La naturaleza de esta religión la impulsa a atravesar fronteras geográficas y culturales, a tal punto que hoy en día no se puede comprender la historia de la humanidad sin referencia a los procesos de expansión de la Iglesia cristiana por el mundo. Esta movilidad propia de la fe cristiana arraiga en sus antecedentes en la fe judía y es así como judaísmo y cristianismo han dejado su marca en las culturas y pueblos por los cuales han pasado.
La historia cultural de Europa no se puede entender sin esta doble referencia, y sin otras referencias como la musulmana. Por ello mismo la historia de la iglesia cristiana está íntimamente vinculada con la historia de las migraciones. Se puede decir que el marco socio-cultural de la expansión misionera cristiana han sido procesos migratorios obligados por circunstancias como el hambre o la persecución, o bien emprendidos en forma intencional por razones vinculadas a la fe. No hace falta optar por una visión imperial de la historia o por un globalismo triunfalista, como el que parece animar a algunos cristianos occidentales de hoy, para reconocer esta movilidad de la fe. Sin embargo, como cristianos hemos de reconocer también las ambigüedades que conlleva el proceso de expansión misionera.
En tiempos recientes se ha profundizado en el estudio de la historia de la Iglesia de los primeros siglos con aportes de las ciencias sociales. Investigaciones interdisciplinares mantienen la convicción de que durante los primeros tres siglos de nuestra era la Iglesia cristiana se extendió por el territorio del Imperio Romano con una rapidez sorprendente. El sociólogo estadounidense Rodney Stark ha resumido información estadística disponible a partir de la obra clásica de Edward Gibbon, con el beneficio de cálculos más recientes, estableciendo que en los años anteriores a la llamada «conversión» de Constantino la tasa de crecimiento de la Iglesia llegó al 40% anual, de manera que para el año 350, de una población total de 60 millones de habitantes en el Imperio, más de 30 millones habían abrazado la fe cristiana.
Hay otros aspectos de esta extensión de la fe cristiana por el mundo, que van más allá de las simples estadísticas. En un libro de la serie «La construcción de Europa», el historiador Peter Brown, de la Universidad de Princeton nos recuerda unos hechos fascinantes, que tienen lugar hacia el año 700 de nuestra era. Se han descubierto planchas de cera sobre madera en el condado de Antrim en Irlanda del Norte, que muestran cómo en la mencionada fecha algunos estudiantes hacían ejercicios basados en los Salmos de David. Por otra parte, en Panjikent, al este de Samarkanda, se han descubierto cascotes de ladrillo de la misma época, que demuestran que también en esa región de Asia central había estudiantes que copiaban versos de los salmos de David. Dice Brown, «Hacia el año 700 estaban produciéndose unos procesos muy similares en ambos confines. Los escolares, cuyas lenguas nativas eran respectivamente el irlandés y el sogdiano, intentaban aprender mediante el laborioso método de la copia de las versiones, latina en un caso y siríaca en otro, de un texto sagrado realmente internacional.»
Hechos como éste atestiguan por un lado que el mensaje cristiano es fundamentalmente un mensaje para ser trasmitido a través de las barreras culturales y lingüísticas, un mensaje que puede traducirse. De hecho, los documentos fundamentales de la fe cristiana, que son los Evangelios, no fueron escritos en la lengua que Jesús usó para ofrecer su enseñanza, es decir hebreo y arameo, sino en el griego popular o koiné, que se hablaba en buena parte del Imperio Romano.
Por otro lado el hecho que mencionábamos arriba demuestra también el impulso expansivo característico de la fe que siete siglos después de su surgimiento es una fe viviente en rincones del planeta muy distantes entre sí. Un tercer aspecto es la capacidad contextual de esta fe que consigue adaptarse a lenguas y culturas muy distintas de aquellas entre las cuales nació.
Por estas mismas razones, podemos decir que la comunidad cristiana en los momentos en que vive más cercana a esa naturaleza expansiva de la fe tiende a ser una comunidad «de frontera», por así decirlo. Es decir, es una comunidad que vive y a veces florece, precisamente en esos espacios donde mundos diferentes se encuentran.
Brown estudia cómo se dieron situaciones fronterizas en la constitución de Europa, en la que juega un papel importante la existencia de fronteras del Imperio romano, fronteras que crearon una cierta mentalidad, un talante en quienes vivían dentro de ellas y una actitud respecto a quienes vivían fuera de ellas. En las zonas fronterizas se daban los encuentros entre unos y otros y Brown llama nuestra atención a «los costes humanos que para muchos supusieron las frágiles sociedades surgidas cuando el lado “romano” y el lado “bárbaro” de una determinada región fronteriza “estallaban”, como aquel que dice, para formar nuevas unidades culturales y sociales.»
Hay quien ha llamado al apóstol Pablo «el primer europeo», en alusión a la forma en que resumía en su persona la herencia espiritual judía, la familiaridad con las formas de pensamiento griego y la ciudadanía romana.
© S. Escobar