Antes de que lean la siguiente nota… para que no se confundan, comento a los jovenes lectores: originalmente los simpatizantes de la religión católica se llamaban a si mismos «cristianos», de ahí que ordinariamente se emplee tal termino para referirlos; y para hacer alusión a los que profesan el nombre de Jesús y no son católicos se usa la palabra «evangélico». Hay muchas palabras adecuadas para mencionar a un personaje especifico, pero puedo decir en resumen que cristiano es igual católico y evangélico es igual a protestante.

La Jornada. Edición del 09 de noviembre de 2006

Víctor M. Toledo (vtoledo@oikos.unam.mx)

Fox en Oaxaca: las contradicciones de Dios

Seis páginas de El Evangelio según Jesucristo dedicó el Nobel de Literatura José Saramago a documentar la lista de atrocidades que en nombre de Dios se cometieron contra los herejes y apóstatas; actos por los cuales la Iglesia católica superó resquebrajamientos y escisiones, afianzó poderes y consolidó una permanencia de siglos. En su devastadora obra, Tratado de ateología (2006), el filósofo francés Michel Onfray hace un recuento completo del carácter intolerante del cristianismo y de sus contrapartes, el Islam y el judaísmo, que desde hace 2 mil 500 años se disputan, literalmente a sangre y fuego, la exclusividad de la creencia religiosa de este infortunado mono autollamado el Homo sapiens.

Más allá del gas con anestésicos con el que la Iglesia católica intenta fumigar las memorias, la eliminación de quienes se niegan a creer en el «único Dios verdadero», ha sido un fenómeno recurrente desde que Constantino, emperador romano, autoproclamado el «décimo tercer apóstol», se convirtió al cristianismo en el año 312, y desde que Teodosio volvió el catolicismo una religión de Estado en 380. En nombre de la nueva creencia, los sucesores de Constantino prohibieron toda religión que no fuera la cristiana, quebrando una tradición en que las religiones «paganas» habían coexistido pacíficamente porque ninguna se planteaba el monopolio de la fe. Onfray señala los rasgos del nuevo Estado cristiano: «… el uso de la coerción, persecuciones, torturas, actos de vandalismo, destrucción de bibliotecas y de lugares simbólicos, asesinatos impunes, omnipresencia de la propaganda, poder absoluto del jefe, exterminio de los opositores, monopolio de la violencia legal y de los medios de comunicación…»

Desde la guerra contra los cátaros de Francia (1209 a 1229) ­secta cristiana cuyo prestigio puso en jaque el poder de Roma representado por el papa Inocencio III, y en la cual se masacró a una población entera (Béziers con 20 mil habitantes)­ hasta las Cruzadas contra los sarracenos, la Inquisición contra los herejes y las conquistas etnocidas de América, esta sucesión de ignominias termina en la complicidad del Vaticano con el nazismo. Como corolario, están los silencios de la Iglesia católica a las masacres perpetradas por las dictaduras latinoamericanas y asiáticas, y en la cumbre del podio la defensa que hizo Juan Pablo II de los hutus de Ruanda en su guerra genocida contra los tutsis (un millón de muertos solamente en 1994).

En México, a partir de las avanzadas reformas liberales de Juárez y Lerdo de Tejada en el siglo XIX, la política quedó desligada de la religión por décadas, lo que permitió cierta salud individual y colectiva. Este fue un aporte de la nación al mundo. Desde que tengo memoria, los políticos mexicanos, independientemente de sus acciones, siempre tuvieron cuidado de mantener sus creencias religiosas, cualesquiera que fueran, alejadas de la esfera de lo público, evitando involucrar a sus respectivas deidades en sus actos terrenales.

2000 marcó el fin de ese acuerdo histórico cuando una nueva generación de «políticos mochos» llegó al poder utilizando su mano derecha indistintamente para persignarse, firmar acuerdos, realizar negocios, saludar a reyes, magnates y estadistas, y reprimir movimientos sociales y políticos. A la antigua transformación de la clase política en clase empresarial inaugurada por De la Madrid, por la cual los ciudadanos ya no alcanzamos a distinguir si se está frente a un político que realiza negocios o frente a un empresario que juega a la política, se agregó un nuevo ingrediente: el retorno de Dios a la arena pública. Con ello la institución gubernamental se volvió la representación de un triple poder: el burocrático, el plutocrático y el teocrático.

En estos días en que el Presidente defiende con vigor (y un poco de desesperación y coraje) su derecho a expresar abiertamente sus creencias, en que el secretario de Gobernación compromete su palabra de que no habrá de asesinar en nombre de Dios, y en que el cardenal Rivera, máxima autoridad eclesiástica, aprueba la furiosa represión en Oaxaca, las dudas y las interrogantes saltan desesperadas.

Hoy, cuando estos abnegados «siervos de Dios» (que no de la nación) defienden su derecho a exhibir en público su fe, la sociedad civil puede en consecuencia invocar su derecho a interrogarles. Porque cuando los ojos registran las imágenes de violencia represiva en Oaxaca, no es posible dejar de preguntarse si esas decisiones que fueron tomadas por un cristiano convencido, fueron resultado de un consejo de su Dios o de una divina inspiración, o son una decisión estrictamente personal y laica. Si fuera lo segundo, ¿por qué ese Dios no ha tenido el poder de convencerle de lo contrario, durante sus encuentros más íntimos? Y si no fuera ninguna, ¿qué sentido tiene un Dios que no se comunica con su creyente en los momentos decisivos?

Sea represor, indiferente o mudo, el Dios del Presidente se parece más al del papa Inocencio o al de los inquisidores, que al dios misericordioso, indulgente y justo en el que creen los millones de sus conciudadanos. ¿Cuántos millones de creyentes legítimos, de párrocos comprometidos, de jesuitas o franciscanos heroicos, de prelados que ponen ante todo la imagen de un Dios justiciero (como el que movió a Morelos) estarán dispuestos aceptar la existencia de un Dios represor?

El caso de Oaxaca, con sus muertos, sus decenas de desaparecidos, sus flagrantes violaciones a la ley, y cierto odio implícito del poder (blanco, elitista, hacendario, empresarial, moderno) hacia los pobres (morenos, rurales, indígenas, tradicionales) no hace más que extender la misma rabia milenaria de unos miembros de la especie humana sobre otros miembros de la humanidad. ¿En el nombre, con la anuencia, con la indiferencia o contra la voluntad de Dios? Del emperador Constantino a Vicente Fox, 2 mil años de contradicciones divinas nos contemplan.

 

 

Ingresa aquí tus comentarios