LP. Enric Capó, España

Hay muchos lectores asiduos de la Biblia que nunca la han leído entera. Para su formación espiritual, usan guías de lectura o manuales devocionales, con pasajes escogidos y apropiados para la edificación personal, pero no han hecho jamás una lectura seguida y completa de la Biblia. Esto es lícito y provechoso. Tenemos derecho a crearnos un espacio de reflexión personal y la Biblia es el libro por excelencia para crearlo. Es delicioso degustar la Palabra de Dios en sus páginas más hermosas y en sus reflexiones más profundas. El salmista la encuentra “más dulce que la miel y que la que destila del panal” (Sal 19,10) y esta misma será la experiencia del creyente que “se regocija en el Señor” meditando su palabra. Hemos de agradecer a la Iglesia que, a través de los siglos, nos haya ayudado, mediante guías de lectura, en nuestra búsqueda de los tesoros más valiosos de la Palabra de Dios. Dedicar un espacio diario al estudio y reflexión de pasajes escogidos de la Biblia nos ayuda en nuestro camino de fe, nos fortalece y nos permite vivir, en plenitud, la vida nueva que Cristo nos propone.

Sin embargo, no podemos detenernos aquí. Nuestro “aposento alto” no puede ser un refugio permanente en el que escondamos nuestra vida del Espíritu, lejos del “mundanal ruido”. Lo pretendieron hacer algunos de los apóstoles en el Monte de la Transfiguración y Jesús no se lo permitió. Había que bajar del monte y afrontar la vida real, tantas veces endemoniada.

Lo mismo nos pasa a nosotros. No nos podemos quedar sólo con los pasajes escogidos, por mucho que nos gusten y nos deleiten. La Biblia la hemos de tomar en su integridad y, ciertamente, no es fácil hacerlo. Es un libro para adultos, no apto para menores, ya sea en edad ya sea en madurez humana. Tomado literalmente, sin distinguir los tiempos y las ocasiones, puede llegar a ser muy peligroso, llevándonos incluso a integrismos que, tomando como punto de partida pasajes aislados, destruyen el glorioso mensaje central del que la Biblia es testimonio. Entonces, la Biblia, en lugar de ser instrumento de amor y de reconciliación, se convierte en ocasión de confrontación y de odios. Esto nos ha pasado a lo largo de nuestra historia. Un ejemplo de ello es la discusión sobre la esclavitud, un periodo de nuestra historia en el que los defensores de la esclavitud y los abolicionistas se lanzaban, como si fuesen dardos envenenados, versículos de la Biblia. Era la lucha entre el literalismo fundamentalista y el mensaje central de la Escritura. Es muy importante tener un conocimiento equilibrado de la Biblia en el que lo negativo que podamos encontrar en sus páginas, sea ampliamente superado por el mensaje de vida y salvación que está en el centro..

Ahora bien, ¿cómo afrontar este reto de una lectura de la Biblia entera? Pequeños errores y algunas contradicciones e inexactitudes probablemente no nos sorprenderán. No nos encontramos ante un libro mágico que esté exento de errores. Incluso los teólogos más conservadores admiten que las copias de los libros de la Biblia que nos han llegado, pueden tener faltas y errores. Esto no es importante porque no afectan en absoluto el mensaje central. Pero lo que sin duda nos impactará e, incluso, nos escandalizará, son los relatos bíblicos que se refieren a la violencia del pueblo de Israel y a los rasgos atribuidos a Dios que no concuerdan con el concepto que tenemos de El: crueldad, celos, intolerancia, favoritismos, discriminación, etc. Nos impactarán las numerosas páginas llenas de violencia: historias de venganza, crueldad, traiciones, destrucción de pueblos enteros: hombres, mujeres y niños. ¿Cómo hemos de entenderlo?

Lo primero que hemos de recordar es que la Biblia es un libro de historia, no una hagiografía de los santos de la antigüedad. No hace apología de nadie, ni disimula los errores y faltas de sus protagonistas, sino que se atiene a los hechos, tal como fueron vistos e interpretados por sus actores. Pero no es una historia cualquiera ni ha sido escrita para que conozcamos simplemente el pasado de un pueblo. Es una historia a la luz de la experiencia que los hombres han tenido de Dios. En ella, como afirma nuestra fe, Dios se nos revela. Más allá de los hechos y a través de ellos hemos de ver la acción de Dios. No siempre será clara ni siempre podremos creer todo los que nos dicen los defensores de Dios en esta historia; pero haremos camino con ellos y los acompañaremos en su ascenso hacia el conocimiento de Dios. A través de sus experiencias, a medida que ellos van descubriendo el verdadero rostro de Dios, tendremos ocasión de asistir a la revelación de Dios a la humanidad a través de la historia. De las nociones más primitivas que nos hablarán de un Dios de Israel, ligado al pueblo y a la tierra, avanzaremos hasta la grandiosa comprensión de Isaías, que nos introducirá al Dios de toda la tierra. Ellos, y nosotros con ellos, llegaremos a descubrir que no hay un Dios específico de Israel, sino un solo Dios del Universo. Que el Dios celoso de su gloria, a veces vengativo y cruel, es en realidad el Dios de amor y misericordia. Que Dios ama a Israel, pero igualmente ama a todos los hombres; que quiere la salvación de su pueblo, pero también la de todos los pueblos.

Seguramente, como consecuencia de esta lectura de la Biblia, nos preguntaremos cómo podemos confiar en lo que nos dice y cómo podremos distinguir entre lo que es correcto y lo que no lo es. ¿Es, o no es, la Biblia un libro infalible en el que podemos encontrar la voluntad de Dios? ¿No es ella el instrumento objetivo de nuestra fe y de nuestra conducta cristiana? A estas preguntas habría que responder que sólo Cristo es la medida y el criterio de toda revelación. Que en él, y sólo en él, encontramos la plenitud de la revelación de Dios. Todo el texto de la Biblia ha de ser juzgado por la revelación de Dios en Cristo y todas las leyes que en ella encontramos han de ser corregidas por la del amor a Dios y al prójimo. En este contexto quisiera citar a Lutero: “Mi doctrina es la de Cristo, y la de Cristo no es otra que la contenida en la Biblia, si me argumentan con un texto de la Escritura, yo les responderé con Cristo, contra la letra de la Escritura”. Lutero, no tendrá reparo en sostener que su interpretación cristológica de la Biblia, está incluso por encima de la autoridad de los Apóstoles: “Aquello que no favorece el conocimiento de Cristo, no es apostólico, aunque lo diga Pedro o Pablo; en cambio aquello que predica a Cristo, es apostólico, aunque lo diga Judas, Anás, Pilato y Herodes”.

Nosotros, cristianos de a pie, que cada día hemos de bogar contra las corrientes contrarias del mundo que nos rodea, quisiéramos tener una base objetiva que fundamentase nuestra fe. ¿La Biblia? ¿Pero quien me garantiza su autoridad? En mi adolescencia, encontrar esta base era mi obsesión. Ya no. Sé que no la tenemos. Vivimos por fe, no por vista (2 Co 5,7), y nuestra aventura cristiana es apostar nuestra vida a la carta de Cristo. Creerle y creer en Él es la única base de nuestra fe. Y el cristiano que vive en la comunión con Cristo, sabe que es suficiente. No necesita más.

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