LP. Pedro Álamo

Creo que es experiencia de todo creyente la sensación de que Dios, en ocasiones, está lejos, como si no le importase lo que acontece a nuestro alrededor, como si mirara desde la distancia sin ánimo de intervenir, como si estuviera de viaje sin poder comunicarnos con él… Aún así, oramos insistentemente por aquello que nos inquieta, que nos perturba, que nos hace perder el sueño; ponemos delante de él preocupaciones, cosas normales de la vida, situaciones que necesitamos resolver, y seguimos sintiendo que Dios está ausente…

Pedimos por nuestra familia para que sea protegida, por nuestro trabajo para que no nos falte, por la salud que necesitamos para enfrentarnos al día a día, por nuestros hermanos para que sean bendecidos, por el pan cotidiano para podernos alimentar, por la paz en el mundo con el fin de que la violencia sea erradicada, por los pobres, por los abatidos, para que dejen de sufrir… Leemos la Escritura y desde el púlpito se nos insta a perseverar en la oración, siguiendo el ejemplo de la viuda y el juez injusto (Luc 18.1,ss.), o la enseñanza paulina de “orad sin cesar” (1ª Tes 5.17). Por si fuera poco, vemos que el Maestro pasaba noches en oración y ayuno, enseñando “y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat 21.22). Nos esforzamos, perseveramos y, sin embargo, seguimos sintiendo que Dios está lejos.

Da la impresión de que el sufrimiento y el dolor son situaciones que excluyen la presencia de Dios. Solo pensamos que el Señor está a nuestro lado y nos está bendiciendo cuando las cosas van bien, cuando el mal se aleja de nosotros… La risa y la celebración rondan la casa de bendición mientras que la tristeza y el llanto cercan el hogar afligido. Entonces, ¿dónde está Dios? ¿Por qué después de que nos duele el alma de pedir al Señor por las cosas que nos preocupan, seguimos teniendo la sensación de lejanía, de abandono, de soledad, de pesar, de ausencia…? ¿A Dios le gusta que insistamos tanto y pidamos día tras día por las mismas cosas, de forma tan persistente? ¿A Dios le agrada que nos humillemos y clamemos de rodillas o postrados en tierra día y noche? La sensación de lejanía, ¿no la experimentamos igual si pedimos una vez que si pedimos mil?

El salmo 6 refleja el sufrimiento y el clamor de una persona perseguida por sus enemigos. El verso 3 dice “Mi alma también está muy turbada; y tú, Jehová, ¿hasta cuándo?”; el verso 6 insiste: “Me he consumido a fuerza de gemir; todas las noches inundo mi lecho, riego mi cama con mis lágrimas”, y el verso 7 concluye: “Mis ojos están gastados de sufrir”. Como muchos salmos, la nota de esperanza está presente, pero sin grandes aspavientos: “Jehová ha oído la voz de mi lloro. Jehová ha oído mi ruego; ha recibido Jehová mi oración” (vs. 8-9). Si no hubiera dicho que esta experiencia es del salmista, hubiéramos podido pensar que se trataba de una persona distanciada de Dios, de poca fe, inmadura, carnal…, calificativos evangélicos habituales. Sin embargo, la sensación de lejanía de Dios no está reñida con la espiritualidad. El salmista, muchas veces, comparte esa sensación de derrota, de distanciamiento, de abatimiento, de sufrimiento y recurre a Dios para buscar el oportuno socorro que, en ocasiones, no encuentra. En ese momento es lícito preguntarse ¿dónde está Dios? ¿No está con los que sufren? ¿No está con los abatidos? ¿No es el Dios de los necesitados?

Pensemos en nuestra experiencia personal. Cuando vemos a nuestros hijos que tienen una necesidad, ¿no corremos a ayudarles? ¿No tratamos de evitarles el mal? ¿No intentamos protegerlos en todo momento? ¿No desearíamos sufrir nosotros mismos su propio dolor? Sin esperar a que nos demanden ayuda, corremos en su auxilio y nos sacrificamos una vez más por ellos… Y Dios, que es Padre, ¿dónde está cuando el ser humano le necesita en el día a día? ¿No se preocupa por las cosas cotidianas? ¿A Dios le importa si tenemos lo suficiente para vivir o si padecemos enfermedad? ¿Se preocupa Dios cuando el trabajo no va bien o cuando un hijo suyo ha perdido su empleo con 55 años y no tiene muchas posibilidades de encontrar otro digno? ¿Qué decir de los que padecen violencia y los efectos destructivos de la injusticia? ¿Por qué tenemos la sensación de que Dios está lejano?

Cuando estas preguntas bullen en nuestro interior y se formulan desde el corazón, no hemos perdido la fe, sino todo lo contrario, damos oportunidad a la maduración. Estamos manifestando una lucha interior significativa, porque creemos, pero no experimentamos; sabemos, pero desconocemos lo que Dios va a hacer. La incertidumbre hace mella en nuestra alma, y nuestro espíritu lucha para recuperar la confianza en un Dios que experimentamos como distante o ausente. Ahí es donde, desde la fe, podemos proclamar: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil 4.13), porque Dios ha puesto en el ser humano una capacidad increíble para afrontar el sufrimiento. Esta lucha interior se tiene que resolver con el paso del tiempo; no podemos sobrevivir espiritualmente permitiendo que esa tensión no se resuelva. Por ello, en ocasiones, nos conformamos (adaptamos) con nuestro propio destino; otras veces, “estrujamos” nuestra mente, de forma inconsciente, y encontramos una salida a la crisis que, sin ser la ideal, es suficiente para seguir viviendo desde la fe. En todo este proceso, tenemos la convicción de que Dios nos ha acompañado, porque así lo ha prometido, aunque es posible que no hayamos tenido esa sensación. El mismo Jesucristo dijo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mat 28.20) y el autor de la carta a los hebreos escribió del Señor en relación a sus hijos: “No te desampararé, ni te dejaré” (Heb 13.5).

Así las cosas, es posible que sigamos sintiendo a Dios como lejano, pero no lo está. Las sensaciones, a veces, no se correlacionan con la realidad, por lo que sentir que el Señor está lejos no tiene que ver con la verdad de que nos sigue cuidando porque valemos mucho más que los lirios del campo y que las aves del cielo. Desde la fe, nuestras crisis se resolverán y al mirar atrás, observaremos el cuidado que Dios ha tenido de nosotros; entonces, nuestra confianza en el Señor será fortalecida y la experiencia con el Padre será maravillosa. Si solo aceptamos a Dios cuando lo sentimos o vemos actuar, ¿dónde quedaría la fe?

El autor de la carta a los Hebreos escribió: “Es pues la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11.1). Por ello, aunque Dios parezca lejano, tenemos la certeza de que nos ama y vela por nosotros y la convicción de que está caminando a nuestro lado en medio de la tormenta. Además, el Señor “no nos dejará ser probados más de lo que podamos resistir, sino que dará también juntamente con la prueba la salida, para que podamos soportar” (1ª Cor 10.13); así que, cuando parece que ya no hay solución, Dios iluminará una senda por la que caminar. Lo hermoso de este pasaje está al principio del verso, cuando dice: “Fiel es Dios”; por lo tanto, nuestra confianza en Dios no se fundamente en lo que nosotros sentimos, sino en lo que Dios es, en su promesa. Por medio de la fe en el Dios de Jesucristo, podemos decir, utilizando las palabras citadas por Martin Luther King: “El miedo llamó a la puerta, la fe fue a abrir. No había nadie”. Por eso, la fe mueve montañas, porque es una experiencia de confianza en el Dios que no se ve y, aunque no lo veamos, tenemos la convicción de que está ahí, de que nos ama, de que nos protege, de que vela por nosotros, aunque muchas veces lo sentimos lejano y, otras, ausente.

La experiencia de fe es, también, de esperanza. En la medida en que centramos la
atención en el Señor, la desviamos del problema a resolver, no para evadirnos, sino para situarlo en las coordenadas correctas; a partir de ahí, cuando encomendamos a Dios nuestro caminar, podemos esperar confiados; como dice el salmista: “Deléitate asimismo en Jehová, Y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda a Jehová tu camino, Y confía en él; y él hará” (Salmo 37.4-5). Por eso, la fe nos sugiere poner en las manos de Dios nuestro caminar diario y, a partir de ahí, nos invita a descansar porque el Señor tiene interés en cuidar de sus hijos.

Así que, cuando tengamos la sensación de que Dios está lejos, no nos angustiemos desmedidamente dudando de la veracidad de nuestra fe, porque es experiencia universal de todos los verdaderos creyentes y, por otro lado, acudamos a la Escritura, de forma especial a los Salmos, para redescubrir que el Señor, porque es fiel, siempre estará a nuestro lado. Y es que, cuando Dios parece lejano…, realmente no lo está.

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