LP. Enric Capó, España

Vivir es nuestra tarea esencial. Cuando se reduce a su mínima expresión, adopta el nombre de sobrevivir. Pero todos coincidimos en que sobrevivir no es, propiamente hablando, vivir. Es una forma anómala, injusta, de vida. Para obtener la categoría de vivir es preciso alcanzar e ir más allá de unos mínimos. Estos mínimos podemos representarlos como un círculo. Son limitados. No van mucho más allá de tener lo suficiente para nuestra existencia: comida, bebida, ropa para abrigarnos, techo donde cobijarnos. Esto es lo primero que busca el inmigrante que ha llegado a nuestras playas en un cayuco, sin nada más. Son los mínimos para la subsistencia.

Pero nadie se conforma con vivir en este círculo cerrado. Muy pronto en la vida, lo abrimos y lo convertimos en una espiral que, por su misma definición, no tiene fin. Entonces inauguramos la espiral del consumo o, mejor dicho, del consumismo, que nos lleva a buscar y acumular más y más cosas. El propósito de esta espiral es hacernos la vida fácil y placentera. Representa, en teoría, nuestro camino hacia la felicidad, pero su consecución se nos escapa. Podríamos definir nuestra vida presente como un continuo empeño y lucha para lograr ser felices sin casi nunca conseguirlo.

Esto hace que en un momento determinado de la vida, consciente o inconscientemente, nos preguntemos ¿y qué es la felicidad? No lo tenemos nada claro. Subjetivamente la asociamos al placer, todo tipo de placer: desde el que proporciona la riqueza, o el poder, a la satisfacción de todas las pasiones humanas. Puede que en momentos determinados de la vida la vivencia del placer nos dé sensación de felicidad, pero pronto descubrimos que no hemos llegado y la felicidad continúa en el futuro. Esto tiene precedentes. Es la experiencia del hombre rico de que nos habla Jesús: “Alma, tienes almacenados bienes para muchos años: descansa, come, bebe, diviértete”, pero pronto descubrimos que era un espejismo, que detrás de ello no había nada. O muy poco.

Todo esto nos lleva a plantearnos cuál es la definición de la felicidad. ¿Cuál es el objetivo, el telos, final de la vida? Si somos creyentes nos lo plantearemos en términos religiosos: ¿para que nos creó Dios? Si no lo somos, nos lo plantearemos de forma parecida, suprimiendo la palabra Dios. ¿Hay un objetivo final de la vida y, si lo hay, cuál es? Sin embargo, creo que en los dos casos, la respuesta es muy parecida, al menos en sus postulados primeros.

Si la palabra felicidad no la vemos apropiada, es porque tiene demasiados elementos efímeros. Es algo que viene y va; y, a menudo, está determinada por los sucesos de cada día. Depende de cómo nos vayan las cosas. Se basa demasiado en el verbo tener, que es algo escurridizo que no tiene estabilidad. Por esto es mucho mejor descartarlo de principio como incapaz de expresar la estabilidad, tranquilidad y satisfacción que buscamos. El verbo tener ha de ser substituido por el verbo ser. No son las cosas las que nos darán plena satisfacción, sino la construcción armoniosa de nuestra propia vida.

Lo que debería expresar, para creyentes y para no creyentes, el objetivo final de la vida en este mundo, es el concepto de plenitud. Somos llamados a alcanzar la plenitud humana, es decir, llegar a desarrollar armónicamente todas las potencialidades que hay en nosotros. Dicho de otra manera, somos llamados a ser personas en una sociedad de personas. Para fundamentar esto, podemos apelar, o bien a Dios, que nos ha pensado en nuestra plenitud, o a nuestra propia naturaleza humana. Estamos en un camino en el que, a ambos lados del mismo, tenemos elementos humanizadores y otros que son destructivos. Buscar los unos y desechar los otros, es la tarea humana por excelencia. En esto consiste la normativa ética, válida para todos los hombres y mujeres de nuestro mundo. Tillich, en un estudio sobre Moralidad y algo más, nos dice que en todos los hombres hay un imperativo moral, por el cual nos sentimos llamados a ser en la realidad lo que ya somos en esencia. Es importante enfatizar esto para no caer en una normativa ética sólo válida para creyentes, quedando marginados los que no lo son.

La plenitud humana no la podemos encontrar fuera de los conceptos de solidaridad y de amor, no visto como sentimiento sino como camino de plenitud. No parece muy apropiado mencionar el amor en un discurso sobre el comportamiento moral del hombre secular. Nos trae a la mente demasiadas ideas religiosas. Pero si vemos en el amor el principio sobre el que se asienta nuestra estructura humana, entonces probablemente encontraremos el sentido de nuestra vida y de la vida de los demás. Ya hemos dicho que nuestra vocación no es sólo a ser persona humana, sino persona en una sociedad de personas. Nuestro telos (objetivo final) no puede ser independiente del telos de los demás. No podemos ser personas si no lo somos juntamente con los otros. Por esto, nuestro imperativo moral nos lleva a la solidaridad. Y en esto concordamos con la realidad que nos rodea. Los principios que rigen el movimiento de los astros celestes, y que hacen posible su existencia en la inmensidad del espacio, son paralelos a los que rigen la estructura moral de nuestro mundo. Y las palabras que acompañan esta realidad son armonía, orden, solidaridad, amor. Sólo en este principio de solidaridad y de amor se cumple la consecución del objetivo final de la vida. En esto consiste nuestra tarea de vivir.

La Declaración Universal de Derechos Humanos, firmada en 1948, es la expresión más clara del imperativo moral en una sociedad humana. Sin embargo, no es una lista de mandamientos para hacer posible la coexistencia pacífica. Es la expresión de la estructura de nuestra realidad humana. Si los consideramos simplemente como unas leyes universales a las que todos estamos obligados, nos encontraremos con los males que las leyes traen consigo mismas. De ello resultará un legalismo inoperante. Pero si las vemos como objetivo final, como resultado del amor y la solidaridad a que nos llama nuestra búsqueda de la tarea de vivir, entonces estamos en el camino de la plenitud. Las primeras formulaciones del comunismo –que nunca llegaron a cristalizar- apuntaban en el campo económico, a estas realidades, que se expresaron en frases como “De cada uno según su capacidad y a cada uno según su necesidad”. En ellas, como en el caso del compartir bienes en la comunidad primitiva de Jerusalén, lo fundamental es la búsqueda de la plenitud con los demás.

Para ser consecuentes con nuestra profesión de fe cristiana, hemos de añadir que la búsqueda de la plenitud humana queda coja y no alcanza sus objetivos si no se tiene en cuenta el aspecto vertical de la vida, es decir, que si somos cuerpo, también somos mente, y también espíritu en su relación con Dios. Desde la óptica cristiana no hay ninguna posibilidad de llegar a la plenitud humana, a ser verdaderamente personas, en el pleno sentido de la palabra, si no incluimos entre los requisitos de la personalidad humana la necesidad de proveer para el espíritu. Esto no significa que la persona cristiana sea mejor que la que no lo es. Significa solamente que, para nosotros, el camino para alcanzar la plenitud humana exige una referencia a lo que nos transciende. Será en el hombre Jesús –palabra de Dios encarnada, según nuestra doctrina- que encontraremos la imagen del hombre en su realización última, el objetivo, el telos, final de la vida. Y donde y cuando decimos hombre, decimos también mujer. Naturalmente.

Ingresa aquí tus comentarios