Dios es amor, nos enseña que la ley de la perfección humana, y por tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Jesús, al revelarnos a Dios, nos ha revelado nuestro ser más intimo. Sólo por Jesucristo sabemos con certeza qué es el hombre, para qué está en el mundo y qué tiene que hacer para que sus pasos por este mundo tengan sentido y coherencia. El hombre sólo es fiel a sí mismo, cuando está abierto a las llamadas del amor. El hombre no se construye a sí mismo en la estéril soledad de su egoísmo, sino cuando dedica su vida al servicio y a la entrega a los demás. El hombre es comunión con Dios y comunión con los demás; orientación radical a Dios y orientación radical a los hombres, sus hermanos; referencia a Dios y referencia a los hermanos. Si Dios es amor, como el hombre es imagen de Dios, debe caminar en el amor; y sólo caminando en el amor se realiza plenamente como persona. Y caminando en el amor, en el amor a Dios y en el amor a los demás, es fiel a sí mismo y se construye como persona. El hombre no puede vivir encerrado en el círculo asfixiante de su egoísmo, sino que está destinado para la apertura y la donación a los demás.
La imagen de Dios, revelada en Cristo, es el principio y fundamento, la raíz y la razón de todo. Vivimos según el Dios en quien creemos. La imagen que tenemos interiorizada de Dios es la que determina, dirige e inspira todo nuestro camino. “Sed imitadores de Dios, como hijos queridos y caminad en el amor, a imitación de Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Efesios 5:1-2). Todas las deformaciones que se han dado, a lo largo de los siglos, en la espiritualidad cristiana, han ido precedidas de una deformación previa en la imagen de Dios. Y siempre corremos el riesgo de hacernos un Dios a la medida de nuestro egoísta y rencoroso corazón. Es apasionante ver cómo las desviaciones en la espiritualidad han estado fundamentadas en una anterior deformación de la imagen de Dios. Sobrecoge ver el cambio tan radical que se observa al pasar de los evangelios canónicos a los evangelios apócrifos: el Jesús niño que en éstos se describe, es un niño cruel y caprichoso. El libro está reflejando un hecho muy grave: se han olvidado de la imagen de Dios revelada por Cristo y se han fabricado un dios radicalmente distinto. Mucho antes de que se escribieran estos “evangelios”, ya en los primeros años de la evangelización, estalla el conflicto de Pablo con la Iglesia de Jerusalén (Hechos 15:1-35; Gálatas 2:1-14). No era una simple cuestión de disciplina, de observancia o no de la ley de Moisés. Era una cuestión de profunda implicación teológica: estaba en discusión el Dios de la gratuidad anunciado por Jesús, frente al Dios fariseo de la ley, de las obras y de los méritos del hombre. Se explica la firmeza e incluso intransigencia con que Pablo, durante toda su vida, luchó por mantener el núcleo simple y esencial del Evangelio. El hombre se justifica por la fe; es decir, gratuitamente (Romanos 3:21-31). Las obras no son condición para la justificación, sino consecuencia. No es algo inocente e inocuo el concepto que nos forjemos de Dios. No lo olvidemos: vivimos según el Dios en quien creemos. El tipo de espiritualidad que vivimos, la visión que tenemos del mundo, nuestra forma de comprender la historia pasada y de enfrentarnos con los problemas que afligen a nuestro mundo, todo está condicionado o influenciado por la imagen que nos hemos forjado de Dios. Y determina el estilo de nuestra relación con Él y de nuestras relaciones con los demás. Tiene una decisiva importancia sobre nuestra conducta de cada día, nuestra escala de valores incluso nuestras opciones políticas. Impulsa toda nuestra vida. La fe no es, simplemente, una bella teoría que queda oculta en el fondo del corazón. La fe nos muestra el camino que tenemos que recorrer, lo que tenemos que hacer.
El hombre no es un ser que nace ya perfecto y acabado. El hombre, cuando viene a la existencia, es un ser que tiene que ir haciéndose. Es un manojo de posibilidades. Es siempre aprendiz de hombre. Nuestro ser no es estar ahí, como la piedra. La ley del crecimiento, de desarrollo es nuestra ley esencial. El hombre es vocación, proyecto, llamada. El hombre es un caminante. La fe es la respuesta a la pregunta que los judíos en el día de Pentecostés, con el corazón compungido ante la predicación de Pedro, hacen a los doce: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? (Hechos 2:27). Es la pregunta por la acción, la pregunta fundamental. El evangelio no es una bella teoría, sino una tarea inaplazable. El evangelio es “un camino”, y así, con este bello y expresivo nombre, se le llama en el libro de Hechos (9:2; 18:25, 26; 19:9, 23; 24:14, 22). “Camino” es el estilo de vida de la comunidad cristiana y también esa misma comunidad cristiana. De todas las revoluciones del evangelio, la más profunda, la más radical es la operada en el concepto o imagen de Dios que nos trajo Jesús. He aquí el punto de partida, el principio y fundamento, la fuente, la raíz del nuevo y original estilo de vida que propone Jesús. Todas las exigencias del evangelio se derivan de esta imagen de Dios como amor. Esta imagen de Dios no sólo nos revela el íntimo ser de Dios, sino que también nos manifiesta nuestro ser más profundo y las radicales consecuencias que se derivan para toda nuestra vida. La vivencia que sostiene toda nuestra vida.
Que Dios es amor no puede quedar reducido a una idea fría e inoperante que queda en la cabeza. Tiene que bajar al corazón, y conmoverlo y transformarlo y dinamizarlo y abrirlo al amor. Tiene que ser la vivencia gozosa y exultante que sustente, inspire y dirija toda nuestra vida. Tiene que ser una vivencia dinámica, operativa.
Hay que dejarse amar de Dios. Hay que sentirse amado de Dios. El primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas, pero nuestra primera necesidad es sentirnos amados de Dios y nuestra primera decisión debe ser dejarnos amar de Dios. Al sentirnos amados, al sentirnos envueltos, sostenidos, inundados por el amor de Dios, nuestro corazón, conmovido, se abre al amor. Al sentirnos amados, espontáneamente, gozosamente, nacemos al amor. “Amor produce amor”. Sólo el amor hace posible la conversión al amor (Romanos 2: 4).
Evoquemos la escena del doble mandamiento. Se le ha formulado a Jesús esta pregunta: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley? La respuesta está especialmente subrayada en el evangelio de Mateo. No nos sorprende, ya que Mateo subraya, con especial intensidad, la paternidad de Dios y la fraternidad de los hombres. Mateo 22:34-40.
Jesús responde a la pregunta que se le ha formulado, citando el texto de Deuteronomio 6:5. Es un texto singular. Es el único texto del Antiguo Testamento donde encontramos formulado, el mandamiento del amor a Dios. El sentimiento del amor a Dios llena todos los libros proféticos y los salmos; pero sólo de forma implícita o equivalente se encuentra el mandamiento del amor a Dios en Oseas 6:6 y en 2 Reyes 23:25. El texto del Deuteronomio recoge una profesión de fe de Israel, que todo buen israelita aprendía de niño de memoria y que, después, durante toda su vida, tenía que recitar dos veces al día. Es el conocido “Sema, Israel”, escrito en las filacterias y en la mezuza. Jesús, desde niño, como judío, se sabía este texto y lo recitaba diariamente, por la mañana y por la tarde. Por eso, le brotó, con toda naturalidad, la venerable fórmula, como respuesta a la pregunta que se le ha hecho. Era, no sólo un texto aprendido de memoria, sino hecho vida en Él. Después, Jesús concluye: “Éste es el mandamiento principal y primero”. Le han preguntado por el mandamiento principal y primero. La respuesta a la pregunta formulada está ya dada. Sin embargo, Jesús añade: “Pero hay un segundo mandamiento semejante al primero”. Es sorprendente que haya algo al lado del mandamiento del amor a Dios, el mandamiento primero. Pero resulta más sorprendente que se diga del segundo que es semejante al primero. Jesús pone en el mismo plano el amor a Dios y el amor al hermano. Se le concede al amor al prójimo el mismo rango, la misma dignidad, la misma suprema importancia. Una síntesis perfecta. La originalidad de Jesús consiste en haber unido el amor a Dios y el amor al prójimo, y haber pedido que este doble amor inspire la vida del cristiano. Por eso, a la pregunta del doctor de la Ley le saldrá a Jesús con toda naturalidad aquellas otras palabras que se leían en el Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev. 19:18). En la enmarañada fronda de leyes del Levítico, se hallaba esta joya. Al colocar el mandamiento del amor al prójimo junto al gran mandamiento del amor a Dios, otorga Jesús al texto del Levítico un brillo, un relieve singulares. Y suprimirá radicalmente todas las limitaciones o restricciones con que era entendido el mandamiento del amor al prójimo; y extenderá ese amor a todos los hombres, incluidos los enemigos. (Mateo 5:43-48).
Todos los mandamientos dependen de dos. Los rabinos hablaban de 613 mandamientos, cada uno con su complicada casuística. Jesús, en esta escena ha simplificado, de forma maravillosa, todas las obligaciones, todas las tareas, todos los deberes del hombre. Jesús coloca al hombre, a todo hombre, frente a una única tarea: la tarea del amor, del amor a Dios y del amor al prójimo. Jesús ha hecho de la palabra “amarás”, la palabra clave, la palabra fundamental. Todas las obligaciones del hombre quedan reducidas a la única tarea, la tarea del amor. Jesús es el gran simplificador de las normas morales de la humanidad.
Una reducción más drástica. Pero Jesús hizo una reducción más radical, más drástica. Evoquemos la regla de oro, tal como la encontramos en Lucas 6:31 y en Mateo 7:21. La regla de oro, era conocida en la antigüedad. Pero aquí y en los textos de los filósofos griegos, aparece siempre formulada en sentido negativo: “No hagas a los demás lo que no quieras que los demás te hagan a ti”. Pero Jesús, por primera vez, la formula positivamente: “Haz a los demás lo que quisieras que los demás te hicieran a ti”. Al formularla positivamente, la ha radicalizado profundamente. Ya no tenemos sólo que evitar cualquier daño al prójimo, sino que tenemos que hacerle todo el bien posible. Por eso, el sacerdote y el levita de la parábola (Lucas 10:29-37), aunque habían cumplido la regla de oro en su formulación negativa —pasaron de largo, no hicieron ningún daño al hombre que encontraron malherido al borde del camino— son descalificados por Jesús porque no lo atendieron en su grave necesidad., En la versión de Mateo del doble mandamiento aparece la expresión: “En esto consiste la Ley y los Profetas”. Con esta expresión, todas las obligaciones quedan incluidas en el amor a Dios y el amor al hermano. Y esta misma expresión aparece también en la regla de oro del evangelio de Mateo (Mateo 7:12), para hacer una reducción más drástica, más radical. Todo queda reducido al amor al prójimo. Pero hay que entender el sentido del texto. Jesús, al unir el amor a Dios y el amor al hermano, no quiere ni que se confundan ni que se separan ambos amores. No se trata de reducirlo todo al amor al prójimo; sino que se trata de no reducirlo todo al amor de Dios. Es una forma de ponernos en guardia contra un peligro que nos acecha constantemente: ser muy sensibles y exigentes en nuestras relaciones con Dios, pero serlo menos en nuestras relaciones con el prójimo. Por eso, debemos siempre recordar textos tan claros tajantes como 1a Juan 4:20 y 21. Es una inquietante y conmovedora forma de llamar la atención sobre el hermano y sobre la sagrada obligación que tenemos de amarlo como a nosotros mismos. Se trata de alertarnos para no caer en esa grave adulteración de la vida cristiana, centrada en Dios, pero que se desentiende del hermano y de sus imprevisibles necesidades. Ninguna moral ha habido en el mundo tan sencilla y tan exigente. Y esta moral tiene su origen en la imagen de Dios que Jesús nos trajo. Dios, que es amor, ama a todos los hombres, buenos y malos. El amor de Dios es incondicional gratuito, desinteresado. “El nos amó primero”. Por eso, nosotros tenemos que ser pura gratuidad para con los hermanos, para con todos los hermanos. Sólo así imitamos a nuestro Padre (Mateo 5:43-45). Y se nos ha dicho: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. La perfección griega consiste en imitar a un modelo. La perfección judía consiste en la necesidad de ser fieles a nosotros mismos. Nosotros, hechos a imagen y semejanza de Dios, que es amor, somos fieles a nosotros mismos en la medida en que correspondemos a las llamadas del amor. El amor sin medida con que nos ama Dios, es la meta de nuestro amor.
La gran originalidad, la gran belleza del mensaje de Jesús es ésta: es una afirmación radical de Dios y es, a la vez, una afirmación radical del hombre. Es entrega incondicional a Dios y entrega incondicional al hombre. Es apasionamiento por la causa de Dios e idéntico apasionamiento por la causa del hombre. Y estas dos actitudes deben estar unidas y equilibradas. El amor a Dios, no debe ser —no puede ser— motivo, pretexto u ocasión para olvidarnos del hombre. Este maravilloso equilibrio entre el amor a Dios y el amor al hombre constituye la originalidad, la excelsitud y la belleza del mensaje cristiano. El hombre es esencial referencia a Dios y esencial referencia a los hombres. Y caminando en el amor a Dios y en el amor al hermano, somos fieles al evangelio y somos fieles a nosotros mismos. Esta doctrina de Jesús, tan bella, tan luminosa, tan coherente con la verdad más profunda del ser del hombre, no fue elaborada en una laboriosa reflexión. Fue vida en Él. Jesús vivió así: totalmente orientado hacia los hombres, sus hermanos. Y vivió esta doble relación con espontaneidad, con sencillez, con magnifica naturalidad. Era una gozosa necesidad de su ser más íntimo. Por eso, este maravilloso equilibrio entre el amor a Dios y el amor a los hombres constituye no sólo la originalidad y belleza de su mensaje, sino también la originalidad, y belleza de su vida. Este mensaje de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los hombres, fue vida en Jesús. Por eso, nos lo propuso con sus palabras y sus ejemplos, armónicamente compenetrados y unidos. Jesús vivió totalmente consagrado a Dios, su Padre. Y el que había vivido totalmente consagrado al Padre, vivió totalmente dedicado a los hombres, sus hermanos. Este espíritu, que inspiró toda su vida, está perfectamente reflejado en aquellas bellísimas palabras que encontramos, en labios de Pedro, en Hechos 10:30: “Pasó por el mundo haciendo el bien a todos”. Éste es el más bello resumen de su vida, la radiografía más perfecta de su corazón, el epitafio más verdadero que pudo ponerse sobre su tumba. Todas las páginas del evangelio son la confirmación de la verdad y exactitud de estas palabras con las que Pedro resumió la vida del Maestro amado y admirado. Vamos a evocar finalmente una sola escena evangélica que refleja el espíritu de servicio y entrega a los demás, que lo inspiró toda su vida. El lavatorio de los pies en la última cena, la noche en que iba a ser entregado (Juan 13:1-20), es el gesto que más fielmente expresa la vida de Aquél que se presentó ante los hombres como el servidor de todos (Marcos 10:45).
Este maravilloso equilibrio entre la paternidad de Dios y la fraternidad entre los hombres, rasgo esencial del mensaje evangélico, le confiere toda su originalidad y belleza. Y este equilibrio maravilloso con que estos dos rasgos están maravillosamente compenetrados y unidos en la vida de Jesús, constituye también la fuente de fascinación de la figura de Jesús. La coherencia perfecta entre doctrina y vida hacen más atractivos su figura y su mensaje. Es fuente de fascinación y de credibilidad para todo aquél que se acerque a Jesús y su mensaje con ojos limpios. Y esta armonía entre la preocupación por Dios y la preocupación por el hombre es tanto más admirable si tenemos en cuenta que a los seguidores de Jesús, a lo largo de la historia, no les ha resultado nada fácil mantenerla, ni en la exposición teórica del mensaje, ni en la vivencia práctica del mismo. Siempre ha acechado un peligro, que no ha sido fácilmente conjurado. Siempre nos amenaza subrayar un extremo con detrimento del otro. Esta es la causa principal de la fascinación que tiene para mí el mensaje de Jesús, que es, a la vez, afirmación radical de Dios y afirmación radical del hombre. Y es también, personalmente, la que brinda a mi fe su más sólido apoyo. Hacia la construcción de un mundo nuevo El mensaje de Jesús es un mensaje estrictamente religioso, como ha quedado claro. Es “teo-logia”: palabra sobre Dios. Pero precisamente porque es un mensaje religioso o teológico, tiene esenciales implicaciones en la totalidad de la persona y de la vida individual y social. Ciertamente, el evangelio busca primariamente el cambio interior, el cambio de corazón, la conversión personal. Pero esa conversión compromete la totalidad de la persona, no sólo en su aspecto individual, sino en su dimensión social. El mensaje de Jesús concierne al corazón y concierne a la configuración de la sociedad. No es un asunto puramente interior y privado. Es una nueva actitud de Dios para el hombre, y, consiguientemente una nueva actitud del hombre ante Dios, ante los hombres y ante la historia. “Hoy está de moda resaltar que el interés de Jesús se centra total y absolutamente en el hombre. Verdad indiscutible. Pero su interés se centra total y absolutamente en el hombre porque primariamente está centrado total y absolutamente en Dios”. No hemos entendido el mensaje de Jesús si vivimos olvidando nuestra responsabilidad en la sociedad actual, que tiene que ser configurada según el proyecto de Dios.
La historia del hombre sobre la tierra es la historia de un inmenso fracaso. Y Jesús vino a encarrilar de nuevo la historia. El hombre, al principio, desbarató el plan originario de Dios: dijo que “no” a Dios (Adán y Eva). Y el que dijo que “no”, a Dios, a continuación dijo que “no” al hermano (Caín y Abel). Los primeros capítulos del Génesis, en una alucinante y dramática sucesión de escenas, nos muestran las consecuencias de la ruptura del hombre con Dios y con los hermanos. Jesús, restableciendo la comunión de los hombres con Dios y con los demás, trata de encarrilar de nuevo la historia, devuelve al hombre su verdad original y lo pone en el buen camino.
Este fue el sueño de Jesús, la pasión que inflamó toda su vida, la causa a la que consagró todas sus energías: que todos los hombres viviéramos como hermanos, en esta tierra de todos, bajo la mirada de Dios, el Padre de todos. Y ésa fue la tarea que dejó en nuestras manos: hacer de este hosco y desapacible planeta un hogar caliente y acogedor, una mesa redonda y familiar con sitio para todos, la casa común de todos. Al final de la revelación, en Apocalipsis 21:5, leemos, como una espléndida consigna final, estas emblemáticas palabras “He aquí que hago nuevas todas las cosas”. Estas palabras serían una realidad ya, si los hombres nos hubiéramos tomado en serio el mensaje que Jesús nos dejó: el mensaje de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los hombres.
A modo de recordatorio final una síntesis del mensaje de Jesús: “Vosotros orad así: Padre nuestro…” (Mateo 6:9). Estas dos palabras iniciales constituyen otra bella síntesis del ser y del vivir cristianos. Al decir «padre», proclamamos que Dios es el padre de todos los hombres; y al añadir «nuestro», tomamos conciencia de que todos somos hermanos. He aquí las dos palabras fundamentales, que nos recuerdan lo que somos y lo que tenemos que hacer: ser y vivir como hijos ante Dios y ser y vivir como hermanos de todos.
Hay que leerlos los evangelios a la luz de la parábola del tesoro escondido (Mateo 13:44-46). En la vida del cristiano, todo comienza con un fenómeno de entusiasmo. Así el cristiano, “va y, lleno de alegría, vende todo lo que tiene”… En el mensaje de Jesús —en la vivencia que tenemos del mismo y en la presentación que hacemos a los demás— debemos distinguir siempre dos momentos o aspectos fundamentales: Primero, hay un anuncio gozoso de algo bello y fascinante. Después, en segundo lugar, como consecuencia de aquel anuncio tan bello, somos urgidos a responder con la fe y la conversión. El mensaje de Jesús no es, primariamente, una invitación a la conversión. Primero es proclamación de la Buena Noticia. La fe y la conversión llegan como una feliz y espontánea consecuencia. Primero es la acción de Dios (llamamiento); después, la respuesta del hombre (conversión). El anuncio del amor de Dios y de los dones de su amor hace posible y exigen una respuesta. Debemos estar despiertos, porque el Señor, a toda hora, llama a nuestra puerta. Podemos abrirla o cerrarla a cal y canto (Apocalipsis 3:20).
Isaías Florentino Lira
Marzo de 2010
Adaptación de un texto de García-Revilla-V.
En este mes del amor y la amistad, es bueno meditar que Dios nos amo primero y ahi radica la verdadera amistad.