Un buen ejemplo…
¡de como no debemos interpretar la Biblia!

Juan Stam

El hermano venezolano, Jaime Orlando Barboza Salas, circula por correo electrónico muchos artículos, generalmente largos y detallados y a menudo sobre el Apocalipsis. Lamentablemente, sus interpretaciones suelen ser muy dudosas, aptas más bien para confundir al pueblo de Dios. También lamentablemente, su interpretación es típica de la de muchos otros intérpretes, con los mismos errores de métodos de interpretar el texto (hermenéutica) y de sacar conclusiones (exégesis; teología). Por eso es necesario analizar un poco sus argumentos.

En un reciente artículo, con el título «La verdad: ¿Quiénes eran los nicolaítas?», don Jaime Orlando formula el siguiente argumento:

«Nicolaíta proviene del griego NICO que significa dominio o conquista sobre otros y LAOS que significa pueblo… De ahí podemos analizar la composición NICOLAOS que viene a ser algo así como DOMINIO SOBRE EL PUEBLO

Éfeso significa «Deseada», pero Pérgamo significa «Casamiento». La pregunta que brota inevitablemente es ¿Con quien se casó la iglesia de Pérgamo? …

«Podemos saber con quien se casó la iglesia de Pérgamo. Ella no considera que deba estar alejada del mundo y a salir de él… Pérgamo tipifica al compromiso que la iglesia asumió con el estado y con el mundo… Muchos ubican el período de esta iglesia aproximadamente por el año 320 DC en pleno gobierno de Constantino…

«La obra y doctrina de los nicolaítas, consistió en jerarquizar a la iglesia. Así nace el clero (Nico ) y el laicado ( Laos )».

En este argumento el autor cae en dos errores graves: primero, argumentar desde supuestos orígenes etimológicos de los términos, y segundo, interpretar las siete cartas de Apoc 3-4 como etapas sucesivas de la historia europea. Veámoslo con más detalle:

La falacia etimológica: Este error es tan notorio que tiene su propio nombre, «la falacia etimológica». Consiste en basar el sentido de una palabra en su origen o en su larga historia a través de los siglos. El estudio de la etimología es una ciencia cuya tarea es explicar como una palabra actual tomó la forma exacta que tiene, desde sus orígenes en el mismo idioma o en otro. La etimología en sí es una ciencia legítima, que estudia el origen y la historia de las palabras. El error es suponer que una palabra, en el momento histórico en que es empleada, tiene ese mismo sentido de su origen. La lingüística distingue el aspecto diacrónico del lenguaje (sus cambios a través del tiempo y la geografía) y el aspecto sincrónico (su uso en un tiempo y un lugar específicos).

Muchas veces es imposible determinar con seguridad el origen de una palabra; basta pensar en el deporte de proponer posibles etimologías del término «gringo» o del adjetivo «guapo». ¡Nadie sabe su origen, pero todos entendemos su significado! Es más, aun cuando una etimología es relativamente cierta, las más de las veces no afecta el sentido que ha tomado la palabra en su uso a través del tiempo; nadie, al escuchar esa palabra, va a pensar en ese significado original. Al escuchar hoy la palabra «humor», ¿quién pensaría que viene del latín «umor» que significa «líquido de cualquier clase; los humores del cuerpo humano». Casos parecidos son «sueldo» (de «solidus», una moneda; el «soldado» recibe su «solidus»), «salario» (se pagaba con sal) e «histeria» (de «hystera», vientre). Típicamente, estos vocablos se han emigrado bien lejos de su sentido original. Por eso, interpretar palabras según su origen etimológico es una empresa muy precaria.

En la interpretación bíblica, aun cuando determinada explicación etimológica parece ser válida, casi nunca ilumina el significado de un texto. Es probable que «Ur» en hebreo se derivó de AôR, que significa «luz», y que «Canaán» viene de KeNâYaN, comerciante, pero sería ridículo concluir que Abraham salió de «tierra de luz» para ir a «tierra de comerciantes». Al contrario, son simples nombres geográficos, como Jujuy o Niquinomo o Mulucucú, sin el menor significado exegético o teológico.

El hermano Jaime comete dos errores con sus etimologías: primero de basar su interpretación en ellas, y segundo de proponer etimologías totalmente especulativas. En el griego no existe una palabra «Nico» que significara «dominio, conquista». Las palabra correspondientes son nikós (vencedor, en Apoc 2-3), nikáw (vencer) y niké (victoria). En el contexto, en cada una de las cartas a las iglesias estos términos se usan de los vencedores, pero no en el sentido de dominación. Además, como no tenemos conocimiento de una palabra «nicolaíta» que significara «dominio sobre el pueblo», el argumento de don Jaime es pura especulación. De todas maneras, el hermano tendría que demostrar que de hecho este es el origen del término en Apoc 2, cosa que no hace ni puede hacer. El término podría derivarse también de alguien llamado «Nicolás», relacionado literal o simbólicamente con el movimiento nicolaíta, o quizá otra explicación.

Las mismas dudas valen en cuanto a Éfeso como «deseado» y Pérgamo como «casamiento». Don Jaime no da razones para aceptar tales etimologías; más bien, parecen ser pura especulación, transmitidas de un autor a otro sin examinar su validez. Además, el mismo error nicolaíta existía en Tiatira, pues 2:20 reproduce para Tiatira lo que 2:14 denuncia en Pérgamo. Entonces sería necesario también explicar la etimología de «Tiatira» e incorporarlo en el esquema de interpretación. Pero según las especulaciones de los mismos dispensacionalistas, Tiatira significa «sacrificio continuo» (Evis Carballosa p73), lo que no cuadra muy bien con este esquema de interpretación.

Lo más grave del caso es que don Jaime emplea estas vanas especulaciones para sacar conclusions exegéticas y teológicias. ¡Ninguna sorpresa, que le sale muy mal!

(Entre paréntesis: a los predicadores les encantan estas etimologías ficticias. Una favorita es «sincero» como «sin cera», un invento que merece tener patente y derecho de autor).

Segundo problema: interpretación historicista de las siete cartas. Antes muchos comentaristas dispensacionalistas querían ver en los siete mensajes de Apoc 2-3 una predicción inspirada de la historia futura de Europa hasta la venida de Cristo. El argumento del hermano Jaime sigue esa línea. Pero dicha interpretación es tan especulativa, y tiene tan pocas evidencias fidedignas, que la gran mayoría de los dispensacionalistas la han abandonado. Tal interpretación solía basarse precisamente en las etimologías infundadas de los nombres de las siete ciudades. Pero aun si todas esas etimologías fuesen ciertas (y de ninguna manera lo son), dicho detalle no podría ser clave de interpretación muchos siglos después del supuesto significado de cada nombre.

Hay muchas razones por no aceptar esa interpretación de Apoc 2-3. La principal es que Juan era un pastor y escribía a las siete congregaciones que él atendía. Sería lo más anti-pastoral escribir a Tiatira sobre situaciones de la Edad Media, a Sardes sobre la Reforma del siglo XVI y a Laodicea sobre el modernismo y el secularismo de hoy. Tampoco cuadran todos los enunciados de cada carta con este sistema de interpretación. Además, nada indica que Juan anticipara una larga historia de veintiún siglos antes de la venida de Cristo, ni que el Espíritu Santo se lo hubiera revelado.

Otro detalle contradictorio: el esquema propuesta se enfoca estrictamente en la historia europea. Si se tratara del extremo oriente, del medio oriente, de África o aun de América Latina, el análisis tendría que ser muy diferente, mucho menos eurocéntrico. Pero Juan no vivía en Europa ni pensaba como europeo. Pero Juan vivía en Asia Menor, pastoreaba iglesias en Asia Menor, e inspirado por el Espíritu de Dios envió sus mensajes a esas siete iglesias, en ese contexto, y no a «expertos» modernos que lo que más hacen es tergiversar el texto.

Tercer problema: polémica contra el pastorado. A pesar del título de este escrito, don Jaime dedica sólo página y media al tema anunciado de los nicoláitas, y después da unas siete páginas a su aconstumbrado ataque contra la jerarquización (sin definirla bien), el pastorado y los pastores. Hay cierto elemento de engaño, sin duda inconsciente, en anunciar un tema para después salir con otro. Pero con don Jaime este tema es obsesivo, con elementos de advertencia contra extremos pero desde un extremismo que me parece aun peor.

Ya que nuestro interés se centra en los puntos anteriores, y además estas páginas del artículo son bastante enredadas, sólo mencionaré uno o dos puntos. Casi todos los versículos citados, que son muchos, están tomados fuera de contexto (primera ley de la hermenúetica: «el texto fuera del contexto es un pretexto»). Además, por su prejuicio, don Jaime no toma en cuenta cambios positivos en nuestro tiempo, como la teología del laicado y el movimiento laico, el Concilio Vaticano y otras reformas tanto en el catolicismo como en el protestantismo. Algunos de sus argumentos tienen algo de razón, contra abusos de autoridad (p.ej. de «apóstoles» y «profetas», pero mucho menos de pastores), pero otros son exagerados y equivocados.

Toda comunidad necesita alguna estructura, y todo movimiento tiende necesariamente a organizarse de alguna manera jerárquica. Don Jaime no toma en serio esta realidad sociológica. La tarea hoy día no es la de destruir al pastorado sino rescatarlo, dignificarlo y actualizarlo. Los pastores hoy necesitan nuestras oraciones, no nuestros ataques destructivos.

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