LP. Juan María Tellería Larrañaga
El amor nunca deja de ser. (1 Corintios 13, 8a BTX)
El capítulo 13 de la llamada Primera Epístola de Pablo a los Corintios no solo es uno de los textos favoritos de muchos creyentes, sino que incluso ha servido de inspiración a algunos artistas que han compuesto a partir de él poemas y cantos. Y con razón. No son pocos los que lo consideran el pasaje más hermoso de las Sagradas Escrituras, quizá incluso el más importante en opinión de algunos, el que mejor resume lo que han de significar la vida y la praxis cristianas. Pero una cosa es cierta: es un texto que ya desde su primer versículo nos crea problemas. Y no solo a nosotros, los creyentes de hoy. También a los antiguos. Toda la complicación gira alrededor de una sola palabra, del término más importante que contiene, el sustantivo griego ágape.
Los cristianos romanos antiguos lo tradujeron al latín por cáritas, de donde se deriva el castellano caridad, y así aparece en algunas versiones clásicas de la Biblia en nuestro idioma, entre ellas las primeras ediciones de la Reina-Valera. La traducción en sí era muy acertada en su momento, pero la derivación que se produjo del vocablo caridad como equivalente de “dar limosna” la desvirtuó por completo. De ahí que versiones nuevas, como la Reina-Valera de 1960 y 1995, Dios Habla Hoy, la Nueva Versión Internacional, la Biblia Textual, la Biblia Traducción Interconfesional y otras, la desecharan y colocaran en su lugar el término amor, lectura que empleamos hoy con más profusión, tanto que incluso le damos a 1 Corintios 13 el nombre de el capítulo del Amor con mayúscula, como se lo suele conocer en nuestros medios.
Y de nuevo nos encontramos con una excelente traducción que se va al traste por la derivación de su significado hacia un concepto peligroso. Traducir el griego ágape por amor es correcto, del mismo modo que lo fue cuando los antiguos cristianos romanos lo tradujeron por cáritas en su lengua latina. Pero, al igual que con el paso del tiempo el término caridad dejó de expresar lo que el texto sagrado decía, tampoco hoy el vocablo amor se comprende ya en buena parte del campo evangélico tal como el apóstol Pablo hubiera deseado. Si aquella primera traducción caridad de algunas versiones bíblicas, Reina-Valera antigua incluida, acabó ofreciendo una imagen falseada de lo que la Palabra de Dios quería transmitir y parecía que se hacía hincapié en obras puramente externas, desgraciadamente en boca de muchos creyentes contemporáneos el término amor viene a reflejar un simple sentimiento desbordado que se derrama en ciertos momentos muy concretos de forma incluso excesiva (por no decir enfermiza), para luego quedar en agua de borrajas, por emplear una expresión muy castiza en nuestro idioma. Ni siquiera se materializa en una obra externa que por lo menos pudiera beneficiar a otros. Simplemente, no queda nada, no hay nada. Concluyen esos instantes de exaltación religiosa o pseudo-mística, bien dirigidos demasiadas veces por hábiles manipuladores verbales o musicales, y después todo se acaba. Tanto que conocemos demasiados casos de presuntos creyentes que dejan de serlo en la práctica, a veces de la noche al día, solo porque ya “no sienten ese amor” que experimentaron en cierta ocasión, o peor aún, que censuran y condenan acerbamente a quienes no comparten con ellos en lo que llaman “adoración” o “alabanza” esas manifestaciones pura y simplemente emocionales.
No vamos a proponer en esta reflexión ninguna nueva traducción del vocablo griego ágape, ni mucho menos. No se trata de un problema de traducción, sino de comprensión del conjunto de la enseñanza de las Escrituras. No tienen la culpa, desde luego, quienes dedican su vida, o parte de ella, a la ardua y complicadísima tarea de verter la Biblia en nuestros idiomas modernos, labor por la que debieran merecer toda nuestra admiración y todo nuestro respeto, sino más bien aquellos que instruyen, o mejor dicho, aquellos que debiendo hacerlo, NO instruyen a las congregaciones en lo que significa realmente este pasaje paulino en cuestión y el conjunto de la Biblia, y permiten, quizás por ignorancia, o por comodidad, tal vez por pura desidia, ¿o será en algunos casos muy concretos por intereses particulares?, que sus ovejas se extravíen por derroteros que no tienen nada que ver con la enseñanza escrituraria y se lancen de lleno al vacío.
El apóstol Pablo no presenta el amor (aceptamos como válida la traducción al uso de la Biblia que tenemos delante) como una obra o un sentimiento humano. Dice con claridad que se trata de un don, de un carisma, por emplear el término que impregna los capítulos 12-14 de 1 Corintios. No es algo que el cristiano pueda generar por sí mismo, por mucho que lo desee, sino algo que recibe como un regalo, solo porque Dios así lo quiere. Y se trata de un amor que está muy lejos de conformarse con un simple cumplimiento de prácticas externas, por muy loables que pudieran resultar: ni el hablar en lenguas o el manifestar mensajes proféticos, como sucedía en aquellas décadas previas a la plasmación por escrito del conjunto definitivo de la Palabra de Dios, ni el ostentar grandes conocimientos sobre lo humano y lo divino, ni el hacer prodigios, ni siquiera el entregarse al martirio tienen valor realmente a su lado, como nos dice el mismo Apóstol de los Gentiles en 1 Corintios 13, 1-3. Y por supuesto, no se parece ni de lejos a esos sentimentalismos delirantes expresados en gestos, movimientos y voces disonantes que tanto recuerdan, y tan desagradablemente, por cierto, a muchos cultos paganos de la antigüedad y de la actualidad, y que algunos se empeñan en vender como indicativos de la fe evangélica hasta por los medios de comunicación.
Las palabras de Pablo, si las leemos con el respeto y la suma atención que merecen, nos presentan más bien un carisma que implica una madurez total del creyente y una vida completa de servicio y de entrega, hasta el sufrimiento si es necesario, pero como un principio rector de la existencia desde lo Alto, que conlleva un proceso de crecimiento y que no siempre tiene por qué hacerse palpable o evidente a los demás. Por decirlo en pocas palabras: el amor al que se refiere el Apóstol es algo que no podemos contar, pesar ni medir. Los términos que encontramos en 1 Corintios 13, 4-7 como explicaciones o ilustraciones de lo que realmente define este amor que procede de Dios trazan con gran acierto lo que ha sido la trayectoria de innumerables miríadas de creyentes, la mayoría de las veces anónimos, que a lo largo de los veinte siglos de historia del cristianismo han pasado por esta tierra como hijos de la luz, con un testimonio quizás no demasiado conocido, no muy patente, sin ruido, pero siempre dirigido de forma eficaz por el Espíritu Santo, de manera que ha producido, produce y seguirá produciendo el fruto que el Señor le ha designado.
La realidad a que apunta Pablo es que todo cuanto hoy conocemos pasará, dejará de ser, porque está llamado a la desaparición definitiva. Pero no este amor que nos es dado por una disposición especial de la Gracia divina. Ni siquiera la fe o la esperanza, que marcan el tránsito de los creyentes por esta vida, tendrán lugar en el Reino venidero. Allí ya no habrá nada que esperar, nada en lo que creer sin haberlo visto. Todo será certeza y plenitud. El amor de que habla 1 Corintios 13 es lo único que nos llevaremos de esta vida, es decir, el don divino que motiva y sustenta todos los otros, aquello que nos define realmente como cristianos, se vea o no, y nos permite pasar por este mundo como auténticos hijos de Dios, como creyentes genuinos, verdaderamente evangélicos, o sea, de la Buena Nueva de Salvación en Cristo, sin necesidad de grandes aspavientos.