Por José Enrique Pérez. viernes, 12 de septiembre de 2008
Ayer regrese a casa sobre las 6 de la tarde. Al llegar abracé a mi esposa y sin poderlo evitar me puse a llorar…
En la mañana había salido con un grupo de hermanos a visitar los miembros de nuestra iglesia que habían perdido el techo de sus casas. Empezamos por la casa de Felicia, la encontramos aturdida, junto a su hija de 10 años; toda su casa mojada, las camas, sus rústicos muebles… todo destilaba agua. Sus ojos estaban rojos, sabía que había estado llorando. Su esposo estaba en el campo, había ido a saber de su mama, pues no tenía noticias de ella.
Luego llegamos a casa de Carmen, el esposo recogía por el patio algunos pedazos de cartón para “remendar el techo”. Ella cuando nos vio, nos abrazó, no podía hablar, por sus ojos corrían lagrimas… durante un minuto nadie pronunció palabras, finalmente pudimos orar y nos marchamos cabizbajos, en silencio…
Por el camino nadie hablaba, llegamos a la casa de Mercedes; ella vive en un caserón de más de 100 años junto a otras tres familias. La casa peligrosamente se había abierto, con riesgo de derrumbe. Algunos de los hermanos que nos acompañaban temían pasar por el umbral de la puerta, que ya ni se podía cerrar por la inclinación que tiene. Entramos, los muebles apilados, el agua goteando sin parar. Al fondo de la casa, encontramos un rincón menos amenazante que el resto de la vivienda y allí conversamos.
Mercedes lloró en silencio. No tiene a donde ir, su casa, como muchas otras, no clasifica entre las más afectadas; nuestro municipio tampoco está dentro de los más críticos del país. Ella sabe que hay 150 mil viviendas en la nación que hay que reparar antes. Luego ¿cuántas miles más estarán como la suya? ¿Podrá haber alguna salida a corto plazo para esta cubana?
Faltaría espacio para hablar de Sarai, una mujer enferma, que vive sola con un hijo de 13 años y que perdió el techo; Faustino, un minusválido, que está evacuado pues su casa se cayó; Silvano, con su colchón al sol, cocinando con leña junto a otros vecinos…
Mi esposa trató de sacarme de mi depresión mandándome a bañar, antes que desaparecieran los últimos rayos de luz solar, recordándome que nos esperaba una larga noche sin corriente eléctrica. Según se dio a conocer después por la radio, esa noche en toda Cuba no hubo luz eléctrica.
Me esperaba una noche incómoda. El calor y los mosquitos no dejaban conciliar el sueño. En el silencio de la noche, mis ojos siguieron llorando. Las imágenes de mi país y el rostro de muchas personas empezaron a rodar por mi mente…Lloré mientras recordaba el relato de los líderes de nuestra obra en su recorrido por la Isla y la provincia de Pinar del Río. Lloré por todo el desastre que a través de la radio y la televisión he podido ver y escuchar.
Lloré al ver a los líderes de la nación dando palabras de aliento, animando a los afligidos, dando esperanzas de recuperación, sin tener en sus manos los recursos para resolver tan gran desastre.
Lloré por mi incapacidad para ayudar a tantos hermanos que lo han perdido todo.
Quise comprar alimentos para llevar a mis hermanos de otras provincias, pero no los encontré en ningún lugar. Quise al menos visitarlos aunque no les pudiera llevar nada, pero el combustible para mover el transporte subió tanto que es prácticamente imposible de comprar. No hay puntillas, no hay madera, no hay tejas de fibrocemento o de zinc, no hay ningún abastecimiento en las tiendas donde podamos comprar algo para ayudar a nuestros hermanos a reparar sus viviendas…Lloro por mi incapacidad para poder ayudar a mi comunidad de fe, mis hermanos en Cristo, la gente que Dios me dio para pastorear.
En medio de mi desesperación vino a mi mente un texto en Mateo 5.4: “Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación.”
A propósito recordé esta preciosa lectura devocional del libro de Christopher Shaw: “Alza Tus Ojo” con la que termino este comentario: “Dios en su misericordia, permite que derramemos lágrimas por nuestra situación, porque las lágrimas son el principio de la sanidad.
Esta verdad es contraria a muchas de las enseñanzas que nos transmite nuestra cultura. La ausencia de lágrimas, no obstante, denota una extraña dureza de corazón, producto de una falta de contacto con nuestra vida emocional. Quien no llora, aprendió en algún momento de su vida que las lágrimas solamente le traían problemas. En su deseo de evitar estas dificultades, reprimió un aspecto de su personalidad que es tan natural y necesario como alimentarse.
David, uno de los hombres más genuinamente espirituales en la Biblia, frecuentemente derramó lágrimas. En el Salmo 6 confesó que había regado su cama con lágrimas. En el Salmo 42 declaró que sus lágrimas habían sido su pan de día y de noche. Cristo lloró en más de una oportunidad por cosas que nosotros ni siquiera entendemos. Pedro lloró desconsoladamente luego de negar a su Señor. Los hermanos de Éfeso lloraron intensamente cuando Pablo les dijo que ya no los volvería a ver. Todo esto indica una manera natural de expresar tristeza y abrir las puertas al obrar de Dios.
Es precisamente a esto que Cristo apunta cuando declara que los que lloran son bienaventurados. Sus lágrimas no los dejarán vacíos y solos. El llanto de origen espiritual no produce desconsuelo “La tristeza que proviene de Dios produce el arrepentimiento que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte.” (2 Co 7.10). Junto al llanto vendrá la mano tierna de Dios, que consuela a los afligidos y seca sus lágrimas, pues él es un Dios que «sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas» (Sal 147.3). Quien ha experimentado este consuelo sabe que luego del llanto uno se siente purificado y refrescado, como la tierra sobre la cual ha caído la lluvia.
En ocasiones, estas experiencias que nos hacen llorar, forman parte de la acción del Espíritu por la cual logramos descubrir nuestra verdadera condición humana. Quedan al desnudo todas las posturas y actitudes que en algún momento nos llevaron a pensar que éramos algo. Nuestra penuria se torna dolorosamente evidente y nos quebrantamos internamente por esta realidad tan radicalmente opuesta a la que creíamos poseer.
No es ninguna vergüenza llorar por la acción del Espíritu en nuestras vidas. ¡Benditas lágrimas celestiales!
Ay de los que nunca lloran, porque la tristeza y la angustia les acecharán toda la vida.
Si alguien en algún momento considero inoportuno unirse a la campaña “50 Días de Oración por Cuba”, hoy día 172, después del inicio de la campaña, creo que todos coincidan en lo necesario de orar por nuestra nación.
¡Seguimos orando por Cuba!