LP. Carmelo Álvarez
Por casi cuatro décadas he tenido la grata experiencia de vivir y trabajar en distintos países de Latinoamérica y el Caribe. Ello incluye a México, Costa Rica y Chile, donde ejercí como profesor en seminarios teológicos y universidades estatales y privadas. En los últimos nueve años he viajado constantemente por toda la región como profesor itinerante, dictando cursos intensivos y talleres, y ofreciendo conferencias públicas en universidades y foros públicos, particularmente en Ecuador, Cuba, México y Venezuela. He sido observador electoral en elecciones presidenciales, regionales y municipales en El Salvador, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Mantengo, además, una comunicación directa-con la bendición de los correos electrónicos y el internet-casi diariamente con colegas, estudiantes, ex alumnos y líderes eclesiásticos de toda la región, que me provee un panorama bastante fidedigno de lo acontece por nuestras tierras.
Uno de los temas más acuciantes en estos días es el de la libertad religiosa. En realidad, el asunto viene de largo pues desde la conquista y colonización de estas tierras por las potencias europeas hemos tenido, de una manera u otra, que lidiar con el tema. Uno tendría la sensación que la cuestión se complica cada día más, al punto de crear no sólo una variedad de opiniones con diversidad de posturas e intereses, sino claras confrontaciones y hasta violencia física.
Recuerdo mi primera experiencia con el tema de la libertad de culto, y particularmente la relación iglesia-estado en México en 1974. Las opiniones de colegas católicos y protestantes mexicanos tanto en la Comunidad Teológica de México, el Seminario Evangélico Unido y el Instituto Universitario de Ciencias de la Educación (Salesiano) convergían alrededor de las limitaciones que tenían tanto las iglesias constituidas como las instituciones de educación teológica y universitaria relacionadas con las distintas confesiones cristianas. Se daba la sensación de que las entidades religiosas eran “cuasi clandestinas” y sin reconocimiento jurídico público. Ni que hablar de los edificios e instalaciones educativas que tan pronto se hacían públicas se convertían en “patrimonio nacional”.
Un poco más adelante, a partir de 1975, fungí como profesor y rector en el Seminario Bíblico Latinoamericano en San José de Costa Rica, y en varias ocasiones fui profesor visitante en la Universidad Nacional Autónoma en Heredia, Costa Rica. Muy pronto me percaté que en Costa Rica hay una religión oficial del estado, al leer en la Constitución de la República de Costa Rica, que “La Religión Católica, Apostólica y Romana es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento… (Art. 75). Incluso, recientemente he seguido de cerca una discusión sobre la posibilidad de enmendar la constitución costarricense para declararse estado laico y abolir el principio de la religión oficial del estado en la constitución. El debate ha provocado muy diversas opiniones y posturas.
Estas dos posiciones extremas en México y Costa Rica, y las lecturas de las constituciones de las repúblicas latinoamericanas y caribeñas, a través de los años, siempre me provocan algunas preguntas claves: ¿Cómo se distingue entre libertad religiosa y libertad de culto? ¿Qué se entiende por “tolerancia religiosa” en nuestros países? ¿Cómo distinguir entre igualdad y equidad? ¿Será posible un diálogo interreligioso que supere prejuicios y barreras de todo tipo?
Cuando nos referimos a la libertad religiosa no se pueden obviar los procesos históricos que han vivido nuestros países desde la conquista y la colonización hasta nuestros días. El camino recorrido en estos más de 500 años va desde el carácter hegemónico de la cristiandad bajo el imperio español y el lusitano, en el caso de Brasil, donde la fe católica era la religión oficial del estado colonial. Hubo presencia de grupos protestantes en varios países, pero su influencia fue mínima, y en algunos casos perseguidos por la Inquisición como herejías. La misma suerte corrieron comunidades judías en países como México y Perú.
En el período posterior a las guerras de independencia y en los procesos constitucionales de las nuevas naciones latinoamericanas se incorporó como principio formal y jurídico la libertad religiosa. Se promulgaba, además, la libertad de culto, que particularmente reconocía el espacio de los templos como lugar para las celebraciones litúrgicas. Incluso, se promulgada el derecho individual de profesar una confesión religiosa desde la libertad de conciencia. En la práctica hubo muchas irregularidades, y no pocos conflictos, llegándose al prejuicio, la persecución religiosa y la violencia contra comunidades no católicas por todo el continente. Las comunidades protestantes prácticamente han debido funcionar como “asociaciones civiles” sin reconocimiento como iglesias al mismo nivel que la Iglesia Católica Romana. Se invocaba, e invoca todavía, que la iglesia católica oficialmente es un estado (el estado Vaticano), y como tal reconocido diplomática y jurídicamente de acuerdo con las leyes internacionales que norman las relaciones entre los estados.
Por el otro lado, el principio de tolerancia religiosa tan ligado al pensamiento moderno, particularmente al filósofo inglés John Locke y el constitucionalismo inglés y francés, ha sido también enarbolado en nuestras tierras como aporte significativo, particularmente por las corrientes ideológicas más liberales, a las garantías ciudadanas y a los derechos humanos. En cierta medida la tolerancia religiosa no ha propiciado en muchos de nuestros países un clima de sana convivencia, sobre todo con las religiones indígenas y las prácticas religiosas de los sectores afro-descendientes, en sociedades consideradas mayoritariamente “cristianas”. Aquí podría señalarse un marcado prejuicio religioso ligado al prejuicio racial y antropológico-cultural.
El tema de la igualdad religiosa ha creado mucha controversia. Hay quienes proponen una cierta condición civil y legal para todas las expresiones religiosas, pero el reconocimiento oficial a las organizaciones religiosas más institucionalizadas. Es decir, concordatos y acuerdos para las “iglesias establecidas”, como sería el caso de la Iglesia Católica Romana. Muy distinto enfoque sería invocar el principio de la equidad que respeta las diferencias dentro de un marco de igualdad, propiciando la justicia para todos y todas.
¿Y dónde queda el diálogo interreligioso en Latinoamérica y el Caribe? Los desafíos en este asunto son muy grandes. Bástenos resaltar la necesidad imperioso de un diálogo que tome en serio el panorama religioso particular de nuestra región y los imperativos de acercamientos entre las diversas religiones para enfrentar las diatribas, los prejuicios, los conflictos y las violencias que se generan con mayor o menor de intensidad en cada país. Y que han generado un clima de intolerancia, persecución y muerte (en muchos casos), donde se debiera propiciar la paz y la concordia.
A fin de cuentas toda verdadera religión que pretenda ligarnos a Dios debería promulgar un principio universal de promoción de la paz con justicia. Y propiciar una verdadera reconciliación. ¡Pareciera que es la manera más libre y auténtica de profesar la fe!