LP. Harold Segura C.
La oración, ¿sirve de algo? La pregunta es capciosa, no hay duda, pero válida si tenemos en cuenta que vivimos en una época donde impera lo funcional y pragmático. Hoy no hay tiempo para lo incierto e intangible. El misterio de lo divino ha sido ocultado por nuestro racionalismo funcional. Por eso se nos pregunta a los creyentes: ¿Por qué creer en lo celestial como solución para los enormes problemas terrenales? ¿No habrá medios más eficaces y decisivos para acabar con las situaciones indignas del ser humano? En otras palabras: ¿Podemos orar y estar seguros de que sirve de algo?
Estas son inquietudes honestas que surgen, sobre todo, al ver la realidad abrumadora de nuestro mundo. El hambre, la pobreza, la corrupción, la violencia y la exclusión social, entre otros males, nos desesperan y nos conducen a buscar soluciones prácticas, en las que a la oración no se le concede lugar alguno. Incluso, este escepticismo se percibe en muchas ocasiones entre cristianos que trabajan a favor de la transformación humana y del bienestar integral de los demás. Un escepticismo que, en algunos casos, transforma la fe en activismo y la esperanza en mesianismo humano.
La vida y las enseñanzas de Jesús nos recuerdan la centralidad de la oración. Para él, la oración era la forma de mantenerse en contacto permanente con el Padre, de someterse al escrutinio de Su voluntad y de recibir la inspiración para continuar anunciando y haciendo presente la realidad del Reino de Dios y su justicia. Jesús oraba en privado, lo hacía en público y muchas veces se unía a sus discípulos para practicar la oración comunitaria. Siempre se cuidó de no caer en los riesgos de la oración ritualista, carente de sentido y de acción, como era la de los religiosos de su tiempo. A los fariseos les recordó que sus largas oraciones no servían para nada; eran solamente una excusa más de su religiosidad carente de justicia y de misericordia para con el prójimo.
Pero, ¿sirve de algo?. No sirve de nada cuando se desliga del compromiso cotidiano con la causa del Reino de Dios y cuando se divorcia de la vida y de la Historia. No es cristiana la devoción que se separa de la ética. Ya Kant, el célebre filósofo alemán, señalaba que el ser humano se dispensaba, orando, de actuar moralmente. Por eso para él, la oración era, literalmente, mera tontería.
La oración de nada sirve, seamos sinceros, cuando paraliza las acciones y justifica la falta de compromisos. De nada sirve cuando aliena la existencia y sirve como excusa a la injusticia. A eso se refería Jesús cuando dijo: “!Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!, porque les quitan sus casas a las viudas y para disimularlo hacen largas oraciones…” (Mateo 23:14). Sus oraciones, aunque largas y elocuentes, no eran más que palabrerías mal intencionadas para ocultar el despojo. De ahí la dureza con que Jesús las condenó.
Pero sirve de mucho, y resulta crucial, cuando va unida a la acción y cuando se integra en la totalidad de nuestra vida cristiana; cuando es súplica sincera que busca conocer la voluntad del Padre y cuando conduce al compromiso efectivo con esa voluntad revelada. Jesús oraba: “… pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mateo 26:39).
De ahí que debamos resaltar el binomio oración-acción; para que nuestras oraciones no se queden en la retórica litúrgica sino que conduzcan al cumplimiento de la voluntad de Dios en el mundo. Pero también, para que nuestras acciones, por más esforzadas y nobles que sean, no se conviertan en activismo instrascendente, donde Dios -el “totalmente otro”- quede ausente y eliminemos así la posibilidad del sentido de nuestro compromiso como cristianos. Orar y no actuar es tan errado como actuar sin orar.
Oración y acción son una pareja que no deberíamos divorciar, para que nuestras oraciones sirvan de algo y para que nuestras acciones conduzcan a algo.