LP. Jaume Triginé
Mucho se habla, en determinados ambientes eclesiales, de renovación. Término al que se asocia, con frecuencia, una connotación de experiencia extraordinaria, habitualmente teñida de exaltación y que se evidencia a través de reacciones emocionales y de la búsqueda de dones como la glosolalia, profecía (no tanto en el sentido bíblico de denuncia, sino de anticipación de acontecimientos), señales, milagros…, que induce a una forma de espiritualidad generadora de entusiasmos momentáneos, pero también de frustraciones posteriores cuando la realidad existencial (aquello que en teología denominamos autonomía de la creación) sigue su propio camino y se aleja de expectativas, deseos, profecías y mesianismos.
En otros contextos, la renovación es asociada a cambios en la performance cúltica que alcanzan tal nivel de decibelios, luces y atrezzo que uno duda (sin hacer juicios de la sinceridad de las personas, pero sí considerando lo que se ofrece a nuestros ojos) de si tales cambios en la estructura litúrgica han sido impulsados por el Espíritu Santo o por el sistema límbico de quienes confunden sus necesidades espirituales, emocionales o estéticas con las de los demás, que quizá sólo aspiran a una experiencia íntima y comunitaria de fe y a una apertura serena a la trascendencia y al misterio.
Para otros la renovación se asocia a un incremento de actividades hasta el límite del activismo agotador. Más programas, más servicios, más actividades. Erróneamente el número de actividades de la iglesia es para muchos el criterio de medida de la vida espiritual del creyente y de la comunidad; pero este no es el criterio de medida divino. El criterio de medida que hemos de considerar es la obediencia a Dios en todas y cada una de las facetas de nuestra vida y con qué motivación hacemos lo que hacemos. La renovación afecta, por lo tanto, a todo nuestro ser: relaciones familiares, ética laboral, compromiso político, relación con la creación (conciencia ecológica)… y a las motivaciones últimas por las que actuamos.
Llegados a este punto acerca de las motivaciones, nos hemos de preguntar: ¿Quién se conoce suficientemente a sí mismo? La psicología ha demostrado que la autopercepción es subjetiva; que hay áreas que nos son ciegas, que ciertos aspectos de nuestra personalidad pueden ser mejor conocidos por los demás que por nosotros mismos. También la psicología nos advierte del hecho de que existen áreas que ocultamos a los demás, por lo que aquellos con los que nos relacionamos, incluso de forma más íntima, tampoco nos conocen completamente. Por lo tanto, una motivación que nos sitúe a nosotros en la centralidad que corresponde a Dios y al prójimo invalida la mejor de las acciones personales o comunitarias.
No entendemos, por lo tanto, la renovación como una experiencia efervescente y, por ende, momentánea; sino como un proceso continuado a lo largo de la vida cristiana consistente en el deseo diario y permanente de reflejar la voluntad de Dios en todas las áreas en las que nos desenvolvemos: familia, comunidad de vecinos, trabajo, negocios, universidad, iglesia…
La renovación, los procesos de cambio, la adecuación a nuevas realidades es, sin duda, una necesidad vital y un imperativo en todos los órdenes de la vida. El hombre es un animal de costumbres. Caemos en rutinas. Hacemos determinadas cosas por inercia. Tendemos a instalarnos en lo que los psicólogos denominan el círculo de comodidad. Tanto es así que la comodidad se ha convertido en una gran motivación. Muchas de las cosas que hacemos o dejamos de hacer, las hacemos o dejamos de hacer por comodidad. Esto es válido también para la dimensión espiritual o religiosa de la existencia.
Se imponen por lo tanto un sinfín de preguntas: ¿Qué hacemos para evitar la acomodación en el plano religioso? ¿Estamos satisfechos con el nivel de espiritualidad que hemos alcanzado? ¿Tenemos suficiente conocimiento de la Palabra de Dios? ¿Permitimos que la Palabra de Dios, por medio del Espíritu Santo, vaya moldeando en nosotros la imagen de Jesús? ¿Hemos alcanzado la mente de Cristo de la que habla Pablo? Conviene no olvidar que los procesos de renovación personal y comunitaria suelen iniciarse como resultado de un estado de insatisfacción con el status quo presente.
Renovación es avanzar hacia la incorporación del modelo perfecto de humanidad: Jesús de Nazaret. Ello quizá requiere reenfocar el foco de la atención espiritual que en el inicio de nuestra vida de fe estaba centrado en Jesús. Ahora bien, en el camino de la vida hemos tenido que ir haciendo frente a los hijos que crecen, los hijos adolescentes con sus crisis, los jóvenes que no se independizan, la crisis económica, los padres que se hacen mayores… y quizá nuestro foco de atención se ha desplazado a otras realidades.
Motivo del desplazamiento de foco puede ser también la iglesia en el sentido de que existe el peligro de que en nuestro foco de atención se desplace de Jesús a la estructura eclesial y Jesús termine siendo el gran desconocido de la comunidad de fe. Renovación significa recuperar a Jesús y volver a lo esencial de lo que enseñó y vivió.
Un conocido autor, J. A. Marina, hablando en clave católica señala que no siempre es fácil redescubrir a Jesús porque su imagen no siempre se nos presenta nítida por la cantidad de aspectos interpuestos a su figura a lo largo del tiempo. Son elocuentes sus palabras al respecto. «Si hay algo difícil de ver en el cristianismo actual es la figura de Jesús de Nazaret, oculta bajo los escombros de siglos enteros de charanga y tamborrada, extemporáneas seguridades teológicas, jesusitosdemivida, imágenes de escayola, sagrados corazones…».
Con la reforma religiosa del siglo XVI, el protestantismo intentó erradicar los escombros a los que hace referencia J. A. Marina (superstición medieval, valor de los relicarios, papel de las imágenes, jubileos, indulgencias plenarias, enseñanza oficial de la iglesia…) para poder recuperar la figura original de Jesús. Históricamente hablando, el protestantismo, por sus formas más austeras frente a la iglesia católica, ha distorsionado en menor medida la imagen de Jesús.
Pero cuatrocientos noventa y cuatro años de protestantismo también han generado ciertos escombros, en especial a través de los diferentes modelos interpretativos (hermenéutica y exégesis bíblica), cristologías, énfasis doctrinales y matices denominacionales… Redescubrir es quitar todos estos escombros y quedarnos de nuevo con el Jesús de la Palabra.
Renovación es profundizar en su sistema de vida y en sus enseñanzas éticas, no superadas por ningún sistema filosófico o religioso; es hacer del Sermón del Monte nuestra constitución. Es vivir de forma sencilla. Es actuar de forma humilde, sin prepotencia ni orgullo. Es procurar actuar de modo justo en la familia, en el trabajo, en la iglesia. Es trabajar en favor de la paz. Es ser sensibles a las múltiples necesidades que hallamos a nuestro alrededor, cuando los problemas del prójimo no conmueven y desarrollamos acciones para atender aquellas necesidades que podemos subsanar. Es continuar dando a conocer este modelo de vida a quien quiera escucharnos.
Frente a la efervescencia que, transcurrido un breve espacio de tiempo, se desvanece, optamos por asociar a la renovación el símil de la semilla de mostaza de la parábola que, siendo una de las más pequeñas, termina por generar un gran árbol. Es la opción de vivir y seguir diariamente al Maestro de Nazaret. Menos espuma y más semilla es lo que nuestras comunidades necesitan a fin de reflejar y realizar su misión espiritual en nuestro convulso aquí y ahora.