LPCarlos Osma

Todos hemos estado a veces en alguno de los dos polos que genera la práctica del perdón. Unas veces pidiéndolo y otras otorgándolo. Ninguna de las dos posiciones es fácil, ambas tienen sus dificultades, sus trampas y sus autoengaños. Pero es evidente que existe una relación directa entre pedir y dar perdón: el que perdona con facilidad, sabe que se le ha perdonado mucho.

Suele ser sencillo ver desde la distancia lo que los demás deben perdonar y, como no, por lo que deben pedir perdón. Pero en el proceso del perdón hay únicamente dos partes implicadas: la ofensora y la ofendida, el verdugo y la víctima. Si no estamos en ninguna de estas dos posiciones nuestra labor, si quiere ser constructiva, debería ser la de intentar crear un espacio apropiado donde la paz y la reconciliación sean factibles.

Si comenzamos hablando del ofensor, es cierto que la mayoría de nosotros pocas veces nos descubrimos en este papel. Siempre resulta más fácil ignorar nuestras maldades que enfrentarnos a ellas. Y si esto se vuelve una tarea imposible, siempre nos queda la autojustificación. Haciendo aquí un pequeño inciso, y trayéndolo al terreno de la fe, hay que reconocer que a menudo la religión nos ha dado una coartada perfecta para pisarle el cuello al más pintado mientras sonreímos y le escupimos con amor: “he hecho lo que Dios me pedía”. Pero reconociendo que Dios es uno de nuestros comodines favoritos para salir del paso, sería justo observar también que no es el único. Y que desde el entorno hasta el amor, nos sirven para no enfrentarnos a la realidad de que hemos actuado mal con alguien, por cobardía, miedo, egoísmo, o cualquiera de las miles de razones que nos hacen quedar en mal lugar.

De todas formas, ya sea por el sentimiento de culpa o por remordimiento, hay veces que nos damos cuenta de que no hemos sido justos con alguien. Una vez llegados aquí, es fácil caer en el error de ir a pedir perdón al lugar equivocado, pongamos por ejemplo el cielo, cuando lo más justo sería armarnos de valentía y coraje, tragarnos nuestro amor propio, y pedírselo a la persona ofendida.

Finalmente, si nuestro arrepentimiento es sincero, lo más lógico debería ser intentar compensar a la víctima. El Antiguo Testamento decía aquello de“ojo por ojo y diente por diente”, es decir, se devuelve en la misma medida que se ha hecho daño, ni más, ni menos. Que no me malinterprete nadie, no estoy leyendo este texto en términos de venganza, sino que, siendo siempre mucho más radical la exigencia del evangelio, como cristianos sabemos que pedir perdón no consiste únicamente en palabras, exige además la voluntad de reparar o minimizar el daño realizado.

Situándonos ahora en el lugar del ofendido, cosa que imagino será bastante fácil, sólo unos minutos nos bastan para recordar momentos de nuestra vida en la que alguien nos hizo daño. ¿Cómo hacemos para perdonar a la persona que tanto nos humilló y que ahora nos pide perdón? La verdad es que no es fácil, sobre todo si la experiencia pertenece al pasado reciente. Pero es imprescindible, puesto que perdonar es también un acto liberador para la víctima: “el odio hiere el alma y deforma la personalidad…el odio causa perjuicios irreparables a sus víctimas…como un cáncer oculto, el odio corroe la personalidad y destruye la unidad vital”.

El perdón no es nunca una exigencia, siempre me ha molestado eso de: “tienes que perdonar”. Ese tienes me subleva, coloca siempre a la víctima como víctima y la hace incapaz de salir de su situación pasiva: recibió el daño y está obligado a perdonar, no hay nada más que decir o que hacer. Pero reconozco que el resentimiento no es tampoco la salida, si recordamos obsesivamente la herida que nos han producido, ésta se hace cada vez mayor y el perdón es más difícil. Por eso un primer paso podría consistir en intentar olvidar la carga emocional que nos acompañó en el momento que nos hacían daño, o tomar cierta distancia de lo ocurrido, no me refiero a olvidar, puesto que el perdón se realiza siempre sobre un recuerdo.

Aunque la cosa, en la práctica, suele ser más complicada. Me refiero a que normalmente no se pide perdón a la víctima. O por ejemplo: ¿qué ocurre cuando la ofensa es actual, cuando sabemos que mañana al despertarnos todavía seguiremos recibiendo el daño de nuestro ofensor? Jesús fue capaz de decir desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, pero esto es un imposible para la mayoría de personas. Los límites del perdón, aunque distintos, existen para todos nosotros. Algunos dicen que estos límites pueden ser superados con la ayuda de Dios, que sólo Él puede empujarnos más allá de ellos para poder amar a nuestros enemigos.

De todas formas siempre me ha dado miedo la confusión entre perdonar y justificar al ofensor. Perdonar, no es rendirse o aceptar la injusticia, el perdón lo entiendo como una acción que cambia al ofendido, pero que también pretende cambiar al ofensor. Aunque esto último no se dé, se debería buscar siempre esta posibilidad: volver al equilibrio roto por la ofensa, entre la víctima y el verdugo. Si no fuese así, el perdón sería un engaño para que los perdedores, los incapaces de vengarse, se consolasen.

Sin demanda de perdón y sin su concesión no hay paz. Puede haber equilibrio de fuerzas, o imposición de una de ellas. Pero esto no es justicia para las personas, las organizaciones, comunidades o estados implicados en un conflicto. Y sin justicia no hay paz. Las heridas siempre se pueden a volver a abrir en cualquier momento, para recordarnos que aquella persona, aquella iglesia, aquella dictadura… nos hicieron daño. El olvido, nunca es la solución para superar los conflictos, la memoria es el lugar sobre el que empezar a trabajar, para que las injusticias que sufrimos ayer y hoy, puedan algún día llegar a superarse.

Pedir perdón, no es humillación del ofensor. Dar perdón, no es demostrar la debilidad del ofendido. Pedir y dar perdón es la base sobre la que se asientan las mejores relaciones humanaslas iglesias que han entendido realmente su llamada o los estados que quieren sanar las heridas del pasado. Y también, el fundamento para que nuestro mundo, tenga una posibilidad real de supervivencia.

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