LP. Víctor Liza Jaramillo, Perú

El libre mercado no sólo está presente en la economía o en la política. También ya forma parte de nuestras propias vidas y nuestras decisiones influidas por nuestros pensamientos y sentimientos.

Estas influencias nos generan muchas veces ciertas necesidades, las cuales si bien es cierto son importantes, no deben ser prioridades. Soñamos con tener un televisor con pantalla plana, el mejor equipo de sonido, el teléfono móvil más caro, etc. Cosas que, si bien es cierto no es malo tenerlas, no es el fin del mundo no poseerlas. Sin embargo, la sociedad de consumo en la que vivimos nos demanda “estar a la moda”.

Traslademos esto al terreno de lo religioso. La mejor iglesia es aquella que cuenta con el templo más grande. Con la mayor cantidad de miembros posible (¡como si fuera una competencia!). Que tenga batería, teclado, bajo, guitarra eléctrica, etc. El predicador debe ser gracioso, contar chistes, y brindar un mensaje “poderoso”. Sin esas cosas, somos una iglesia “muerta”.

Este discurso ha influido en muchas denominaciones, sean históricas, reformadas, pentecostales, entre otras. Varios de sus líderes y sus miembros han pensado que, por la situación en que se encuentran, muy opuesta a la descrita en el párrafo anterior, están en una situación caótica. Muchas han caído sensualizadas en este ambiente, y lo único que han hecho es reproducirse como fiel copia de estas “mega-iglesias”.

Y si los hermanos y las hermanas de estas iglesias no ven estos cambios en el interior de sus congregaciones, toman dos opciones: o se vuelven críticos del sistema como “opositores” a quienes resisten estos modelos de iglesias; o simplemente las abandonan y migran hacia “iglesias donde sí está el Espíritu”.

Esta conducta la podemos calificar de dos maneras. O se trata de una baja autoestima, de compararse con otras iglesias; o es pura alienación.

El otro comportamiento, el de las congregaciones que promueven una “sociedad de consumo”, es de una autoestima elevada, completamente fuera de la realidad. La creencia de un templo lleno como símbolo de una iglesia viva, es errada. Además, los contenidos teológicos y bíblicos que proclaman son sencillamente pobres, porque nos venden la ilusión de un evangelio barato e individualista, basado en los éxitos personales. Por ende, la gente que participa de estas iglesias, obviamente, vive en un mundo ficticio. Sin embargo, cree estar en lo cierto.

Las crisis en que se encuentran muchas denominaciones se debe a que sus líderes han cometido el pecado de la desidia.

Vale decir, no han leído los nuevos tiempos, y se han quedado dormidos en sus laureles. Siguen con el mismo discurso de hace dos o tres décadas. Otros, simplemente se acomodaron al sistema, haciendo que sus iglesias pierdan identidad y sobretodo, visión.

El facilismo de acomodarse al sistema no es el camino. Pero tampoco lo es el de quedarse como uno está. Bancas vacías también son sinónimo de iglesias sin vida. La propuesta es construir (entre todos y todas) modelos de misión que lean con profundidad los nuevos tiempos, y elaborar un mensaje cristiano que dé esperanza y una nueva significación a las personas, por medio de un testimonio que se ocupe del prójimo, en especial del más oprimido.

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