Una frase muy popular en ciertos círculos es «la unción» o más frecuentemente, «una unción», seguida por adjetivos superlativos como «muy especial», «muy poderosa», etc. «Dios derramó una unción de lo alto» se oye a menudo, o aun por anticipado, «habrá una unción divina muy especial», «una unción muy especial está cayendo del cielo» o «Fulano es un predicador muy ungido». Es impresionante como en cada maratónica de Enlace se oye la misma frase: «se siente una tremenda unción aquí, es un poderoso mover del Espíritu » o «hay una tremenda atmósfera de milagros aquí» (¿qué sería una maratónica sin este «tremendismo» retórico?). ¿Creerán esos hermanos y hermanas que se puede programar al Espíritu Santo? ¿O será que sin darse cuenta ellos mismos están manufacturando artificialmente esos sentimientos, que no serían entonces exactamente «de lo alto»? Parecen haber olvidado que «el Espíritu sopla donde él quiere», no como nosotros le programamos y lo manejamos.
¡Qué refrescante sería escuchar alguna vez una confesión sincera, «Hoy el ambiente no sentimos ninguna unción, vamos a suspender la maratónica para este mes». Por lo menos sería lindo no tener escuchar esas pretenciosas frases rimbombantes de siempre. Por supuesto, eso es impensable, pero ese silencio, aunque una sola vez, sería una buena señal de autenticidad.
La Academia Real capta bien el uso popular de estas palabras: «3. Gracia y comunicación especial del Espíritu Santo, que excita y mueve al alma a la virtud y perfección; 4. Devoción, recogimiento y perfección con que el ánimo se entrega a la exposición de una idea, a la realización de una obra, etc.»; Untuosidad [santurronería]. Un diccionario ingles define su uso religioso como «3a: fervor religioso o espiritual; 3b: una intensa seriedad exagerada, asumida o superficial, en lenguaje o conducta» (Meriam Webster).
Eso corresponde de cerca al uso del término hoy, pero no corresponde para nada a su sentido bíblico. Veamos como la Biblia emplea estos términos, comenzando con el Antiguo Testamento:
En el hebreo el verbo «ungir» significaba «echar un líquido (especialmente aceite) sobre una persona u objeto, o untarlo con dicho líquido». Se usaba para pintar una casa (Jer 22.14; cf. Ezq 23.14) o de perfumar el cuerpo (2 Sm 12:20; Ezq 16.9; Am 6:6; Sal 92:10; cf. Mt 6:17). En ese uso, expresa alegría y bienestar (Sal 23:5; 92:10). Pero se uso más típico era para el ungimiento de un nuevo rey, equivalente funcional de la coronación. La típica construcción gramatical en hebreo, con LeMeLeK («a ser rey»), con el sentido «ungir como rey» (al puesto de rey) muestra que se refiere a un cambio de status de la persona (Botterweck Tomo IX p.45), no a alguna experiencia religiosa especial. El Antiguo Testamento narra el ungimiento de nueve reyes, dos de ellos paganos (Azael de Damasco y Ciro de Persia). Relata también la unción de los sacerdotes y algunos profetas, que los «santifica» a ellos (los separa para el servicio de Dios), como también al «evangelista» escatológico de Isaías 61. A veces es Dios mismo quien los unge (1 Sm 10:1).
El Nuevo Testamento afirma que Dios ungió a Jesús (Lc 4:18; Hch 4:27; 10:38; Heb 1:9) pero a ningún otro individuo particular. Más bien, Pablo afirma que Dios nos ha ungido a todos: «Dios nos ungió, nos selló como propiedad suya y puso su Espíritu en nuestro corazón, como garantía [arras] de sus promesas» (2 Co 1:21). ¡La unción del Espíritu, igual que el sello y las arras, son de todo creyente desde el momento en que cree (Ef 1:13-14; 4:30; 2 Co 5:5; cf. el bautismo por el Espíritu, 1 Co 12:13). Estos dones del Espíritu son aspectos propios de la misma salvación. El N.T. nunca nos exhorta a buscar la unción, ni habla de que alguien lo perdiera, ni que disminuyera y aumentara. Dios nos unge con el don de su Espíritu que mora en todos nosotros desde nuestro nacimiento como hijos e hijas de Dios.
El sustantivo «unción» (jrisma) aparece sólo tres veces en el Nuevo Testamento, en las sorprendentes palabras de 1 Jn 2:20,27:
Todos ustedes, en cambio, han recibido unción del Santo,
de manera que conocen la verdad.
No les escribo porque ignoren la verdad,
sino porque la conocen
y porque ninguna mentira procede de la verdad…
En cuanto a ustedes,
la unción que de él recibieron permanece en ustedes,
y no necesitan que nadie les enseñe.
Esta unción es auténtica — no es falsa —
y les enseña todas las cosas.
Este texto — el único en el N.T. que habla de «unción» — afirma dos veces que la unción del Santo pertenece a todos los creyentes, sin excepción. De esa manera la enseñanza paulina sobre el tema se reafirma con aun mayor énfasis en una epístola juanina. En segundo lugar, la unción tiene que ver con conocimiento y sana doctrina; no tiene nada que ver con miradas piadosas, gritos y susurros, historietas sacalágrimas, música de trasfondo a veces dulce, a veces estridente; en fin, unción y emocionalismo no tienen nada en común. En tercer lugar, como conclusión: los fieles cristianos y cristianas no necesitan maestros, pues no tienen nada que aprender de las vanas especulaciones de los presuntos «sabios» que inventan novedades en vez de escudriñar fielmente la Palabra, de la mano del pueblo de Dios, que son todos «carismáticos», portadores del Espíritu. (Este último punto significa que los pastores y maestros no deben ser autoritarios ni reprimir la sana criticidad en el pueblo).
Es obvio que nuestro uso del término «unción» dista mucho del sentido bíblico. Pero no quiero que se malinterprete este argumento. Mi crítica del abuso de una palabra, y de todo intento de poner fuego artificial en el altar de Yahvéh, no significa que no necesitemos «un mover del Señor» y que Dios no quiera derramar su Espíritu sobre su pueblo. Pero eso tiene que ser un mover de Dios en su libertad divina, no un esfuerzo nuestro de «mover» a Dios. Ni debe ser esa malentendida «unción» la meta de nuestra labor, ni aun el enfoque de nuestra atención. No son lo mismo emoción y emocionalismo, pero fácilmente nos confundimos y se nos olvida esa diferencia.