LupaProtestante

ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS (y II)

Eduardo Delás, España

Col. 3:13 – “Soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros”.

Philip Yancey, en su recomendable obra “Gracia divina vs. Condena humana”, afirma citando a D. Seamands:

“Hace muchos años llegue a la conclusión de que las dos causas principales en la mayoría de los problemas… entre los cristianos evangélicos son éstas: no saber comprender, recibir y vivir la gracia y el perdón incondicionales de Dios, y no saber comunicar ese amor, perdón y gracia incondicionales a otras personas. Por regla general, leemos, escuchamos y creemos una buena teología sobre la gracia. Sin embargo, no vivimos así. La buena noticia del evangelio no ha penetrado el tejido de nuestro ser interior”.

Hablar del perdón reclama, inexcusablemente, hablar de la gracia en el marco de una dialéctica que siempre genera tensión. Porque, a pesar de los esfuerzos que realizamos por parecer gente piadosa, lo cierto es que desde la guardería se nos está enseñando a triunfar en un mundo ausente de gracia: Al que madruga, Dios le ayuda. No hay ganancia sin esfuerzo. Al que lo quiere celeste, que le cueste. Defiende tus derechos. Exige que te den por lo que has pagado. Conocemos esas reglas muy bien, vivimos en el mundo y reivindicamos que a cada uno se le de lo que se merece, ni más ni menos. Y, sin embargo, en lo más hondo de nuestro ser resuena un mensaje de contraste: No he recibido lo que merecía. Merecía el castigo y he obtenido el perdón. Merecía la ira y he recibido amor: “Dios muestra su amor para con nosotros en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. (Rom. 5:8). Es preciso comprender, pues, que desde la opción cristiana las relaciones humanas no se construyen de ninguna manera en torno a la lógica de los créditos y los débitos. No se trata, para nada, de aplicar “recetas mercantiles”. Difícil conciliar todo esto, ¿verdad?. Exploremos algunos episodios del evangelio, con el fin de aclararnos un poco.

Mt. 18:21-22 – “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí?. ¿Hasta siete?. Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.

Pedro, seguidor de Jesús, perteneciente al círculo íntimo de discípulos, entra en diálogo con Jesús sobre un asunto mayor: Los límites del perdón. Su propuesta desborda ampliamente la de los escribas y fariseos: Nada menos que perdonar “hasta siete veces”. Sin embargo, Jesús responde situando el perdón en otro plano. No se trata de de humanizar el precepto en sus prestaciones rigoristas, sino de percibir que el verdadero perdón no puede sujetarse a la ley, ni siquiera elevando su techo dentro del plano legalista. Se trata de discernir que el verdadero perdón siempre es una respuesta de la gracia, nunca del imperativo categórico. Pero, claro, el tema merece ser argumentado en firme porque, desde el punto de vista de la lógica humana, en la respuesta de Jesús a Pedro no tiene uno la sensación de que el ofendido salga muy bien parado. Al contrario, llena de perplejidad que se proponga un nivel de respuesta que parece reclamar niveles heroicos. ¿Se trata de eso?. Porque si no es eso, entonces necesitamos comprender la distancia que media entre el perdón/ley y el perdón/gracia y, sobre todo, aprender a encarnar el camino que nos haga capaces de construir espacios de paz en las relaciones interpersonales.

¿CUÁL ES EL VERDADERO CAMINO DEL PERDÓN QUE HACE LA PAZ?.

Dios comienza la reconciliación con las víctimas.

Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación”. (2ª Co. 5:18-19).

Este y otros muchos textos, ya nos ponen sobre la pista que nos permite descubrir la reconciliación como una iniciativa que no tiene su origen en nosotros mismos. Se trata de algo que procede de Dios. Puede sonar duro, contradictorio y emocionalmente traumático, pero en realidad la pregunta que debemos hacernos no es tanto: ¿cómo puedo perdonar a quien me ha dañado tanto?. Sino, más bien, ¿qué puedo hacer para descubrir y hacer presente la misericordia y la gracia de Dios en mi propia vida?. Porque si hay algo que debemos entender es que el perdón de Dios no esta hecho a la medida de la comprensión humana, sino que se enmarca en la lógica de la gratuidad del amor.

Por eso, la dimensión del perdón al que somos llamados sólo puede plasmarse como realidad pragmática si es el mismo Dios quien nos muestra el camino. En la epístola a los Romanos (5:8-10) se nos dice: “Dios muestra su amor para con nosotros en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más estando ya reconciliados seremos salvos por su vida”.

La oferta de reconciliación no se nos ofrece como algo barato y devaluado, sino que nos viene de un Dios que ha sentido profunda y dolorosamente nuestra enemistad en lo más íntimo de su ser. Es fundamental tomar en cuenta este dato porque, a menudo, planea sobre nosotros l
a convicción de que cuando recibimos una ofensa es mejor guardar silencio, ignorar el daño o, sencillamente, reprimirlo. Es cierto que la ira puede ser destructiva, pero también sabemos que rememorar las consecuencias que genera el daño en lo más íntimo, es una forma de conocer la profundidad del dolor y la seriedad de la amenaza que se ha cernido sobre nuestro bienestar. Por eso, renunciar a expresar las legítimas emociones que brotan de lo que consideramos un atropello, es no reconocer el sufrimiento padecido. Y, si no lo reconocemos, es porque no somos capaces de sopesar la profundidad de las ofensas recibidas. A partir de ahí, el perdón y la reconciliación se convierten en misión imposible.

Es necesario preguntarse cuáles son en verdad el sujeto y el objeto de la reconciliación. El auténtico sujeto de la reconciliación es la víctima, no el agresor. Esto sólo puede entenderse si se percibe que el objeto de la reconciliación no es la acción violenta en sí misma, sino la humanidad de quien interviene en su ejecución. La acción violenta supone, desde luego, una amenaza para la víctima, pero también sustrae una porción de su humanidad a quien la ejecuta. Por eso, la víctima recupera su humanidad cuando se atreve a confiar de nuevo y acepta por la fe la oferta de renovación que Dios le hace. Porque para que pueda lograrse la reconciliación, es necesario que las víctimas estén dispuestas a perdonar; los agresores no pueden perdonarse a sí mismos. Cualquiera que haya experimentado la violencia sabe lo difícil que es esto. Pero precisamente ahí está la cuestión: sólo el perdón así concedido es capaz de provocar el arrepentimiento de los autores y reparar la barbarie que se ha vivido.

Lewis Smedes, en su obra “el arte de perdonar” hace una observación importante cuando indica que Dios va pasando por etapas progresivas cuando perdona, del mismo modo que nos pide a nosotros que lo hagamos. Primeramente, descubre de nuevo la humanidad de la persona que lo ha ofendido quitando la barrera creada por el pecado. Después, renuncia a toda acción reactiva decidiendo en cambio cargar el precio de nuestras ofensas sobre si mismo. Por último, revisa sus sentimientos hacia nosotros encontrando una forma de “justificarnos”, de manera que cuando nos ve lo hace como hijos adoptivos habiendo restaurado nuestra imagen.

La gracia del perdón es cara, pero crea espacios de reconciliación.

Mt. 5:43-45 – “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos”.

Al analizar el tema del perdón desde el mensaje de Jesús de Nazaret, es necesario que nos coloquemos en el contexto y las costumbres de las llamadas culturas del honor y de la vergüenza. Son culturas en las que la dignidad, el amor propio y la necesidad de “salvar la cara” exigen no perdonar nunca una ofensa, porque cualquier iniciativa en esa dirección es entendida como un signo de debilidad y deshonra. En una cultura así, por tanto, el no perdón revela una especial configuración de poder porque acaba siendo símbolo de resistencia, violencia y dominio.

Pues bien, la predicación de Jesús de Nazaret en torno al perdón y la reconciliación constituyó un ataque frontal contra este tipo de cultura del honor y de la vergüenza. Porque, de acuerdo con su mensaje, el verdadero poder no consiste en tener dominados a los demás por la ley del resentimiento, el orgullo y la venganza. El verdadero poder consiste en perdonar por gracia, porque ese es el signo del mayor de los poderes: el poder de Dios. Y sólo ese perdón es capaz de crear espacios de reconciliación donde reinan la paz, la fraternidad, la sanidad y la cercanía afectiva.

Ahora bien, para ser realistas la iniciativa de un perdón semejante nunca es gratuita. No hay nadie en este mundo insensible al dolor de las ofensas, ni es posible “pasar” de ellas como si no existiesen Lo único que podemos hacer para trazar el verdadero camino del perdón, es asumir la responsabilidad de las consecuencias de lo que los otros nos han hecho. Y eso es costoso, porque no hace desaparecer el dolor, sino que lo asume de tal modo que, en vez de utilizarlo para hacer daño, rompe la espiral de la violencia desde los recursos del amor y la gracia de Dios. Como víctimas, es imposible que podamos olvidar lo que nos han hecho. Lo que sí podemos hacer es recordarlo de otra manera. Desde la paz y la gracia de Dios es posible transformar una memoria dolida y resentida, en un recuerdo capaz de perdonar, acoger y recibir al ofensor. Por eso, precisamente por eso, perdonar no es escupir, ni dar limosna. Se trata de una iniciativa cara, costosísima, pero capaz de abrir espacios de reconciliación.

¿Sufrió Jesús de Nazaret cuando le insultaron, le despreciaron y le despojaron de su dignidad? ¿Padeció en la cruz verdaderamente? ¿Nos perdonó de un modo genuino? ¿Se enfrentó con la tentación de reaccionar frente a la violencia con violencia? Jesús de Nazaret no vivió un simulacro de humanidad, asumió su existencia desde unas condiciones de posibilidad semejantes a las nuestras. El amor y la gracia que mostró hacia los seres humanos, sin embargo, no hicieron que desapareciera su dolor, ni minimizaron sus heridas, pero le permitieron pagar el mayor de los precios para acercarse a nosotros abriendo así el camino de la paz con Dios. Sólo desde el seguimiento de Jesús podemos orar con legitimidad: Así como nosotros perdonamos.

Yancey P. “Gracia divina vs Condena humana”. Vida. 1987. Pág.72

Schreiter R. J. “Violencia y reconciliación”. Sal Terrae. 1998. Pág. 70-71

Yancey P. Ibid Pág. 121

 


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