LP. Gerson Amat, España
Al poco de volver los judíos de Babilonia, en el s. VI a.C., después de tirarse cincuenta años en el exilio, les dio un “subidón” nacionalista. Como habían sufrido en sus carnes por haber caído en la idolatría, ahora no querían ver ni de lejos a los paganos, es decir, a todos los demás, no fuera a ser que con sólo tocarlos se contaminaran. Esdras y Nehemías habían “anulado por decreto” todos los matrimonios mixtos efectuados entre judíos y gentiles hasta el momento (mirad el libro de Ruth). Y todos esperaban, piadosamente, que llegara el Día del Señor, en que vendría a aniquilar a los enemigos. Y el símbolo de todos los enemigos era Nínive, la capital de Asiria, el imperio que había destruido Samaría y el reino del Norte, pero que, a su vez, había sido destruido por los babilonios. En el tiempo en que se escribe este libro, de Nínive no quedaba nada. Se había convertido en un símbolo del mal. O de los malos.
Había existido un profeta “Jonás, hijo de Amitai”, dos o tres siglos antes, en tiempos de Jeroboam II, de Amós y de Oseas (2 Re 14,25), cuando Asiria se dedicaba a aplastar niños con los carros de guerra, violar mujeres y practicar el genocidio sistemático. Pero como nadie sabía nada de él, le venía de perlas al autor de este libro para cogerlo como protagonista de lo que quería enseñar. Jonás era un profeta. Se supone que un profeta es alguien a quien Dios llama, y lo envía a algún sitio para que hable en su nombre. Y si es auténticamente un profeta de Yahveh, todo lo que diga de su parte se tiene que cumplir. Porque si no se cumple, hay que quitarlo de en medio: es un falso profeta.
Pues bien. Dios llama a Jonás y le dice que se vaya a Nínive a anunciar la destrucción de la ciudad. Y Jonás, que se considera un auténtico profeta de Dios, en lugar de obedecerle y marcharse a Nínive, tal que hacia el Este, compra un pasaje en un barco de los de entonces y se viene derechito a Tarsis (se supone que es Cádiz), a la otra punta del Mediterráneo, tal que al Oeste.
Ahora viene lo del barco. Se desata una tempestad, y en un cascarón de los de entonces lo normal era irse derechitos al fondo. Y mientras todos están achicando agua y echando por la borda todo lo que podían, Jonás duerme en la bodega como un bebé hasta que lo despierta el capitán y le dice que rece todo lo que sepa, porque aquí debe haber algún dios enfadado con alguien. Lo echan a suertes, y le toca a Jonás. Cuando les cuenta a todos que está huyendo de Dios, a quien echan es a él, pero al mar. Eso sí, después de haber orado todos a Yahveh, el Dios de Jonás.
Ahora viene lo del pez. Lo de la ballena se lo inventó alguien para que cupiera Jonás dentro, pero ése no sabía que el esófago de la ballena es pequeñito y no le cabe ni un niño. Las ballenas comen camarones y berberechos como mucho.
El Señor salva a Jonás. Y le vuelve a dar el encargo: “Vete a Nínive y anuncia lo que te voy a decir” (3,2). Esta vez, Jonás no le da tiempo a Dios a decirle cuál era el mensaje que tenía que predicar. Se marcha a Nínive y se pone a anunciar lo que más ilusión le hacía a él: “¡Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida!”. Y la predicación de Jonás surte tanto efecto, que ni siquiera tiene que recorrer toda la ciudad (aunque Nínive nunca fue ni la mitad de grande de lo que dice el texto), porque ya al primer día, los ninivitas se convierten y hacen penitencia, a lo integrista: con ayuno integral, saco y ceniza, y en el duro suelo. Desde el rey hasta los parias. ¡Hasta los animales! Todo lo que haga falta para aplacar a Yahveh y hacerle cambiar de opinión. Y cambiaron su mala conducta. A Dios, aunque le debió parecer una exageración, no le supo mal. “Y decidió no hacerles el daño que les había anunciado” (3,10).
Pero a Jonás sí. “Le cayó muy mal lo que Dios había hecho, y se disgustó mucho” (4,1). ¡Jonás se enfada con Dios porque ha perdonado a los de Nínive! “Pues yo sé que tú eres un Dios tierno y compasivo, que no te enojas fácilmente, y que es tanto tu amor que anuncias un castigo y luego te arrepientes” (4,2). ¡Lo que le sabe mal a Jonás es que su prestigio de profeta ha quedado por los suelos! Porque él había anunciado la destrucción de la ciudad de parte de Dios, y él es un profeta serio. ¡Un auténtico profeta, faltaría más! Y ahora ha quedado como cualquier falso profeta del montón, cuyas profecías sólo se cumplen por casualidad. Le entra tal berrinche por la misericordia de Dios con los ninivitas que quiere morirse: “Por eso, Señor, te ruego que me quites la vida. Más me valdrá morir que seguir viviendo” (4,3). ¿Se puede ser más cerril? Fijaos cómo está Jonás, que se sale de la ciudad, todavía con la esperanza de salvar su pellejo de profeta, y se acomoda para ver si Dios al final destruye la ciudad y todos los malos desaparecen del mapa: “Se hizo una enramada y se sentó a su sombra, esperando a ver qué iba a pasarle a la ciudad” (4,5)
Entonces Dios le prepara una lección: “Dios el Señor dispuso entonces que una mata de ricino creciera por encima de Jonás, y que su sombra le cubriera la cabeza para que se sintiera mejor” (4,6). Y Jonás contentísimo: Dios está todavía de su parte. Asiento de platea en primera fila. ¡A ver si al final se anima con lo de la ciudad! Pero Dios tiene una sorpresa para él:”Al amanecer del día siguiente, Dios dispuso que un gusano picara al ricino, y este se secó. Cuando salió el sol, Dios dispuso que soplara un ardiente y fuerte viento del este” (4,7-8). Y Jonás, erre que erre, otra vez con lo de querer morirse: “Como el sol le quemaba la cabeza, se sintió desmayar y quería morirse. -¡Más me valdrá morir que seguir viviendo! –decía.” (4,8). Dios parece un padre hablando con su hijo adolescente: “–¿Te parece bien enojarte así porque se haya secado la mata de ricino?”. Y Jonás, el hijo adolescente: “–¡Claro que me parece bien! –respondió Jonás–. ¡Estoy que me muero de rabia!” (4,9).
El sermoncito final de Dios no tiene desperdicio. Lo cito entero: “Entonces el Señor le dijo: –Tú no plantaste la mata de ricino ni la hiciste crecer; en una noche nació y a la noche siguiente se murió. Sin embargo, tienes compasión de ella. Pues con mayor razón debo yo tener compasión de Nínive, esa gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil niños inocentes y muchos animales.” (4,10-11).
No sé por qué, pero Jonás me recuerda al hijo mayor de la parábola del Hijo Pródigo, en el Nuevo Testamento.