LP. Juan Francisco Muela, España
“Devolver odio por odio multiplica el odio y contribuye a que la oscuridad de una noche que ya no tiene estrellas sea más intensa todavía…El odio multiplica el odio, la violencia multiplica la brutalidad, en una espiral descendente de destrucción…La reacción en cadena del mal debe romperse o nos sumergiremos en los oscuros abismos de la aniquilación” Martin Luther King Jr.
Valga la metáfora de aquel bronco y forzudo pendenciero personaje bíblico habituado a ahogar con sangre sus personales frustraciones cada vez que se sentía agredido o contrariado para ilustrar una historia que se repite hoy en la franja de Gaza y cuyos estampidos inquietan nuestra modorra invernal.
Como antaño, ahora Sansón está furioso y se revuelve acorralado desde su sangriento laberinto arrasando con sus zorras flamígeras los campos de los filisteos y sembrando de cientos de muertos anónimos un camino hacia ninguna parte en el que cada tramo es un tour de force mayor en una escalada violenta demencial y desproporcionada. Y eso que sus enemigos declarados o virtuales tampoco son, precisamente, hermanitas de la caridad.
La comunidad internacional con su tibieza habitual espera a que escampe y proclama con voz de falsete su deseo de que todo acabe mientras mira hacia otro lado incapaz de tomar una decisión comprometida que realmente merezca este nombre.
Y en eso no se diferencia mucho del resto de nosotros. No nos duele lo suficiente lo que está pasando en Oriente Medio, lo que no ha dejado de pasar desde hace 50 años porque toda vuelta de tuerca en la espiral de violencia que se vive en Palestina y alrededores no es sino un episodio más de una turbia historia que comenzó en 1947 y que manifiesta periódicamente brotes críticos que a todos nos inquietan pero no lo suficiente. Ese es el núcleo duro de esta sangría interminable. Todo lo demás, por importante que pueda parecer, son anexos y apéndices del tema central. Atrezzo.
Es la guerra interminable y enconada cuyo endiablado nudo gordiano nadie parece capaz de desenredar. Nada se resolverá apelando a maniqueísmos facilones de buenos y malos. Todo partidismo impedirá ser justo con unos o con otros y entender mínimamente lo que pasa. Sólo lo muertos son hechos irrefutables.
Son demasiados los años transcurridos haciendo costumbre del terror, la cárcel, los asesinatos, los secuestros, el terrorismo, las acciones y reacciones de guerra y devastación. Demasiada muerte para poder ver claro. Demasiada sangre vertida, demasiada impiedad e injusticia acumulada por todas las partes en este galimatías trágico donde casi todos matan y mueren por interés interpuesto.
Sansón obsesionado por mantenerse con vida hace ya mucho que sólo sabe pensar en la muerte. Sus enemigos, obsesionados con aniquilarlo, hace ya mucho que sólo saben pensar en la muerte. En la vertiginosa y ciega llamarada de la guerra la muerte se desata indiscriminada y reina incontestada. Cuando la violencia es el único idioma todos pierden, especialmente los más indefensos, los que menos cuentan, aquellos a los que siempre les toca morir, esa población civil, carne de cañón aterrorizada y vulnerable. La inmensa mayoría de los muertos siempre los ponen los mismos.
Todos estamos de acuerdo en que esta locura homicida debe detenerse. Pero, como siempre, es mucho más fácil decirlo que saber cómo: ¿Quién, de entre los contendientes, tendrá el valor de parar esta matanza estúpida? ¿Renunciará Sansón a tiempo a su agresiva política de “vecindad”? ¿Renunciarán sus enemigos a exhibirlo ciego, humillado y maniatado a las columnas de su templo? ¿O dejarán todos –los espectadores incluídos- que se cumpla con fatalismo el guión del trágico destino de Sansón y los filisteos hasta el punto de que a nadie parezca importarle firmar el último capítulo con una hecatombe final en la que todos perezcan?
Hace unos años, el obispo Ratzinger se preguntaba en Auschwitz dónde estaba Dios en aquellos días. La respuesta debería haber sido obvia: Nunca estuvo arriba ni abajo sino dentro, ardiendo en las cámaras, muriendo también asesinado en el corazón de los verdugos. Ahí sigue Cristo hoy, sin rostro, con todos los rostros, muriendo calcinado bajo las bombas sin importar la bandera que las consagre, en Haifa, en Tel-Aviv, en Gaza y en Nahariya.
Y pensar que hasta hay quienes fascinados por la mística del Armagedón y guiados por un insensato e infantil milenarismo quieren hacerle cómplice e inductor de este sinsentido…