LP. José A. Fernández, España

De vez en cuando ocurre que leyendo algún libro te encuentras una frase de esas que se te clavan en el corazón y en el alma y que te impiden seguir leyendo y te inundan de todo tipo de pensamientos y sensaciones bastante difíciles de controlar. A mí me pasó hace poco leyendo Man’s Search for Meaning, de Viktor E. Frankl. En las primeras páginas de su libro Frankl relata el día a día en el campo de concentración en el que le había tocado vivir, y entre otras cosas habla de la manera en la que llegaban camiones en busca de víctimas para las chimeneas sedientas de sangre, y cómo muchos de los prisioneros se iban transformando poco a poco en animales cuyo único objetivo era la supervivencia de uno mismo y de los más cercanos amigos o parientes aún cuando dicha supervivencia implicara entregar a otros en tu lugar:

“En general sólo se podían mantener con vida aquellos prisioneros que, habiendo pasado de campo en campo durante años, hubieran perdido todos los escrúpulos en su lucha por sobrevivir; aquellos preparados para usar cualquier medio, honesto o no, incluida la fuerza bruta, el robo o la traición a amigos, con tal de salvarse uno mismo. Aquellos de nosotros que conseguimos regresar, con ayuda de muchos momentos milagrosos o de pura suerte – sea como sea que cada uno elija llamarlos – lo sabemos: los mejores de entre nosotros nunca regresaron”.
Esta frase me ha impactado enormemente por dos razones. Por un lado me parece una frase que muestra una profunda percepción de la condición humana, la condición de uno mismo; una percepción informada por la experiencia que procede de esos profundos abismos del sufrimiento humano provocado por otros seres humanos. No es esta una percepción de la realidad humana que haya encontrado pocos enemigos entre los cristianos, muy optimistas ellos. Unas veces porque nos hemos creído más cercanos de las tabulas rasas de Locke, blancas, puras e inocentes, o de los ‘nobles salvajes’ de Dryden, todos ellos buenos pero pervertidos por el contexto o la civilización malvada de turno; otras veces porque nos hemos creído fantasmas buenos pero encerrados en estas máquinas cartesianas tan materialistas y diabólicas. De una u otra forma a menudo hemos encontrado excusas diversas para escapar de esta condición que a todos nos toca: una condición falible, vulnerable y capaz de provocar todo tipo de sufrimiento. Pero aquí, en esta frase, aparece reflejada en todo su ‘esplendor’ la naturaleza más humana, la que no queremos ver y la que, cuando la vemos, no queremos aceptar.

Recuerdo aquel momento en los evangelios en el que los discípulos de Jesús se encuentran con un ciego y preguntan: ‘¿Quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?’ Esta pregunta refleja una forma de pensar que aún hoy encontramos en el mundo cristiano, la idea de que los mejores a los ojos de Dios son aquellos que han tenido más suerte en la vida, los que no están enfermos, los que han conseguido amasar riquezas, los que tienen una familia sin problemas (al menos aparentes), mientras que los peores son los enfermos, los pobres, los deprimidos, los divorciados, etcétera. Aquellos son los mejores a los ojos de Dios porque, a la vista de todos está, es obvio que Dios les está bendiciendo. Pareciera que la condición falible del ser humano solo actuara sobre los segundos, sobre los desfavorecidos, mientras que los otros, ‘la niña de los ojos de Dios’, hubieran sido librados de esa falibilidad y hubieran sido llevados, casi de inmediato (quizá por haber hecho la oración correcta o haber repetido la fórmula ortodoxa adecuada), a una nueva posición de infalibilidad más propia de la divinidad que del ser humano sucio de aquí abajo.

Personalmente encuentro esta concepción de la naturaleza humana y de la relación que Dios tiene con ella un tanto nauseabunda, sobre todo por la ceguera auto-inducida en la que permanece ante la cruda realidad. Aún recuerdo aquella historia de una amiga cuya madre estuvo enferma durante algún tiempo antes de morir. El pastor de su iglesia dijo que oraran por sanidad y cuando eso no funcionó la única respuesta que este pastor encontró fue: no habéis orado bien, o no habéis orado lo suficiente, o quizá haya algo que no está en orden en vuestra vida (seguramente el pastor habría tenido un par de sugerencias). Y la idea que habita detrás de estas frases es que el Dios del Cristianismo bendice a los mejores. Qué fácil habría sido para Frankl sacar esa misma conclusión: ‘aquellos que conseguimos sobrevivir fuimos los mejores a los ojos de Dios, y por ello él nos bendijo con la vida’. Pero qué distinta fue su conclusión.

Me da mucha pena esta parte del Cristianismo, una parte muy real, que se atreve a juzgar con tanta facilidad las desgracias ajenas. Hace poco escuchábamos cómo un obispo británico declaraba que el juicio de Dios había caído sobre ciertas personas del Reino Unido por la forma en la que estaban viviendo. Y esto no sólo ocurre en el Reino Unido. En España también existen cristianos que se lanzan a declarar, de manera más o menos encubierta, este mismo paralelismo entre aquello que ellos creen que está mal (quizá ciertas prácticas que consideran inadecuadas o bien poco ortodoxas) y el juicio de Dios. De hecho, algunos cristianos se están incluso lanzando a la manipulación política en estos días clave bajo lemas que reflejan precisamente esta mentalidad. Para estas personas los mejores son aquellos que están siendo bendecidos a los ojos de todos, y su Dios es el ‘Dios de los mejores’, el ‘Dios de los bendecidos’, el Dios que apoya ciertos partidos políticos por el mero hecho de que esos partidos coinciden con ciertas listas de reglas morales.

Quiero creer que dentro del Cristianismo hay espacio para varias imágenes distintas de Dios. Y es con esta fe que me atrevo a compartir la mía (aunque no soy tan inocente como para no pensar que aquellos que creen que su Dios es el león vencedor que juzga, condena y ejecuta a sus enemigos están en estos momentos preparando sus espadas para dejarlas caer sobre esta nueva herejía que están a punto de leer… son los tiempos que corren). Me parece que esa frase de Frankl que he compartido más arriba muestra un Dios muy distinto. Y es que en medio de un sufrimiento tan complejo e intenso como el que algunas personas tienen que atravesar es difícil predicar al Dios omnipotente que tiene todo bajo control y que con sólo levantar un dedo puede cambiar las cosas si es que quiere, es difícil predicar al Dios de los vencedores, el Dios de ciertos grupos políticos o religiosos, el Dios que apuesta y siempre gana. De todo este sufrimiento surge un Dios un tanto distinto, uno que aunque está de nuestro lado no tiene todo el poder para cambiar las cosas, aunque lo intenta.

Sé que muchos se sentirán incómodos frente a un Dios como este, un Dios sufriente, un ‘Dios con las manos atadas’, pero algunos de nosotros sólo podemos creer en uno así. No es que pretendamos ser unos herejes, ni que nos guste vivir en el borde de la ortodoxia o al filo de la espada; es que en algunos casos (como por ejemplo el mío) este es el único Dios que aún nos mantiene cerca del Cristianismo, el Dios que se hace vulnerable, el Dios que se viste de debilidad, el Dios que muere en una cruz. Y cuando escucho acerca de ese otro Dios victorioso e incondicional, ese que ya ha vencido, que se está levantando en juicio en contra de aquellos pueblos y aquellas personas que obran en su vida en contra de ciertas listas de reglas eternas y universales, no puedo sentir otra cosa que preocupación, separación, pena y muchas nauseas. Cuando escucho a aquellos que se jactan en presentar a su Dios (y al mismo tiempo presentarse a sí mismos) como el león vencedor no puedo evitar compartir otra imagen, la paradoja del autor de Apocalipsis: “Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí… el León de la tribu de Judá… Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado” (5:5-6). Yo también veo eso; de hecho sólo puedo ver eso, un cordero inmolado. Y ahí me quedo…

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