César Aníbal Villamil
La ética es un tema vasto y comprehensivo que constituye una de las ramas importantes de los estudios teológicos y puede ser definida como un sistema de valores morales y deberes. Tiene que ver con el carácter humano, las acciones y los fines.
La ética también tiene que ver con la comunidad. No es cosa de argumentación, sino de conducta frente y hacia los demás, y su principio y su fin, por lo tanto, tiene que ver con responder a lo que da origen al término clave de la ética: la responsabilidad.
En 1933, de acuerdo a la cita de Julián Marías, Ortega y Gasset comenzó un discurso que apuntaba a analizar la situación de España en aquella hora tan difícil, diciendo: No sabemos lo que nos pasa, y eso es, precisamente, lo que nos pasa. Lo mismo podría ser dicho en nuestro tiempo. Es hora de que sepamos lo que nos pasa, y lo que nos pasa es que atravesamos por una profunda crisis de valores, de la que la Iglesia no está exenta.
El poeta argentino Enrique Santos Discépolo, autor de tangos imborrables, a principios del siglo XX nos dejó palabras que hoy siguen siendo de una actualidad que impacta:
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,
ignorante, sabio, chorro (ladrón), pretencioso, estafador.
Todo es igual, nada es mejor,
lo mismo un burro que un gran profesor.
Los que antes teníamos como valores hoy ya no lo son, por lo tanto, es lo mismo ser una cosa que otra. Nos deshicimos de los grandes relatos de la historia y rechazamos los ideales del futuro. Estamos en la indefinición de la posmodernidad.
Si nos sentáramos a conversar tranquilamente, es muy probable que estemos de acuerdo sobre la ética. Qué es, qué significa, cómo aplicarla, etc. Sin embargo, muchas veces hay brechas abismales entre lo que decimos que somos y creemos y lo que verdaderamente somos y creemos. El mero análisis ético en el vacío es estéril y fútil; inclusive, me atrevería a decir que es falaz, pues corremos el peligro de conformarnos con la argumentación sobre la ética y olvidarnos de vivirla, así como de enseñarla, transmitirla.
La ética no es una teoría para contemplar al mundo, es una guía para la vida, en relación con los seres que nos rodean. La ética es acción, es determinación, es responsabilidad. El saber cómo actuar no conduce, necesariamente, a la acción y no se transforma en ética. Yo puedo saber qué pide Dios de mí, pero si no actúo conforme a ello, no sirve para nada más que para condenación (Santiago 4.17; 5.12; Romanos 8.1). No somos lo que decimos ser, sino lo que mostramos al actuar, todos los días.
Las ideas no son la moral. La moral es la encarnación de la ideas. Actos, conductas, y debajo de ellas los valores que, obviamente, se ven y expresan en esas realizaciones exteriores.
La sociedad que nos rodea, gradualmente ha evolucionado hacia la permisividad, la pérdida de valores, etc., arrastrando consigo a buena parte de la Iglesia, pues en lugar de mantenerse inmaculada está siendo moldeada al mundo circundante. Parece ser que la indicación paulina: «No adopten las costumbres del mundo, sino transfórmense por medio de la renovación de su mente», (Romanos 12.2) no está siendo oída en nuestros tiempos.
El problema es que cada área que se fue degenerando no es más que una parte de un problema mayor. La cosmovisión del sistema mundo ha ido ganando terreno en relación a la cosmovisión vagamente cristiana que quedaba en la memoria de la gente.
Una de las razones de ello es una cosmovisión cristiana defectuosa basada en la concepción pietista de que existe una división clara entre el mundo «espiritual» y el «material», dando poca o ninguna importancia al mundo «material», descuidando la dimensión intelectual del cristianismo.
Sin embargo, la espiritualidad cubre toda la realidad y el señorío de Cristo debe cubrir todo en la vida y todo de la misma manera.
Cuando decimos que el cristianismo es verdad, lo es para toda nuestra realidad. El cristianismo no es una serie de verdades sino La Verdad, sobre toda nuestra circunstancia. En palabras de Ortega y Gasset: Yo, soy yo y mi circunstancia. No podemos separar nuestra existencia y pretender comportarnos de una manera cuando interpreto el papel de ser cristiano y otra muy diferente cuando de negocios se trata, por ejemplo.
Fallamos al no comprender que la Verdad tiene que ver con todo el entorno y no solamente el religioso. Nuestra visión de la realidad determinará nuestra posición en cada tema que enfrentamos hoy, y también nuestra visión del valor y la dignidad de la gente, la base para el tipo de vida que el individuo y la sociedad viven.
Yo creo que nuestra cultura, sociedad y gobierno están en la condición en la que están, no solo a causa de alguna conspiración maléfica, sino porque la Iglesia no cumple en su totalidad su deber de ser luz y sal de la cultura. Es nuestro deber —y privilegio— usar la libertad que tenemos para ser la sal de nuestra cultura.
Esta concepción maniqueísta —reducir todo a dos principios creadores, uno para el bien y otro para el mal—, ha llegado hasta nuestro tiempo provocando una espiritualidad excluyente que olvida incluir bajo el señorío de Cristo a todo el espectro de la vida.
Los antiguos avivamientos instaban a la salvación personal, pero también impulsaban claras acciones sociales. Por lo tanto, no solamente llevaban a la gente al arrepentimiento sino que también producían un cambio en la vida de la comunidad toda.
Los medios están inundados de informes sobre ética pecaminosa en los negocios —últimamente dos de las más grandes empresas del mundo fueron encontradas culpables de falsear la información contable para no pagar los impuestos correspondientes. En todos los niveles nos encontramos con corrupción, manipulación, evasión impositiva, malversación de fondos, etc.
Generalmente sabemos qué deberíamos hacer, pero evaluamos el costo de hacer lo correcto y desistimos de hacerlo cediendo a la presión de personas o circunstancias, en lugar de mantener la integridad que Dios requiere de nosotros. Si creemos que tenemos que hacer cualquier cosa para mantener nuestro negocio o empleo, podríamos terminar sirviendo al amo incorrecto.
Es imperioso que nos convirtamos en individuos centrados en principios. Que estemos dispuestos a pagar cualquier costo antes de quebrar esos principios sobre los cuales hemos afianzado nuestras vidas.
Los hombres no son dueños de sus fines, sino de sus caminos —aunque esos caminos puedan determinar sus fines.
Malos dueños de nuestros caminos somos cuando empezamos a descuidarlos. El que va en busca de días y noches opulentas, vuelve por el triste camino del cuidador de cerdos.
Para el hombre íntegro se presenta el dilema de Dostoiewski: el valor absoluto o la nada absoluta.
No me digas cómo es tu vida íntegra. Déjame observar tus conductas y en ellas podré ver las convicciones y valores a los que respondes. Niestzsche decía: Muéstrame tu vida redimida y creeré en tu redentor.
El profeta Isaías ve que en el pueblo de Dios los valores se habían subvertido, pues a lo malo le decían bueno y a lo bueno malo (Isaías 5.20); que no había un referente moral en quien confiar (Isaías 5). Todo se dirigía hacia el precipicio. Nada había en el futuro. Deprimido, el profeta va al Templo de Dios y allí ve al Señor. El velo se descorre y el profeta recibe fuerzas al ver la santidad de Dios. Ante la santidad de Dios el profeta puede verse a sí mismo con total claridad y sinceridad (Isaías 6.5): «¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo un hombre inmundo de labios…han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos».
Ese es el camino a recorrer, vayamos al Templo de Dios a contemplar su hermosura y poder. Ver el rostro de Dios nos permitirá vernos desde otra perspectiva. No vivamos vidas representadas sino reales de acuerdo a los parámetros del Dios de la gloria, a fin de que a través de nuestras vidas seamos la luz y la sal que nuestro mundo necesita tan desesperadamente.