LP. Enric Capó, España

No. Esto no es así. La frase, tal como suena, es falsa. Los pobres no son felices. La pobreza es una de las peores lacras de la humanidad. Implica carencia de los bienes que hacen la vida posible y placentera. Cuando es extrema, trae consigo el hambre, la enfermedad, la muerte prematura. Convierte la vida en un infierno de sufrimiento y angustia. A los pobres del tercer mundo, que viven en la más profunda miseria, no podemos ir con este mensaje “evangélico”. Sonará a burla cruel, a cinismo insensible. Ver día a día como la vida se deteriora, como la gente joven enferma y muere, como los niños claman por un trozo de pan; sin electricidad, sin agua potable, sin cosechas suficientes. ¿Cómo podemos hablar de felicidad?

La frase, en nuestro contexto –y esto lo subrayo- no mejora mucho si le añadimos la segunda parte: “porque de ellos es el reino de los cielos”. Continúa sonando mal. Huele a opio, a consuelo barato, a conformismo. Tantos y tantos la interpretan como significando: es verdad que ahora sufrís, pero el Señor os recompensará más allá del tiempo, en la eternidad. En esto consiste vuestra felicidad. Otra vez, el cinismo del mundo cristiano occidental. El cinismo de los que viven bien. De los honorables. De los que dan limosnas, de los que son piadosos. ¿O no?

Seguro, seguro, seguro que Jesús no quiso decir esto. El no fue un teólogo encerrado en su mundo intelectual, ni tocó la realidad de oídas, ni habló para agradar a sus oyentes. Fue un maestro que –nos lo dice el evangelio- recorrió uno a uno los pueblos y las aldeas de su tierra para dar un mensaje de esperanza. Conoció de primera mano a la gente. Habló con ellos. Oyó su clamor en aquel su mundo que conocía muy de cerca qué significaba ser pobre y pasar hambre. Sabía muy bien el afán de la gente: “¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?” (Mt 5,31). Era la preocupación de cada día.

¿Por qué Jesús los llamó “felices”? Sólo podemos entender la frase de Jesús a partir de su mensaje central: la cercanía del Reino de Dios. No los llamó felices porque eran pobres, sino porque pertenecían a esta parte de la sociedad que vivía sometida a la injusticia y a la marginación. Y eran felices, afortunados, porque su mensaje iba dirigido a ellos como mensaje de liberación. No vino Jesús a perpetuar una situación social y resaltar los valores de la pobreza, sino a proclamar la compasión y la misericordia de Dios que tenía como propósito dignificar a los más pequeños y oprimidos de la sociedad de su tiempo. Su misión la encontramos resumida en su predicación en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21)1. Había llegado el cumplimiento de la profecía, tanto tiempo esperada, que se expresaba a través de la esperanza del Reino de Dios y la edad mesiánica.
Pero este mensaje ya no revestía las formas espectaculares de triunfo y victoria para Israel, sino que se centraba en la acción de Dios a favor de los más pequeños y desvalidos de la sociedad. El evangelio, la buena noticia, que debía llenar de gozo el corazón de los pobres, los quebrantados de corazón, los ciegos y oprimidos, era que Dios mismo venía a rescatarlos. Los últimos son hechos los primeros. Los que nada significaban son ahora los actores principales. Se cumple lo que dice María en el Magnificat “(Lc 1,51-52), que ya da por cumplida la promesa: “quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos.”

Hemos espiritualizado tanto el mensaje de Jesús que nos hemos olvidado de su cercanía a la tierra. Nos hemos ocupado tanto del mensaje para el más allá, que nos hemos olvidado del mensaje para el presente. Hemos enfatizado tanto la dimensión vertical del evangelio que hemos pasado por alto el hecho de que el evangelio siempre tiene dos dimensiones, vertical y horizontal, y que no podemos dejar de lado una de las dos sin desvirtuar todo el mensaje de Jesús. Esto lo tuvo muy claro la Iglesia de Jerusalén cuando estableció una comunidad de bienes. También el apóstol Pablo cuando organizó una colecta solidaria con la Iglesia de Jerusalén. Los pobres son felices porque en la comunión con Cristo reciben la dignidad que se les había robado y han alcanzado en la comunidad de Jesús el mismo estatus de cualquier otro miembro. Jesús establece la solidaridad, como pieza fundamental de su mensaje y nosotros, en su lugar, hemos puesto en el centro la pureza doctrinal, como si en esto nos fuera la salvación.

Es hora de rectificar. Es hora de volver a los postulados de evangelio y emprender el camino de Jesús. Es la hora de hacer felices a los infelices: los pobres, los quebrantados de corazón, los oprimidos. Ellos han de encontrar en el mensaje y en la acción de la Iglesia la misma acogida que encontraron en Cristo. Estamos en el tiempo de la misericordia de Dios, de su acercamiento a nosotros, de su proximidad. Y el Reino no es el triunfo de la religión, ni de las doctrinas correctas, sino la soberanía de Dios sobre todos para establecer nuevas prácticas de comportamiento, una nueva forma de ver y de hacer las cosas, en la que los marginados encuentren su lugar en la sociedad. Porque para esto vino Cristo.

Dios ha organizado en nuestro mundo su gran banquete al que los pobres y los marginados son invitados a participar. Ya no es el privilegio de los grandes de este mundo que, con sus actitudes, se han hecho indignos. La invitación va hacia los otros, los que no cuentan, menospreciados y silenciados. Quien organiza el banquete manda ir a buscar a “los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos” (Lc 14,21) para que participen de él. Y a nosotros nos dice lo mismo: “cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos” (Lc 14,13). Estamos, nos dice Cristo, en el año agradable del Señor, el gran año de la restauración de todas las cosas, el año que el que se ha empobrecido y ha perdido sus bienes, ahora los recupera.

Recuperar este mensaje es nuestra asignatura pendiente, a pesar de la obra social, casi siempre marginal, que realizamos. A menudo somos los que ponemos la religión por encima de la humanidad. Nos preocupamos de guardar la ley, pero olvidamos al hombre a la que se aplica. Y podríamos mencionar, sin ánimo de ofender a nadie, multitud de casos en los que interpretaciones, a veces peregrinas, de las Escrituras prevalecen sobre nuestra cercanía a los demás. Más de una vez he oído decir que la iglesia no es una ONG para dedicarse a la obra social. ¡Qué lástima que no lo sea!

Jesús no exige a los pobres y marginados, para atender a sus necesidades, ningún tipo de conversión. No hace distinción entre buenos y malos. Sobre todos ellos, Dios hace que salga el sol y envía la lluvia fertilizante de los campos. El capítulo 15 de Lucas nos habla, por medio de parábolas, de los perdidos: la oveja perdida, la moneda perdida, el hijo perdido. Todos ellos fueron hallados por el Dios de la misericordia y el amor. En todos los casos hubo gozo y fiesta por haberlos encontrado. Por esto nos dice Lucas que los publicanos y los pecadores se acercaban a oírle, pero los fariseos y los escribas murmuraban. Pues, que lo sepan todos: el hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido; no sólo de una perdición eterna, sino también de una situación de miseria y angustia en el presente. La persona humana no tiene dos vidas separables, sino una sola: aquella que vive aquí y ahora y que se prolonga más allá de la historia. No podemos proveer para el futuro, si no proveemos primero para el presente. La prioridad es dar un pedazo de pan al que tiene hambre y, sólo después, darle, con nuestras actitudes más que con nuestras palabras, el mensaje sanador y reconciliador del evangelio.

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