Enric Capó, España

LupaProtestante

El anuncio de la celebración del  I Encuentro de Evangélicos por la participación en la vida pública prevista para el próximo día  9  constituye un nuevo motivo de inquietud para los que no siempre estamos de acuerdo con los criterios de acción política y cívica de los cristianos conservadores que han organizado  el encuentro. Nos tememos, en especial en este tiempo de elecciones, que de forma paulatina, y sin que apenas nos demos cuenta, aparezca un lobby evangélico que, sin pretender representar a todo el pueblo protestante, dé la imagen  de que de una forma u otra, sí lo representa. 

Esta inquietud tiene su fundamento en la experiencia de los EE.UU. donde el lobby “evangelical”, hasta hace poco liderado por Ted Haggard, con unos pretendidos 30 millones de personas, tiene un peso específico muy grande en la Administración americana. Haggard mismo se jactaba del respeto que inspiraba en cualquier foro político por llevar con él 30 millones de votos y de la libre entrada que tenía en la Casa Blanca. La responsabilidad de este lobby en la espantosa política belicista llevada a cabo por el presidente Bush, debería investigarse y exigir responsabilidades.

Sabemos que la situación española es muy distinta y no es posible  establecer comparaciones válidas. Sin embargo, aunque sea a pequeña escala, es muy peligroso transitar este camino en que una iglesia, un grupo, o un organismo en el marco religioso, aun con fines y propósitos muy laudables, haga manifestaciones sobre temas puramente políticos. Este es el problema del Observatorio Cívico Independiente de la Alianza Evangélica Española. La  visita del presidente y secretario general de este organismo a la sede del Partido Popular y su entrevista con Ana Pastor, acompañados por un hombre de tal significación política como César Vidal, da mucho que pensar y que temer. Lo más grave no es sólo que se hagan manifestaciones inaceptables para muchos, al estilo de lo que han hecho los Obispos en el documento sobre las elecciones, recientemente publicado, sino que empecemos a seguir un camino  que nos ha de estar totalmente prohibido: intervenir, ya sea como iglesias o como organismos paraeclesiales,  en cuestiones políticas. Si lo hacemos, entramos en un terreno que no es el nuestro y, aunque aparentemente nos puede dar prestigio e influencia, es altamente peligroso para nuestro testimonio.  La política no es para las iglesias.

Esto no quiere decir que en un momento dado no sea preciso dar la voz de alarma y denunciar situaciones abierta y irrefutablemente rechazables, como ocurrió en la Alemania nazi, en que las  iglesias, sin embargo, no estuvieron a la altura de su vocación.  Pero, esta voz de las iglesias ha de estar al servicio del evangelio, no de opciones políticas humanas, por muy aceptables que nos parezcan. Si en el período de las elecciones –y también en todas las demás ocasiones- se  hacen declaraciones, éstas han de darse en el contexto de la defensa de los derechos humanos y han de estar destinadas a  llamar la atención sobre los que en nuestra sociedad sufren opresión o marginación. No es la Iglesia, sino el individuo, es decir, el creyente, que ha tomar su  decisión política. Las orientaciones para el voto no han de venirle nunca del exterior, sino del interior, es decir, de su propia conciencia iluminada por la Palabra de Dios. La Iglesia proclama los altos valores del evangelio; el creyente, si los halla conformes a la Palabra de Dios, los aplica en el día a día de  la política, dando su voto a aquellos partidos que entiende los defienden mejor. Su decisión no ha de estar en función de lo que personalmente le beneficia, ni de los intereses de la Iglesia como institución, sino del bien común. Tampoco  ha de estar en función del credo religioso que un determinado partido profesa, sino en la rectitud y justicia de sus postulados políticos y sociales.

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