LP. Nicolás Panotto, Argentina

Originalmente deseaba titular este escrito de la siguiente manera: “¿qué es la ‘misión integral’?”. Una simple pregunta que estoy intentando responder de alguna forma sucinta hace tiempo. Pero a la hora de poner algunos pensamientos sobre papel, me di cuenta que la respuesta no era tan simple de encontrar. Pensé que hurgar entre los textos más conocidos que hablan sobre el tema arrojaría luz. Pero no fue así. También intenté buscar en las prácticas que dicen enmarcarse desde esta forma de ver la misión, pero aún mayor fue mi confusión. Por esto, ¿puede alguien decirme qué es la ‘misión integral’?.

La propuesta teológica de la “Misión Integral” (MI) surge a principios de los años 70 en el seno de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL)[1]. A partir de aquí, comienzan a emerger organizaciones y movimientos que izarán la bandera de la MI, marco que se identificará como una corriente “progre” dentro del mundo evangélico de América Latina. Fue por esta razón que en aquel momento, por cierto bastante turbulento, sus seguidores y seguidoras fueron tildados de “comunistas”, “marxistas”, “izquierdistas”, etc., y, por ende, desplazados/as y rechazados/as de los espacios eclesiales evangélicos.

Estas carátulas no recaían exclusivamente sobre los grupos evangélicos. En realidad, era un “efecto rebote” originado en otros espacios más ampliamente difundidos en nuestro continente como las teologías de la liberación latinoamericanas. Pero esta similitud de rótulo no implica una directa relación de origen o de postulados teológicos. Los grupos relacionados con la MI pertenecían a tradiciones de corte más bien anabaptista o “evangelical” que intentaban redefinir su identidad dejando atrás los marcos del fundamentalismo evangélico norteamericano hacia una mirada más pertinente y contextualizada a la situación del continente latinoamericano.

Los “padres” de la MI (el genérico “masculino” no es accidental) fueron influenciados por clásicos como Karl Barth y Emil Brunner, otros personajes conocidos bajo el enfoque “post-imperial”[2] en el ámbito europeo como John Stott y Michael Green, y por espacios tan ambiguos como el Pacto de Lausana. Muchas de estas personas y de estos movimientos también se adjudican ser respuestas “evangélicas” a corrientes teológicas “progres” y ecuménicas de la Europa de los ’60.

Es por esta razón que se hace difícil ubicar dentro de un marco teológico particular tanto a la FTL (al menos en sus primeras décadas) como a aquellas agrupaciones que promueven la MI. Por un lado, los movimientos liberacionistas, cosa que les pesa a muchos “padres” de la MI, o no consideran este movimiento o ni siquiera saben de su existencia. Y por otra parte, los sectores más conservadores y fundamentalistas del mundillo evangélico tampoco los toman como una opción debido a los rótulos ya mencionados que se ganaron gracias a sus ideas “progres” (aunque en verdad la mayoría de las organizaciones y agrupaciones en línea con la MI encuentran mayor recepción en estos últimos grupos).

Muchos de los “padres” de la MI han hecho un replanteamiento de los presupuestos de las teologías de la liberación latinoamericana. En un libro editado por Daniel Schipani, René Padilla habla de cuatro “peligros” en las teologías de la liberación latinoamericanas: el peligro del pragmatismo al enfatizar en la praxis, el peligro del reduccionismo historicista en la importancia del análisis histórico-social, el peligro de la cooptación sociológica al dar importancia a las ciencias sociales y el peligro de la reducción del Evangelio a una ideología al sobre-enfatizar el condicionamiento ideológico de toda teología.[3] Más allá de los errores, verdades y ambigüedades que este análisis pueda tener, lo que demuestra es, por un lado, la clara influencia[4] de las teologías de la liberación, inevitable para cualquier teología que a finales del siglo XX se adjudique un proceso de transformación hacia perspectivas más abiertas de análisis, y por otro lado, el “temor” de dejar aquellos fundamentos que caracterizan un grupo “evangelical”.

El marco de la FTL ha cambiado mucho en estos últimos años, más allá de que la figura de los “padres” sigue siendo aún muy fuerte. En un reciente encuentro en Buenos Aires se habló de cuatro generaciones de la FTL, diferenciadas considerablemente en algunos aspectos aunque manteniendo su raíz en muchos otros. Pero esta dificultad de demarcación sigue latente. En un reciente libro del CLAI se hace un estudio de los CLADE (Congresos Latinoamericanos de Evangelización), eventos convocados por la FTL que han sido clave para la formación del movimiento en América Latina, bajo el título de “Fundamentalismo, Evangelización y Concientización”. Dice Luiz Longuini Neto:

En el mismo año que se desarrolló CELA III, se realiza el CLADE I, agrupando a los sectores más conservadores y fundamentalistas del protestantismo latinoamericano, quienes estaban en búsqueda de una nueva propuesta de misión y de trabajo cooperativo entre las iglesias, ya que no se sentían representados en las propuestas del grupo ecuménico. Los puntos principales de discordia tenían como epicentro el marxismo, el ecumenismo y la propuesta pastoral de intervención en la sociedad.[5]

Como decíamos al principio, el problema nos llega cuando intentamos definir concretamente la MI. En realidad, es casi imposible encontrar una definición precisa que lo enuncie.[6] En uno de sus artículos, a mi juicio, más claros en el intento de aclarar estos términos, “Hacia una definición de la misión integral”[7], Padilla hace un reconto histórico de los acontecimientos que definen el “ethos del evangelicalismo” en América Latina, con una clara impronta norteamericana y en conflicto con distintas alternativas, como por ejemplo el “Evangelio Social”. Luego, hablará de “dos extremos” que se gestan en América Latina: el extremo relacionado con las iglesias “evangelicales”, que predican la “salvación de las almas”, y el de las iglesias “históricas”, con un corte mayormente socio-político de misión. Al finalizar, “en busca de equilibrio”, definirá el paradigma de la MI de la siguiente manera:

La misión sólo hace justicia a la enseñanza bíblica y a la situación concreta cuando es integral. En otras palabras, cuando es un cruce de fronteras (no sólo geográficas sino culturales, raciales, económicas, sociales, políticas, etc.) con el propósito de transformar la vida humana en todas sus dimensiones, según el propósito de Dios, y de empoderar a hombres y mujeres para que disfruten la vida plena que Dios ha hecho posible por medio de Jesucristo en el poder del Espíritu.[8]

Volviendo a la pregunta anterior, más allá de que esta definición parezca clara, el problema comienza con su interpretación y con su puesta en práctica en diversos espacios, cosa que tampoco se desprende de las ambigüedades de la definición en sí misma. ¿Qué entendemos por “integral”? ¿Cómo planteamos la “injerencia” en los distintos ámbitos de la realidad social? ¿Qué comprendemos por “empoderar”, por “vida plena”, por “misión”? Por supuesto que éstas son preguntas necesarias en cualquier nivel y para toda definición paradigmática. Pero en este caso, a mi parecer, la idea de MI intenta exponerse de una manera demasiado clara, cuando en realidad no lo es.

En una obra ya citada, Padilla define la integralidad de la persona como la inseparabilidad y la unidad del cuerpo, el alma y el espíritu, cuyo marco es, a su vez, su intrínseca sociabilidad consigo misma, con el prójimo y con Dios. A partir de aquí se comprende “misión” de la siguiente manera:

Hablar de ‘misión integral’, por lo tanto, es hablar de la misión orientada a la reconstrucción de la persona en todo aspecto de su vida, tanto en lo espiritual como en lo material, tanto en lo físico como en lo psíquico, tanto en lo personal como en lo social, tanto en lo privado como en lo público… Desde este ángulo, hablar de ‘misión integral’ es hablar de la misión orientada a formar personas solidarias, que no viven para sí sino para los demás.[9]

Más allá de las críticas y los análisis que podamos hacer a estas definiciones, la realidad es que hoy día esta comprensión de la misión se muestra de maneras muchas veces antagónicas desde prácticas que, supuestamente, se realizan bajo el marco de la “integralidad”. Al analizar distintos casos y experiencias eclesiales, encontraremos definiciones como llegar a la “integralidad” de los “pueblos”, lo “integral” sólo como proyectos de trabajo comunitario, como “el aspecto social” de la evangelización, como incursionar en la política partidaria y “alcanzar” a las cúpulas gubernamentales o como aquella “estrategia” para, finalmente, “alcanzar” a las personas. Todo esto se realiza bajo el paraguas de la “misión integral” y desde las propuestas de los autores ya mencionados. El término “integral” es problemático en sí mismo ya que al intentar abarcar “todo” no toma opciones concretas. Y también habría que preguntarse qué es lo que entra en ese “todo”.

La preguntas que nos tendríamos que hacer, entonces, son: ¿por qué estas interpretaciones? ¿Por qué el antagonismo entre las prácticas concretas y el marco que pretenden presentar las distintas definiciones de la MI? Permítanme proponer las siguientes “ambivalencias” para tratar de responder estas preguntas:

  1. La ambivalencia de los orígenes. Toda idea o paradigma parte, ya sea en respuesta u oposición, de otro paradigma. Como ya lo hemos visto, la MI intenta ser una alternativa a los marcos misiológicos tradicionales del fundamentalismo evangélico. En las dos obras citadas en una anterior nota al pie, René Padilla define la MI “complementando” (sin oponerse completamente) a la idea de “misiones transculturales”, práctica muy común en ámbitos evangélicos, en donde la evangelización y la misión se definen como un intento de convertir y hacer proselitismo.[10] Como casi siempre sucede, todo intento de redefinición sigue manteniendo algunos elementos de aquello que desea redefinir. Por esta razón, en su impulso de dar una nueva mirada a ciertas temáticas (como la iglesia, la misión, la evangelización, la injerencia social, etc.) la MI mantiene ciertos elementos de la “tradición evangelical” como una hermenéutica bíblica temerosa (con un fuerte “biblisismo” típicamente “evangelical”), una concepción de la misión bastante escueta, una idea de integralidad “fragmentada”[11] y, en muchos temas relacionados con lo ético, lo moral o sociológico, las posturas y puntos de partida son reduccionistas y conservadores para una real comprensión de lo social en nuestros días.
  2. La ambivalencia de las prácticas. Anteriormente hablábamos de las distintas acepciones que existen hoy día de un “ministerio integral” basado, supuestamente, en la MI. Esto muestra dos cosas: o que no existe una comprensión de lo que la MI promueve o que el concepto mismo de la MI da lugar a estas distintas prácticas, y antagónicas. Creo que ambos factores deben tenerse en cuenta. Es por esto que podemos decir que la “ambivalencia de origen” que construye la noción de MI, como ya vimos, da lugar a una “ambivalencia de prácticas” ya que estos “resabios fundamentalistas” dan lugar, como en muchos casos, a ser mal interpretados y enfatizados de una manera que, supuestamente, la MI no pretende dar lugar. De esta manera, las propuestas de la MI son “sumadas” a viejos paradigmas antes de guiar hacia una redefinición de ellos. Por esta razón, se realizan toda una serie de prácticas bajo el rótulo de la MI pero que quedan en eso: “proyectos” que distan mucho de ser transformaciones paradigmáticas que redefinan el ser de la iglesia y de la misión.
  3. La ambivalencia de los abordajes. Como bien sabemos, “los silencios también hablan”. Las distintas obras como también las temáticas abordadas en eventos marcan el contenido significativo de la MI. En este sentido, la MI carece de ciertos abordajes centrales. Y esto no es inocente. Tratar ciertos temas y no otros demuestra hacia dónde se desea ir. Las temáticas que generalmente se abordan reflejan un interés más bien “moderno” desde un marco “setentista”. Temas como familia, trabajo, sociedad, iglesia y política son los más destacados. Es difícil encontrar abordajes sociológicos más actualizados, un desarrollo de los retos que viven las comunidades de fe desde la idea de la inclusividad, el diálogo con otras confesiones y religiones, una crítica más profunda a las tradiciones que nuclean la idea de MI, derechos humanos, género, pueblos originarios, entre muchos otros, temas todos estos que responden a intereses más actuales o que, como decíamos anteriormente, son temáticas desarrolladas por espacios de corte más bien ecuménico.

Más allá de todo lo que se pueda decir, la noción de MI ha influenciado considerablemente la iglesia evangélica latinoamericana, abriendo un espacio de reflexión y crítica en muchos aspectos. Su aporte y valor son innegables. Como ya lo he mencionado anteriormente, el movimiento de la FTL en la actualidad refleja un cambio considerable en muchos aspectos. Y creo que la clave de ello ha sido la influencia de muchos hombres y muchas mujeres con una concepción más abierta de la MI originada por la retroalimentación de una práctica militante y verdaderamente comprometida con el contexto latinoamericano.

Para finalizar, me gustaría hacer algunas sugerencias que en realidad van en línea con lo que actualmente está sucediendo en el ámbito de aquellos y aquellas que están comprometidos con la MI:

  1. Una relectura del anabaptismo. El movimiento de la MI se enmarca mayoritariamente en iglesias y conceptos de tradición anabaptista. Y aquí reside precisamente su mayor aporte. La FTL tiene como valor el poder ser un espacio de construcción para las iglesias de este corte desde una perspectiva contextualizada y comprometida con la situación actual. Pero debemos (re)preguntarnos qué tomamos de esta tradición y qué no. Y por ello creo que es necesaria una lectura de las tradiciones del anabaptismo en sus movimientos originales allá por la post reforma. Hay mucho en estas corrientes que nos ayudarán a hacer una relectura de nuestra identidad hoy. Como lo resume Guillermo Font,
    • Para los anabautistas, la última palabra no era la del Papa, ni la del teólogo, ni la del pastor, sino la del evangelio de Jesús contenido en la Biblia, leída e interpretada en y por la comunidad de fe. Ellos vivenciaban y entendían a la iglesia no como una institución sino como una congregación horizontal de hermanas y hermanos en Cristo, sin jerarquías y separada del Estado. La concebían como una comunidad integrada voluntariamente por cristianos comprometidos a través del bautismo de creyentes, y acompañada por pastores que no eran la autoridad ni los iluminados sino más bien los servidores que facilitaban una pastoral mutua —de «unos a otros»— en la que el sacerdocio, el laicado y el ministerio de todos los creyentes fuera una realidad visible. Esta eclesiología era tan novedosa y tenía implicancias políticas tan radicales en ese contexto social y cultural que algunos historiadores caracterizaron a los anabautistas como «los revolucionarios del siglo 16», «los bolcheviques del siglo 16» o «el ala izquierda de la Reforma».[12]
  2. Retroalimentación con experiencias, prácticas y espacios liberadores. Como sucede en cualquier disciplina, las prácticas siempre redefinen los marcos teóricos y referenciales. Hoy día existen experiencias eclesiales, proyectos barriales, espacios de inclusión construidos desde los marcos de la MI que en su peregrinaje han logrado redefinir muchos reduccionismos originales y que aportan nuevas perspectivas que renovarán y ampliarán el marco de análisis.[13]
  3. Perder el miedo a tomar opciones. He tenido la posibilidad de compartir en algunos espacios y eventos donde se han abordado temáticas relacionadas con la MI y he visto el “temor” que existe en tocar ciertos temas “por el peligro” de llegar a ciertos “extremos”. Hablar de “extremo” es hablar de un punto contrario al posicionamiento en que uno se encuentra; por ello, sería “extremo” para algunos o algunas el salirse de ese espacio donde se encuentran. Esto refleja el problema que vive cualquier espacio que trata de autodefinirse: el depósito del poder. Hay que perder el miedo a ser cuestionados y cuestionadas en aquellas cosas en que pensamos ser abiertos o abiertas, para acercarnos a perspectivas más pertinentes.

Por la misma integralidad de la realidad y de la misión se hace necesario tomar opciones para ser coherentes con la situación actual. En definitiva, a veces ser “integral” nos lleva finalmente a no serlo.

Referencias

[1] Para un análisis detallado sobre los orígenes de la FTL ver el reciente artículo de Daniel Salinas, “The beginnings of the Fraternidad Teológica Latinoamericana: courage to grow” en Journal of Latin American Theology: christian reflections from the Latino South, FTL-Ediciones Kairós, Vol. 01, 2007, pp.8-160
[2] Esta categoría es utilizada por Samuel Escobar, “Las nuevas fronteras de la misión” en CLADE III, FTL, Quito, 1992, p.376-386. Estos autores “han tratado de encontrar en el Nuevo Testamento el verdadero modelo de misión, y han abandonado las formas misioneras vinculadas al imperialismo del pasado con su idea de superioridad cultural y poder económico” (p.378).
[3] René Padilla, “Liberation Theology: an aprraisal” en Daniel Schipani, ed., Freedom and discipleship. Liberation Theology in an anabaptist perspective, Orbis Books, Maryknoll, 1989, pp.34-50
[4] Esto no significa relación, igualdad o correlación. Toda “influencia” también implica ser un punto de partida para el replantemiento.
[5] Luiz Longuini Neto, El nuevo rostro de la misión: los movimientos ecuménico y evangelical en el protestantismo latinoamericano, CLAI-SINODAL, Brasil, 2006, p.140
[6] Las dos obras más importantes de René Padilla sobre el tema son en realidad compilados de ensayos donde se tratan una diversidad de temáticas sin dar en ningún momento una definición. Estos son el clásico Misión Integral. Ensayos sobre el reino y la iglesia (Nueva Creación, Buenos Aires, 1986) y ¿Qué es la Misión Integral? (RDC-Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2006). No quiere decir que se requiera una definición exacta. Más bien, creo que esto demuestra que la “misión integral”, así como en estos libros, es difícil de encuadrar, inclusive como “paradigma”.
[7] En René Padilla y Tetsunao Yamamori, eds., El proyecto de Dios y las necesidades humanas, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2000, pp.19-34
[8] Ibíd., p.31
[9] Ibíd., pp.29-30
[10] René Padilla, “Misión Integral” en Misión Integral. Ensayos sobre el reino y la iglesia, pp.123-135
[11] En este caso, me refiero a diferenciar lo “espiritual” como un “aspecto” de la persona, error no menor, a mi criterio, ya que de esta manera se obvia de entender la “integralidad de la espiritualidad” en y desde todos las áreas de la persona. En todo caso, podríamos hablar de la fe, la “mística” o la creencia religiosa como un aspecto de la persona pero no lo “espiritual” como tal ya que, en todo caso, la manifestación divina no se muestra a través de un aspecto diferenciable sino desde toda la persona. Lo espiritual es lo corporal, lo social, lo psíquico; no un aspecto más del resto. Muchos y muchas tal vez podrán disentir de esta opinión arguyendo que no es lo que la MI intenta promover, y esto tiene su verdad. Pero definir a las personas desde la diferenciación espiritual-corporal-social-anímica es problemático, en todo caso, para lo que la MI, al fin y al cabo, se desea promover.
[12] Prólogo al libro de Juan Driver, Convivencia radical: espiritualidad para el siglo 21, Ediciones Kairós, Buenos Aires 2007, pp.7-8
[13] Ver “El costo de la reforma. Reformas y radicalismos en la idea de misión integral”
http://www.otraiglesiaesposible.es/vocesdelsur/?p=13

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