LP. Jaume Trigine Prats

Las fronteras son cada vez más permeables. Se hace difícil encontrar ejemplos de fronteras completamente herméticas. En el campo de la biología las membranas celulares son un ejemplo de porosidad y de interacción de la célula con su entorno. En la escena geopolítica, los actuales flujos migratorios ponen de manifiesto la permeabilidad de las fronteras políticas de antaño; cuando se pretende evitar la entrada de emigrantes por un determinado punto geográfico, los flujos migratorios siempre encuentran nuevos lugares para concluir su éxodo. En el ámbito de la comunicación: Internet, las redes sociales… han puesto de manifiesto que raya la utopía la pretensión de mantener la información en cotos cerrados. Las fronteras tienen que ver más con el pasado que con el presente y el futuro a pesar de continuar levantándose nuevos muros de separación en diferentes lugares del mundo.

Los grupos sociales tienen también sus propias fronteras constituidas por cuestiones ideológicas, principios, valores, motivaciones, costumbres… Son aquellos aspectos que definen un colectivo, le proporcionan una identidad, le singularizan y le hacen diferente de los demás grupos con los que se relaciona en el escenario de la vida. Son las llamadas fronteras psicosociales. También estas fronteras intergrupales son permeables como ponen de manifiesto diferentes investigaciones empíricas en el campo de las ciencias sociales. Esta permeabilidad se manifiesta por la pertenencia de los miembros de un determinado colectivo a otros grupos sociales y por los fenómenos del modelaje o de imitación. Debe considerarse un axioma el hecho de nosotros influimos sobre otros del mismo modo como otras personas influyen sobre nosotros.

La iglesia, en cuanto grupo social, posee también sus propias fronteras psicosociales constituidas por su cosmovisión, su antropología, su doctrina, su eclesiología, su ética, sus matices históricos y denominacionales… aspectos que, como en cualquier otro grupo, le proporcionan una identidad específica, le singularizan y le hacen distinta de otras tradiciones religiosas o de otros colectivos filosóficos, políticos, culturales o de cualquier otra índole.

Si bien la iglesia no pertenece al mundo en el sentido de que no se rige por la totalidad de los principios y valores de una sociedad catalogada de postmoderna y postcristiana si que, a través de sus miembros, está en contacto con otros colectivos y conviviendo con personas no cristianas en los diferentes espacios de interacción como es el mundo del trabajo, el académico, el cultural, el asociativo… La permeabilidad de las fronteras psicosociales, a las que hemos hecho referencia, permite la interacción de personas procedentes de diversos colectivos entre las que se produce, la mayoría de las veces de un modo inconsciente, un proceso de mutua influencia u ósmosis que provoca un trasvase ideológico entre ellas.

Así, constatamos como algunos de los rasgos de la sociedad actual aparecen de forma sutil o manifiesta en la iglesia. Ejemplos de estos rasgos sociales pueden ser el relativismo ético sin marco de referencia, subjetividad, pensamiento débil, devaluación de la razón a favor del sentimiento, narcisismo, individualismo… También la influencia de filosofías contemporáneas como la del new age con su alta dosis de sincretismo religioso, espiritualidad y misticismo difuso, intuición y experiencia sensible por encima del conocimiento y del método científico, música y técnicas de relajación para alcanzar determinados estados de conciencia… Sus manifestaciones en la iglesia las hallamos en forma de relativismo moral, descuido de los fundamentos bíblicos y teológicos que explican la fe cristiana, superficialidad en el púlpito y en los grupos de estudio, fragmentación de comunidades por motivos no siempre significativos ni justificables, individualismo, incremento de las partes del culto de naturaleza más emocional y reducción de las partes más reflexivas e introspectivas, énfasis en los tiempos denominados de alabanza o adoración, como si la totalidad del culto no fuese un acto de adoración, en detrimento del papel central que la Palabra de Dios ha tenido en el culto reformado.

Cabría revisar tanto a nivel personal como comunitario si determinadas formas de actuación corresponden a un genuino seguimiento de Jesús y a la necesidad de contextualizar su mensaje a nuestro entorno sociológico o, más bien, son el resultado de la influencia del contexto en el que nos desenvolvemos. La iglesia debería asimismo evaluar los contenidos litúrgicos de su estructura cúltica a fin de discriminar si contribuyen a su función de abrirnos al trascendente, facilitando la experiencia de Dios, o reflejan más bien las necesidades personales, emocionales, psicológicas o estéticas de quienes dirigen sus diferentes partes.

El culto cristiano ha de tener en cuenta las necesidades espirituales de las personas. La iglesia no es el espacio para el entretenimiento. Acudimos a la iglesia para vivir una experiencia personal y comunitaria de fe. Esta evaluación debería ser aplicada también a la totalidad del resto de las funciones de la comunidad de fe: testimonio y presencia social, desarrollo espiritual de los miembros, compañerismo cristiano… Y es que confundir las necesidades propias como pastor, responsable de la alabanza o director de ministerios específicos con las de los demás es uno de los principios básicos de la Psicología.

A excepción de aquellos grupos que viven centrados y encerrados en sí mismos, sin práctica relación con los demás, (como pueden ser determinados grupos religiosos con connotaciones de secta y todas las sectas, en general, caracterizadas precisamente por el aislamiento y la endogamia para evitar la ósmosis con otras formas de pensamiento y proteger, de este modo, su propia filosofía de vida), el resto de los grupos nos hallamos en la exogamia y, por lo tanto, a merced de la inevitabilidad de los fenómenos de influencia social de unos sobre otros. Es por ello que la naturaleza de la iglesia es la exogamia; en lenguaje bíblico, no pertenecemos al mundo, en cuanto partícipes de la totalidad de su sistema de valores, pero estamos en él participando de las experiencias comunes con el resto de la humanidad.

En el gran mercado de los valores, algunos compartidos por creyentes y no creyentes; otros, en cambio, específicos de los distintos grupos sociales, la iglesia debería asumir una mayor postura profética, en el sentido de denuncia y presentación de alternativas, frente a aquellos principios, valores y actitudes seculares que no contribuyen a hacer presente el Reino de Dios y a humanizar a las personas.

Los procesos de influencias recíprocas no son homeostáticos, no necesariamente se da un equilibrio entre el influir y el ser influidos. Por lo tanto, del mismo modo como debemos evitar que las influencias externas desnaturalicen la razón de ser de la iglesia, también esta debe aprovechar su presencia en la sociedad para:

  • transmitir su cosmovisión;
  • encarnar los valores del Reino de Dios siendo justos en nuestras relaciones, actuando como mediadores y pacificadores en medio de los problemas y de la complejidad, amando, sintiendo compasión por los cada vez más excluidos el sistema;
  • dar razón de nuestra esperanza tratando aquellas cuestiones que preocupan a nuestros conciudadanos;
  • presentar la alternativa cristiana a sus dudas e inquietudes,
  • explicar nuestra propia experiencia de fe…

Nuestros conciudadanos deben saber que hay otras formas de entender la existencia, otras formas de vida alternativas a la situación de sinsentido y falta de esperanza en que algunos están insertos. Deben saber que, desde la fe, es posible una vida feliz y significativa. La iglesia tiene un mensaje de presente y de futuro que debemos hacer llegar a todos quienes quieran escucharnos. Las fronteras están abiertas para hacerlo.

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