LP. Leopoldo Cervantes-Ortiz
1 Corintios 13
«Hay algo más grande y mejor que los carismas, pues la diversidad de dones se enfrenta, inevitablemente, al juego y el riesgo de las comparaciones para definir cuál o cuáles son los más llamativos o que otorgan mayor popularidad»
El llamado “himno al amor” de I Corintios 13 constituye uno de las cumbres escriturales del apóstol Pablo. Su decisión de plasmar de manera poética algunas de las afirmaciones más contundentes en relación con el gran don divino del ágape, manifiesta el grado de madurez con que consideró debía ser expuesta la centralidad del amor en el mensaje cristiano. En esta carta, luego de exponer algunos de los problemas que enfrentaba la comunidad, y especialmente después de referirse a los dones (carismas) del Espíritu, en medio de las diversas tendencias religiosas que asediaban a los creyentes de esa ciudad, Pablo concluye aquella sección anunciando que mostrará un camino más excelente para la experiencia cristiana. Él demostrará que hay algo más grande y mejor que los carismas, pues la diversidad de dones se enfrenta, inevitablemente, al juego y el riesgo de las comparaciones para definir cuál o cuáles son los más llamativos o que otorgan mayor popularidad. La respuesta paulina no es un discurso teológico sesudo, aunque no por ello dejará de ser profundo, ni de una serie de exhortaciones para el comportamiento moral o comunitario. Ahora Pablo se ve en la necesidad de utilizar una forma de expresión sintetice su comprensión del amor en medio de una cultura cuya universalidad no es suficiente para satisfacer a la humanidad, pues le falta el elemento más importante, el amor.
Pablo entendía perfectamente que la ley, como él entendió la judía y la romana, no alcanzaría a establecer el amor como un estado permanente en la vida humana, pues como comenta Xabier Pikaza, para él:
Los renacidos en el Cristo ya no se vinculan por la Ley (judíos), ni la sabiduría (griegos), ni el Imperio (Roma), sino por el mismo poder amoroso de Dios que les hace capaces de vivir en libertad y filiación (cf. Gál 4, Ro 13). Por eso, el amor no es para ellos una especie de propiedad sentimental, ni una emoción que se añada a la existencia ya constituida, privada, propia de algunos iniciados, sino el mismo sentido y valor de la vida. El amor es la realidad en sí, la verdad del ser humano, que se vincula a Cristo y de essa forma, desde Cristo, puede vincularse de un modo gratuito y ya pacificado a todos los humanos.[1]
De ahí que Pablo responde, casi literalmente, al discurso sobre otras formas de amor, como el erótico, expresado en Platón mismo, pues casi podría decirse que lo contradice línea por línea, aunque sin la personificación mitológica del amor que en el ámbito greco-latino resultaba fundamental:
En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia.[2]
El filósofo reformado francés Paul Ricœur ha resumido muy bien las estrategias retóricas de este capítulo: en la primera estrofa (vv. 1-3), “exalta la altura del amor por una especie de hipérbole negativa, pronunciando la nadificación de todo lo que no es el amor”, mediante una fórmula que se repite cinco o seis veces (Aunque haga cosas extraordinarias, sin amor, nada soy). La segunda estrofa (vv. 4-7) “desarrolla la visión de la altura en el modo indicativo, como si todo ya estuviera consumado”[3]:[3] el amor es paciente, servicial, no envidioso, no jactancioso, no engreído, no interesado. Y es que a veces se nos olvida que la realidad total del amor, la experiencia plena del ágape cristiano, propio del Reino de Dios, es un valor escatológico, entregado por Dios como un don del futuro. De ahí que, en ocasiones, la experiencia tan humana de la amistad verdadera, cuando se vive de manera auténtica, es una manifestación de esa forma de amor. En eso, los griegos no estuvieron lejos de una comprensión muy profunda, pues destacaron, por su rechazo al cuerpo como realidad última, la posibilidad de que los seres humanos alcanzaran formas sólidas de comunión y afectividad. De ahí que los calificativos paulinos para el amor verdadero no describen una realidad imposible y encuentran una conexión ética susceptible de tener un efecto social y político importante, especialmente cuando se refiere a su desvinculación con la injusticia.
Creer, esperar, soportar… Parecen verbos pasivos y ligados a la resignación, pero lo cierto es que Pablo está proponiendo algo así como un amor militante, comprometido con la verdad, la paz y la dignidad. A la tercera estrofa (vv. 8-13), continúa Ricoeur, “la arrastra un movimiento de trascendencia más allá de todo límite”:[4] El amor no acaba, no deja de ser… Hay un recuerdo del clamor apasionado de Cantares, pero ahora la proyección es total, en sentido de vincular ya no solamente a una pareja en una relación privada, íntima, sino que tal como corresponde al ágape, manifestar el anticipo de la plenitud del Reino en todas las esferas de la vida humana. Sólo así es posible salir de la privacidad del amor en donde éste aparentemente es más fácil de realizarse (con todas sus salvedades). Por ello la crítica juanina es tan incisiva hacia el amor de tendencias místicas: si no se ama al prójimo visible, será imposible el amor a Dios.
Finalmente, el carácter absoluto del amor se manifiesta precisamente en el ámbito escatológico, pues la superioridad de éste, incluso sobre la fe y la esperanza es el espaldarazo definitivo para señalar las posibilidades transformadoras, revolucionarias, del impacto de la acción de Dios en un mundo reacio a vivir las consecuencias radicales de la práctica del amor verdadero, aquél que se intuye, se sabe, se adivina, pero que a veces está tan lejos de nuestra conciencia y acción. Porque, lo sabemos bien, se necesita traducir a la acción la fuerza ética y humana de este pasaje paulino.
Notas:
[1] X. Pikaza, “I Cor 13: Iglesia, institución de amor” (I), en Corintios XIII. Revista de teología y pastoral de la caridad, núm. 100, octubre-diciembre de 2001, p. 27. Énfasis agregado.
[2] Platón, “El banquete”, en Diálogos. III. Madrid, Gredos, 1992. Trad. y notas de M. Martínez Hernández. p. 247.
[3] P. Ricœur, en Amor y justicia. Trad. de T.D. Moratalla. Madrid, Caparrós, 2000 (Esprit, 5), p. 16.
[4] Ibid, p. 17.