Joana Ortega

“Por eso, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, así también haced vosotros con ellos, porque esta es la ley y los profetas.” (Mt. 7,12).

Hace ya algunos años, concretamente en 1964, la televisión alemana le hizo a Hannah Arendt una entrevista en la que afirmaba que para ella lo esencial era comprender. Y en ese esfuerzo de comprensión entiende que la tradición filosófica occidental se caracteriza por una huída del mundo, de lo cotidiano, en definitiva de lo real, porque “… lo que aparece -que es visto y oído, tanto por los demás como por nosotros mismos- constituye la realidad.” El mundo, ese que percibimos, ese que aparece, es el espacio público y es ahí donde debe retomarse “la pregunta por la subjetividad y la identidad.”

La tradición metafísica tradicional y, por extensión la tradición teológica, siempre ha intentado escapar de lo temporal, de lo corporal, de lo contingente. La búsqueda de verdades absolutas, fijas, claras y distintas como fundamento de lo real ha llevado a la tradición filosófica occidental, y a la teología también, a menospreciar lo que se considera el mundo de las apariencias, de lo pasajero, de lo no-real (¿o lo i-real?). Que la verdad sea algo ajeno al ámbito de lo relativo, de lo contingente, de lo que deviene, de lo que hoy es y mañana no, tiene sin duda sus consecuencias políticas (y eclesiales): una minusvaloración de la acción frente a una supravaloración de la contemplación. Ese afán contemplativo ha llevado al pensamiento occidental a la enajenación o alienación de la acción política, entendida ésta no tanto como transformación de un determinado orden social, sino como un establecimiento de las conexiones adecuadas entre el pensar y el actuar.

Cómo se articulan pensar y actuar podría constituirse, como lo fuera en el pensamiento de Arendt, en uno de nuestros objetivos a perseguir. Si la filosofía política desde Platón puede definirse como “los diversos intentos para encontrar las bases teóricas y las formas prácticas que permitan escapar de la política por completo” es porque en el fondo nos resulta insufrible que el ámbito de la acción sea tan frágil, tan cambiante, tan incierto. Si hay algo que la tradición filosófica no puede soportar -la teológica tampoco- es la incertidumbre de la acción (¿o deberíamos decir “la incerteza”?), su naturaleza dinámica, abierta, frente al estatismo y rigidez que se le supone al pensar.

Sin embargo, y teniendo en cuenta esa apuesta que Arendt (y Jesús) hace por el principio de natalidad como inicio, como apertura a lo inesperado, como algo que todavía no está determinado, frente a la opción tradicional por el principio de mortalidad -no sólo como un apartarse del mundo, sino como algo absolutamente seguro y cierto- es en el espacio público (la iglesia también lo es) donde se dan las condiciones de posibilidad de la acción y de la libertad. Esto quiere decir que, de acuerdo con Hannah Arendt, la teoría política tiene la misión de “enseñarnos como comprender y apreciar la libertad en el mundo y no la de enseñarnos a cambiarlo”, no se trata de encontrar bases teóricas y formas prácticas que nos permitan escapar de este mundo, sino de construir un puente entre pensar y actuar que nos permita comprenderlo. Como dijo Jesús: “No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del mal.” (Jn. 17,15).

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