LP. Enric Capó, España
El fenómeno de las religiones es muy complejo: un Dios, multitud de religiones. ¿Dónde está la verdad? En España, el nacional-catolicismo lo resolvió con una afirmación simple y sencilla: todas las religiones son falsas; sólo la Iglesia Católica es verdadera y, por tanto, como, en frase de uno de sus teólogos, “el error no tiene derechos”, había que cerrar las fronteras, y efectivamente las cerró, a todas las otras religiones o confesiones cristianas distintas. Durante más de 300 años, España fue, o pretendió ser, una unidad religiosa, la reserva espiritual de Occidente. La Constitución de 1812, La Pepa, con todo lo que costó que se llegase a aprobar, decía pomposamente en su artículo 12: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.” Entre los protestantes hay también cristianos conservadores (mayormente, los evangelicales) que mantienen una posición análoga. Lo expresan de diferente forma, incluso llegan a decir que no son una religión, pero finalmente llegan a las mismas conclusiones.
Otro colectivo, el de los ateos1, ha pretendido cerrar la discusión con otra afirmación igualmente simplista: todas las religiones son falsas y, por tanto, se ha de hacer todo lo posible para eliminarlas. Son un lastre que impide a la sociedad llegar a su mayoría de edad. Se basan en su propia y particular interpretación de la teoría de la evolución de Darwin, como si fuera un dogma inexpugnable.
Hay todavía un tercer grupo: el que afirma que todas las religiones son verdaderas, o, al menos, que en todas ellas hay un fondo de verdad.
Si dejamos de lado la postura negativa de los ateos, de la cual no es ahora el momento de hablar, es muy dudoso que, entre las religiones que actualmente se dan en nuestro entorno, se pueda hablar con propiedad de que unas son verdaderas y otras falsas. Lo verdadero y lo falso son conceptos que se adaptan mal a las actitudes humanas frente al misterio de lo sagrado. Por encima de los ritos, doctrinas y prácticas que se dan en las diferentes religiones, condicionados por la época, la cultura y las costumbres de los diferentes pueblos, hay una respuesta humana a lo sagrado que, fundamentalmente, es prácticamente la misma para todos los creyentes y, por tanto, para todas las religiones. Es, por tanto, importante que sepamos distinguir cuidadosamente entre la experiencia humana ante lo sagrado y su concreción histórica en prácticas religiosas específicas.
Si examinamos los elementos fundamentales de las diferentes religiones que conocemos, pronto descubriremos que lo más importante en ellas no es lo que las caracteriza y las distingue unas de otras, sino el hecho de que todas ellas representan una respuesta al misterio de lo sagrado. Todos los seres humanos, en un momento u otro de su vida, se ven abocados a confrontar la realidad del ser, la existencia y la realidad. Es la hora de examinarse a si mismos, de afrontar sus debilidades y tomar conciencia de sus limitaciones. Están obligados a hacerlo desde su perspectiva, cultura y circunstancias personales. Son hombres y mujeres distintos, ubicados en tiempos remotos o en la época moderna, viviendo situaciones muy diferentes, habitando tierras muy alejadas unas de otras, pero confrontados a la misma realidad de estar en la presencia de lo sagrado, lo que está más allá de los límites de su propia existencia y cae fuera de su capacidad de comprensión. La reacción de este ser humano ante esta presencia que, finalmente, se define como Dios, determina su existencia. También, a partir de ahí surge la religión, es decir, la respuesta humana a la experiencia de Dios. Esta respuesta puede tomar características muy distintas, ya que se ve obligada a hacer su propia adaptación histórica de la experiencia religiosa que, en primer lugar, es íntima y personal del individuo. Algunas religiones, sin duda alguna, lo han hecho con bastante acierto, otras, con graves errores. Pero, por encima de aciertos y errores, persiste el hecho de la motivación más profunda que es homologable para todos.
Religión, pues, es, en primer lugar, una experiencia de lo sagrado. El hombre tiene, ante la vida y la muerte, un sentimiento de dependencia. Se encuentra solo, toma conocimiento de los límites de su propia existencia y se abre al más allá de estos límites que lo agobian, a aquello que lo transciende y que le produce estupor y asombro. Es la experiencia del gran misterio de lo sagrado. Esta experiencia se da en todas las religiones y es lo que las justifica, más allá de las formas temporales e históricas que esta experiencia adopte y que constituyen una religión determinada. En el caso del cristianismo, la experiencia de la conversión a Cristo es el encuentro con lo sagrado que da nuevo sentido a la existencia. Conforme a nuestra doctrina, esta experiencia no es tanto el resultado de nuestra búsqueda de Dios, como el hecho de la revelación de Dios en Jesucristo. El centro del cristianismo, no reside en sus doctrinas, sino en el hecho de que Jesucristo ha sido el mediador de la revelación de Dios. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn 1,18).
Esta experiencia del encuentro con Cristo es el punto central de nuestra fe. Es un hecho puntual que muy poco tiene que ver con nuestro conocimiento de la doctrina o de las prácticas de la religión cristiana. Es una experiencia profunda personal e intransferible, que involucra toda nuestra vida. Para unos, es el descubrimiento de la realidad de Dios, como el Dios vivo, el “fuego consumidor” (Heb 12,19). Para otros, será salir de formas primitivas de religión y acceder a la luz de la revelación en Jesucristo (1 Ts 1,9).
Ahora bien, en todos los casos, este encuentro cristiano con lo sagrado es homologable con las experiencias en otras religiones. Esto no quiere decir que sean igualmente válidas, pero les da una legitimidad y nos permite entrar en un diálogo que no sea el típico de sordos. Se trata de un diálogo en el que, a la luz de nuestra respectiva comprensión de Dios, nos ayudemos mutuamente a depurar nuestra práctica religiosa. No hay leyes concretas que rijan este diálogo, pero ha de quedar muy claro que lo que legitima una religión cualquiera es que su enseñanza sea humanizadora. Y, en esto reside la importancia del diálogo interreligioso. No se trata de discutir quien tiene razón, ni de donde está la verdad, sino de identificar en nuestro diario quehacer, qué es lo que nos hace más humanos y es positivo para la construcción de una sociedad más justa y pacífica. Finalmente, descubriremos, como ya hemos hecho en otras ocasiones, que el anuncio y la práctica del amor es el contenido fundamental de las religiones en el mundo. Los cristianos lo hemos dicho una y otra vez: Dios es amor y sólo el que ama conoce a Dios.