LP. Gabriel Moyano, España
Desgraciadamente, vivimos en una sociedad donde impera la filosofía de que «todo tiene su precio». Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, estamos en un continuo proceso de «compra-venta». Vivimos en una constante vorágine de relaciones contractuales. Yo te doy y tú me das. Yo te vendo y tú me vendes. El alcance de la sociedad del bienestar ha tenido sus grandes logros en la vida del ser humano, en lo que a occidente se refiere, pero con su venida también han llegado sus desventajas: vivir en una sociedad de consumo donde continuamente nos estimulan el cerebro para que respondamos a la orden de intercambiar, mediante el precio estipulado, aquello que poseemos, aunque sean nuestros bienes más preciados como pueden ser la vida o la libertad.
Queramos o no, este pensamiento afecta a nuestras relaciones interpersonales, puesto que todo lo que conforma nuestra interioridad, queda afectado por este pensamiento, de tal manera que si yo te hago algún favor, espero que pagues el precio que vale. Respondemos, con generosidad, ante situaciones de necesidad esperando algo a cambio. Permitimos que nuestros sentimientos afloren ante el problema ajeno, pero cuando la ocasión se nos presenta, pretendemos que se nos pague la factura. Y es que, la filosofía de que «todo tiene su precio» ha entrado de tal manera a través de nuestros tuétanos, que se ha quedado formando parte, como si de un okupa se tratara, de nuestra existencia.
Sin embargo, entre tantas voces que claman porque se les pague el favor realizado, reina el silencio de todos aquellos que buscan el bien del otro motivados únicamente por amor. Personas que entienden que hacer bien al prójimo no es algo que está a la venta ni necesita recompensa alguna, y que por tanto, se entregan a los demás sin esperar nada a cambio. Y es que, ante situaciones de necesidad, ni siquiera se plantean el coste de su participación. Personas que conocen muy bien cuál es el sentido de la vida y se entregan de lleno a alcanzar su plenitud, tratando de agradar al otro hasta en las cosas más insignificantes, porque solo saben vivir en clave de gratuidad.
Ante la generosidad de estas personas, solo caben dos respuestas posibles: Por un lado, nuestra respuesta es pensar que gozan de un grado elevado de estupidez, porque quién en su sano juicio es capaz de actuar desinteresadamente ante la miseria del otro, cuando lo normal es aprovecharse de su situación. Pero la realidad es que en este tipo de personas, lo que impera no es tanto la claridad de juicio, sino el grado de libertad que poseen. Libertad de ellos mismos, de su propio egoísmo; libertad de los esquemas religiosos, políticos o sociales; libertad de lo que puedan pensar los demás. Libertad para darse al otro y enriquecerlo con su generosidad.
Por otro lado, nuestra respuesta puede y debe ser de gratitud. Gratitud por su autodonación, por su generosidad, por su fuerza y valentía al haber optado vivir para el otro en medio del silencio. Gratitud por recordarme que la misericordia y la gracia no están en peligro de extinción. Gratitud porque su ejemplo me sirve de espejo para ver mis miserias.
A todos ellos, y a título personal, desde aquí quiero entonar un cántico en su honor, por recordarme que amar al otro no tiene ningún precio, sino que es gratuito.