Proceso

Chincha, devastación y dolor

zoraida portillo

Chincha, Perú, 27 de agosto (apro-cimac-semlac).- Desesperación es la palabra que mejor describe la situación de los damnificados por el terremoto que el pasado miércoles 15 de agosto sacudió gran parte de Perú.

Casi 72 horas después del sismo, la ayuda aún no llegaba a muchas ciudades del sur que continuaban sin energía eléctrica ni agua, con sus sistemas de desagüe colapsados y exhibiendo montones de escombros, como testimonio mudo de la devastación.

Una de esas ciudades es Chincha, ubicada a 194 kilómetros de Lima, famosa entre los peruanos por su gente alegre y acogedora, sus bailes de origen africano profundamente arraigados en el acervo cultural de este país, y su ubérrima campiña.

Hoy, por donde se camina, sólo se encuentra devastación y dolor: hay que tener cuidado para no tropezar con los cables de alta tensión regados por las pistas; no pegarse demasiado a las paredes apuntaladas rudimentariamente, a punto de venirse abajo; y eludir no sólo el desmonte acumulado en las calles, sino los muebles sacados apresuradamente de las casas y colocados de cualquier manera en aceras y pistas.

La sonrisa afable de sus pobladores se ha trocado en una mueca de espanto e incertidumbre. Tienen miedo de las réplicas que se suceden una y otras vez; y les recuerdan los dos minutos de pavor vividos el 15 de agosto, pero también tienen miedo de un futuro que se les presenta más incierto que nunca.

“No tengo dónde ir, estoy durmiendo en la vía pública con mis dos hijos”, dice Estela Ramos, quien nos invita a pasar a lo que era su casa, convertida en un amasijo inhabitable del que no ha podido rescatar nada.

“Yo tengo a mi madre inválida, y soy padre y madre de mis tres hijos”, interrumpe Erminda Mercedes. Sin darnos cuenta, estamos rodeados de decenas de personas que insisten en que visitemos sus hogares en ruinas, que saquemos fotos, que los ayudemos; todos quieren hablar, todos tienen un drama qué contar. Ninguno tiene un techo dónde refugiarse.

“Acá, en esta vereda, anoche falleció un bebé de 11 meses, se murió de frío porque nos estamos tapando con periódicos”, dice Maritza Rojas. Horas después el hospital San José, corrobora que la noche del jueves 16 hubo varios ingresos de niños y ancianos con problemas respiratorios debido a que la temperatura descendió hasta los cinco grados.

No fue posible conocer el número exacto porque, al no contar con energía eléctrica, los ingresos se registran manualmente. Los dos únicos hospitales de la ciudad se colapsaron, no solamente por la inmensa cantidad de personas heridas –700, según el jefe de los bomberos–, sino por la falta de medicamentos.

“Mi hijito está con fiebre muy alta, pero en el hospital me han dicho que ya no tienen medicamentos, las farmacias están cerradas por temor a los saqueos y tampoco tengo plata para comprar los remedios”, se queja Irma Hernández, mientras trata de reanimar al niño, que está descalzo y desabrigado. “Es la única ropita que tiene, no logré salvar nada de mi casa”, dice como disculpándose.

Todos damnificados

Chincha tiene alrededor de 60 mil habitantes y, de una u otra manera, todos están damnificados. Marco Casas, capitán del Cuerpo de Bomberos, estima que 80 por ciento de las viviendas se colapsaron y que por lo menos 75 por ciento de los inmuebles tendrá que ser demolido.

Por el momento no hay cómo hacerlo. Ni siquiera se pueden remover los escombros por falta de herramientas y, ante cada nuevo temblor, más paredes se derrumban, más cimientos se desestabilizan.

Desde que ocurrió el terremoto hasta la madrugada del sábado 18, el Instituto Geofísico de Perú había registrado en la zona más de 318 temblores de intensidad baja a moderada. Durante un recorrido por la ciudad, ocurrieron dos sismos, pequeños pero suficientes para avivar los peores temores.

La energía eléctrica aún no se ha restablecido, es necesario cambiar la mayor parte de los transformadores y volver a tender los cables de alta tensión que han quedado inservibles. Muchos postes de alumbrado público se mecen peligrosamente sobre las casas.

El agua potable es otro problema y ninguna autoridad se atreve a decir cuánto tardará en reponerse el sistema de alcantarillado y desagüe. Ni siquiera la comunicación telefónica es óptima.

En cuento a la seguridad, mantener la vigilancia en una ciudad de casi tres mil kilómetros cuadrados, acosada por el hambre y la necesidad, con sólo 190 policías, es casi imposible: La noche del viernes, turbas de pobladores desesperados –a los que rápidamente se unieron delincuentes fugados de una cárcel de alta seguridad durante el sismo– saquearon tiendas, asaltaron los camiones con víveres que pasaban hacia el sur y aterrorizaron a quienes pernoctaban en la vía pública.

“Acá puede cundir el caos, la gente tiene hambre y está en estado de angustia, nosotros no tenemos capacidad de contención, si no viene ayuda de Lima, la situación se puede escapar de control”, admitió un alto jefe policial que pidió no ser identificado.

Luego de una noche de terror, al día siguiente la situación había sido controlada con el envío de refuerzos desde Lima y la intervención del Ejército, lo que no significa que se haya resuelto el problema de fondo: la falta de ayuda eficaz y oportuna.

¿Paciencia?

Mientras el presidente Alan García y sus ministros pedían calma y paciencia a los damnificados, desde la cercana localidad de Pisco, la población chinchana se sentía relegada, puesto que toda la ayuda internacional sigue canalizándose hacia Pisco, que cuenta con su propio aeropuerto, y hacia Ica, la capital departamental, sin llegar a esta devastada provincia.

“¿Cómo puedo pedirle paciencia a gente que está durmiendo en la calle?, a Chincha no se ha enviado una sola carpa”, se quejó Lucio Juárez, alcalde de Pueblo Nuevo, el distrito más poblado de la región: 80 mil habitantes, 80 por ciento de los cuales son damnificados.

“Hemos tenido que comprar ataúdes a crédito porque los cadáveres estaban en la vía pública”, añade. En Chincha han muerto 120 personas, pero en algunas localidades de la parte andina, como San Juan de Yana, que permanece incomunicada por vía terrestre, aún hay cadáveres insepultos.

Dirigentes populares del distrito de Pueblo Nuevo señala que lo que se requiere con más urgencia son carpas, mantas, agua, medicamentos, pilas para las linternas y los radios. “Aunque sea velas y fósforos, ya sé que es muy peligroso ante tanto temblor, pero necesitamos iluminarnos de alguna forma por las noches”, afirmó Ernesto Sauri, del asentamiento humano León de Vivero.

En medio de tanto dolor, una noticia alegra por un instante a los damnificados: en la Plaza de Armas de la ciudad de Pisco, más al sur y epicentro del terremoto, dentro de una carpa de la seguridad social, Erika Gutiérrez, madre primeriza de 22 años, trajo al mundo un robusto niño.

En las afueras de la Municipalidad Provincial de Chincha, Juan Zúñiga trata de hacerse escuchar entre cientos de gritos que reclamaban airados, a los representantes de Defensa Civil, ayuda para sus vecinos.

“Lo hemos perdido todo, usted no sabe lo que eso significa”, reprocha ante la prensa. Algo en el fondo de sus ojos tristes dice que no miente.

En El Trébol, donde vive Juan y otras 200 familias, la mayoría vendedores ambulantes, madres solteras, trabajadores eventuales y jefas de famili
a, no queda una sola casa en pie. Resulta difícil imaginarse que en esa mezcolanza de piedras, vigas y desechos que se extiende hasta donde alcanza la vista, alguna vez latió la vida.

La mayoría no pudo salvar nada, pero inmediatamente juntaron lo poco que les quedaba y levantaron refugios improvisados para albergar a las más de 500 niñas y niños que viven allí. “Tienen que dormir por turnos”, refiere Zúñiga, quien es presidente de El Trébol.

“No tenemos qué comer, pero algo tenemos que darles, hoy les preparamos aguadito (un caldo típico con fideos) y camote (boniato o batata)”, dice Paulina Salvatierra mientras muestra una hornilla improvisada con las mismas maderas que alguna vez sostuvieron sus casas.

“Sólo alcanzó para 30 raciones –suspira–; yo no he comido nada desde el terremoto”, afirma.

Cada familia tiene una historia qué contar. Todas son dramáticas y su denominador común es la pobreza, el abandono, pero también las ganas enormes de salir adelante, como aquella adolescente-madre de 17 años que es huérfana y sostén de su hermanito de 11 años gracias a su oficio de chatarrera. O Dina Aburto, que se lamenta por no haber podido salvar ni siquiera una cama para que duerman sus hijos de 3, 4 y 5 años. O Victoria Balboa, padre y madre de sus hijos de 11 y 7 años, uno de ellos discapacitado. “Lo hemos perdido todo, menos la esperanza de salir adelante”, subraya Rocío Elvira García.

Todos se pasan la voz: ¡ha venido la prensa! y corren alborotados a contar su historia, tal vez para desahogarse, pero también con la esperanza de que por este medio puedan conseguir la ansiada ayuda que necesitan: carpas, frazadas, comida para niñas y niños.

 

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