Oseas F. Lira
Cuando hablamos de los efectos psicológicos que lleva consigo el secuestro y la desaparición forzada, los diferentes estudios muestran que la experiencia del secuestro tiene características muy particulares y dependen de múltiples factores entre ellos hay que tener en cuenta: Los autores del secuestro, tipo de secuestro, tiempo de cautiverio, condiciones alimenticias, sanitarias y emocionales brindadas por los victimarios durante el cautiverio. Fortalezas y recursos psicológicos previos del cautivo (recursos intelectuales, valores, creencias, estrategias para resolver conflictos, autoestima, proyecciones hacia el futuro, entre otros); la edad, la presencia de experiencias traumáticas, el lugar y rol que ocupe el secuestrado dentro del núcleo familiar, circunstancias vitales en las que se encuentra tanto la persona como la familia antes del secuestro y las redes de apoyo afectivo y social con que cuente el individuo y la familia.
En cuanto a la persona víctima del secuestro se afirma que durante el periodo de cautiverio, el miedo a morir se convierte en un fantasma permanente. Es un temor que lo acompaña independientemente del trato recibido por los secuestradores, y seguirá presente aun después de haber sido liberado. Este temor, está relacionado con el hecho de que en la mayoría de los casos la persona no está preparada para enfrentar amenazas reiteradas de muerte, ni situaciones extremas de violencia o de guerra. Entonces se asume que se trata de una experiencia brusca que por lo general se presenta de forma imprevista originando un daño psíquico por el fuerte impacto de dicha experiencia, la herida no sólo es de carácter orgánico sino funcional, en el que la persona empieza a padecer trastornos en su funcionamiento normal, en sus pensamientos o en sus emociones, conductas o en sus capacidades.
En este sentido, la persona se ve sometida al maltrato psicológico que se expresa a través de la privación arbitraria de la libertad, con el sometimiento de hacerlo un objeto de negociación, con las circunstancias degradantes físicas y ambientales del lugar se hace vulnerable a problemas de salud, que aún permanecen después de la liberación. También se presenta el maltrato psicológico por medio de reiteradas amenazas de muerte, lenguaje soez, simulacros del asesinato de la víctima, la manipulación de los estados emocionales del plagiado y la vigilancia permanente; también se da con desinformación sobre el desarrollo de las negociaciones y sobre el conocimiento que tienen sobre la vida familiar del secuestrado. Todo ello produce en la víctima sentimientos de impotencia y sumisión.
De este modo, para enfrentar esta situación límite de maltrato, la persona pone en marcha recursos psicológicos particulares que ya disponía e incluso nuevos que le permiten tener algún grado de control sobre sí mismo y sobre el entorno. Estos recursos están relacionados con sus vivencias, experiencias, creencias y conocimientos, que de una u otra forma le ayudan a sobrevivir, ya sea modificando la situación o haciéndola psicológicamente más soportable.
En relación con lo anterior se ha encontrado que en muchos casos, los procesos de pensamiento tienden a paralizarse respecto a lo que sucede en el entorno, el ordenamiento de ideas y la selección de respuestas posibles para ejecutar en un momento dado se sustituyen por impulsos gobernados por el miedo y el terror, no reaccionando o con la ejecución de respuestas automáticas y caóticas, que arriesgan la vida y la integridad física. Es decir, en un periodo de tiempo el cerebro recibe una cantidad alta de estímulos negativos como para poder asimilarlos normalmente, presentándose un aparente fracaso para poder realizar una función básica: la de mediar entre el organismo y sus necesidades y entre éste y los estímulos que ejercen influencias sobre él. Sin embargo, pueden presentarse casos en los cuales la persona plagiada tiene algún entrenamiento en enfrentar situaciones de alto riesgo o similares, u otros recursos que le ayudan a conservar alguna capacidad de seguir pensando a través del miedo, ordenar ideas y actuar en consecuencia.
Asimismo, el hecho de que la persona está imposibilitada para establecer relaciones afectivas fiables con quienes lo rodean, lo obligan a establecer una relación con su mundo interno, con sus recuerdos y con las vivencias del pasado de una manera casi permanente durante el cautiverio. De esta forma, las personas hacen un examen de su vida pasada, una reevaluación de sus relaciones familiares y sociales donde se recrea y reinterpreta su historia.
En la situación del secuestro, las personas pueden adquirir creencias religiosas o afianzarlas en caso de que ya las tuvieran. Esto se debe a que en una situación de impotencia como ésta, donde la muerte amenaza a cada instante, los secuestrados se ven en la necesidad de refugiarse en un ser superior para que les ayude a sobrellevar el cautiverio y para que los libre de morir en él. Son estas mismas creencias las que les permiten mantener viva la esperanza del retorno a casa y a las que les atribuyen su libertad.
Otro aspecto es el control del tiempo. Este da la posibilidad de tener un punto de referencia que permite la ubicación dentro de la nueva realidad que se está viviendo, disminuyendo la ansiedad y la confusión. El control del tiempo también está ligado al manejo del ocio y a la inactividad de la víctima. Para no discurrir en una jornada sin actividades que le prolongarían la sensación de que el tiempo transcurre lentamente, la persona suele distribuir su vida en algunas ocupaciones. Esto permite tener la sensación de que el tiempo avanza, de que hay un orden externo y psicológico durante el cautiverio.
Otro recurso son los sentimientos de esperanza relacionados con el hecho de que todo terminará y que finalmente se sobrevivirá a la situación. Pero alternamente también se presentan estados de profunda desesperanza, depresiones y llantos recurrentes. Aún así la persona para poder manejar estos sentimientos tan abrumadores, recurre a sus creencias religiosas, que le dan contención y explicación a lo que le está sucediendo, le ayudan a soportar el trato y las condiciones físicas del cautiverio y le proporcionan una seguridad interior de que se saldrá con vida. De esta manera, el sobrevivir a un secuestro se puede considerar el triunfo de la esperanza sobre la desesperanza. No sucumbir psicológicamente a una muerte inminente y segura para quien la padece es una prueba fehaciente de la capacidad de supervivencia.
El mayor temor que caracteriza la liberación o rescate es el de volver a ser secuestrado, el miedo a tener que volver a vivenciar la experiencia traumática se hace evidente. Es precisamente en este punto en donde es válido mencionar el estrés posttraumático como “un trastorno provocado por una respuesta retardada a una situación que ha representado para un sujeto una grave amenaza, o una experiencia psicológica desastrosa que se sale del marco de sus experiencias habituales”. “Entre los sucesos que provocan estrés post traumático se encuentran el ser testigo, experimentar o enfrentar una grave amenaza contra la vida o integridad física propia o de otra persona; y dichos sucesos son experimentados con intenso temor, horror e impotencia” tal y como ocurre en el caso de la vivencia traumática que representa el secuestro.
Las personas que se han visto sometidas a este tipo de situaciones comienzan a presentar algunos síntomas específicos como:
Evitación de estímulos o situaciones asociadas al acontecimiento traumático e intento deliberado para evitar los pensamientos o sentimientos que puedan provocar ese recuerdo; distanciamiento de las demás personas y pérdida de interés por actividades que anteriormente resultaban atractivas, y también de la capacidad de sentir emociones como la intimidad o ternura; reexperimentación del suceso traumático, lo que hace que el individuo tenga que luchar contra pensamientos de tipo recurrente, repetitivo, o sueños angustiantes; síntomas de incremento de la activación emocional, con dificultades para concentrarse, hipervigilancia, trastornos del sueño, entre otros. Pueden además presentarse un conjunto de problemas asociados al trastorno del estrés postraumático, como: depresión, ansiedad u otros trastornos comportamentales; las personas suelen manifestar reacciones emocionales dolorosas, tristeza, ira, ansiedad; pueden manifestar síntomas de regresión y dependencia, aislamiento o incremento de la apatía.
La anterior descripción de la sintomatología que puede llegar a padecer un sujeto posterior al afrontamiento de una vivencia traumática, tal como el secuestro, evidencia claramente que la etapa posterior a la liberación no es fácil de afrontar a pesar de la libertad. Se hace claro el por qué se entiende el después como una etapa en la que el plagiado a pesar de la libertad física se siente aún secuestrado.
“En algunos casos se presenta también el Síndrome del Sobreviviente, la triada típica compuesta por cefaleas frecuentes, pesadillas recurrentes y estados de tristeza más o menos periódicos”.
Otra manifestación anímica que puede darse, también posterior a la liberación, es una euforia desmesurada, que produce la sensación en la persona liberada de querer aprovechar la vida de mejor manera, de recuperar tiempo perdido. Esta etapa “es también un espacio de negación de la realidad, de todos los padecimientos del cautiverio y de las dificultades y contradicciones de la vida familiar y laboral. Por lo tanto, en este lapso las huellas dejadas por el secuestro no se manifiestan” (Meluk, 1998). Esta etapa de manía comienza a cesar y da paso a los recuerdos que permiten la apertura de una elaboración objetiva, en la que se hace necesario el acompañamiento emocional al individuo.
Al principio, la noticia del secuestro de un familiar siempre causa impacto, shock, desconcierto, sorpresa y negación en el núcleo familiar y social. Los primeros momentos, las primeras horas, los primeros días, son muy difíciles de sobrellevar porque prima la angustia, el estupor, el miedo, la desesperación; pero siempre se mantiene la esperanza de que el ser querido sea devuelto pronto.
En la medida en que van transcurriendo los días, la ausencia de la persona se hace más evidente, y, junto con ello comienzan a aparecer reacciones que pueden ser muy variadas y dependen de cada persona. Aparecen pensamientos que ayudan a minimizar y negar el dolor. Se piensa que la persona está de viaje, que se quedó en otra casa, que los sistemas de comunicación no sirven, puesto que no se asimila inmediatamente que la persona está secuestrada. En algunos casos, se manifiestan las emociones abiertamente y en otros no, como si nada grave estuviera pasando.
Esto último puede generar conflictos porque cada uno esperaría que todos reaccionaran de igual manera y no es así, la ausencia del secuestrado es vivida de manera diferente.
Otro aspecto es la espera de la comunicación con los secuestradores, la cual es agobiante, ya que el tiempo transcurre lentamente y nada se sabe; en vista de que no se reciben llamadas ni comunicación alguna que informe su paradero, no se sabe si el secuestrado está vivo o muerto y, por lo tanto, surge un silencio aterrador que no se tolera.
Todo esto genera una serie de sentimientos muy intensos en la familia. Algunos de ellos son:
Culpa: Es uno de los que más mortifica. Dormir, comer, ver televisión, salir, pueden ser vistos como actos de traición o deslealtad; se piensa que hay que vivir en las mismas condiciones del secuestrado para solidarizarse con él. Muchas veces, algunos llegan a autocastigarse para vivir con la misma intensidad lo que suponen está viviendo el secuestrado.
Impotencia: No saber qué hacer, a dónde ir, dónde pedir ayuda, dónde encontrar al secuestrado, sumen a la familia en una constante frustración que le producen rabia, lo que aumenta las disputas y las discusiones, muchas veces sin razón aparente.
Represión: La familia y los amigos creen que todo marcharía mejor si no se experimentaran ni expresaran los sentimientos propios de esta situación. Se piensa que mantener el control y la calma sería lo mejor para ellos. Pero no tienen en cuenta que no expresarlos es contraproducente y, a largo plazo, conduce a dificultades mayores.
Temor: Se tiene la sensación de estar siendo vigilados permanentemente y perseguidos tanto por los secuestradores como por otras personas que pueden causar daño. También este temor invade a los familiares, puesto que su mayor preocupación es por la vida del secuestrado.
Angustia: Este sentimiento totalmente normal y esperable, aparece ante lo desconocido, la incertidumbre y la zozobra de no saber en qué condiciones se encuentra su ser querido, del proceso de negociación, del desenlace, de imaginar cómo será el regreso, de los nuevos roles que debe desempeñar la familia, de la consecución del dinero, de la posible intervención de las autoridades y, muchas veces, del largo silencio de los secuestradores.
Otro aspecto a contemplar, es cómo se afectan las relaciones familiares. Lo más palpable es en su desenvolvimiento en la vida cotidiana que a nivel personal y familiar se desorganizan: Aparecen dificultades para dormir, para concentrarse, para comer, generalmente la memoria se altera y hasta los detalles más obvios se olvidan. No se tiene la disponibilidad, ni la energía para continuar con las actividades que se venían desempeñando y simplemente no se puede y no se quiere hacer nada.
Todas estas reacciones hacen que se rompa el equilibrio de la familia, esto se puede observar en varios sentidos. En primera instancia los miembros de la familia se ven obligados a suplir el rol de la persona faltante, de este modo, se distribuyen tareas y asumen responsabilidades a nivel familiar, laboral y social, modificando sustancialmente el esquema de interacciones intra y extrafamiliares para hacerle frente a la situación de secuestro.
También, los problemas familiares que existían antes del secuestro se agudizan en estos momentos y, en consecuencia, las peleas aumentan. A estas tensiones se suma el factor económico, puesto que éste puede desencadenar discusiones familiares, ya que poner precio a un ser humano, tratar de garantizar su vida, deshacer sociedades familiares, conyugales o laborales, conseguir préstamos y pagar intereses producen una gran tensión.
Por otra parte, las relaciones interpersonales fuera del núcleo familiar se dificultan, puesto que el secuestro se vive como un ataque a su integridad, como una amenaza a su cohesión interna, se siente vulnerable y desprotegida frente a otros. Esto se manifiesta en que muchas veces no se sabe qué decir, de qué hablar; los comentarios molestan, cualquier pregunta es recibida como una ofensa o una invasión a su privacidad, lo cual contribuye a que poco a poco las personas se aíslen de su grupo social.
Este aislamiento también está relacionado con la necesidad de hacer un manejo cuidadoso y confidencial de la información de la situación del secuestro. Por una parte, se teme compartirla porque se puede estropear las negociaciones, ya sea porque no se puede saber, o porque no se quiere hacer daño o causar más dolor a los demás miembros. Por otra, en el secuestro se resquebraja la confianza y no se sabe quién puede estar involucrado; la situación es tan tensa que se llega a dudar de la propia familia. Sin embargo, estas actitudes pueden resentir a la familia, puesto que algunos llegan a sentir que no son parte importante de la misma, que no son tomados en cuenta y que no sirven para nada en la medida en que no pueden colaborar.
A pesar de esta difícil y compleja situación, la familia busca sus propios recursos para sobrellevarla: Como la sensación de impotencia es tan grande, hacer se constituye en algo muy importante. Se busca a costa de lo que sea y tiene como finalidad participar, estar interesado y, sobre todo, sentir que algo se está haciendo por ese ser querido.
Se busca el apoyo y orientación de personas y familias que ya han vivido la experiencia del secuestro; también se recurre a las creencias relacionadas con mentalistas, brujos, espiritistas, adivinos, personas con poderes ‘sobrenaturales’, que por un instante devuelven la esperanza de que el ser querido está vivo y está bien. También se realizan cadenas de oración para pedir por su libertad y por su bienestar, se hacen promesas, se viaja a otras ciudades en busca de asesorías o milagros.
En casa, se desea mantener las cosas en orden, para que cuando el secuestrado regrese encuentre todo como lo dejó. Es una forma de manifestarle afecto y no defraudarlo, de demostrarle que se sobrellevó la situación y se cumplió con su voluntad y sus deseos.
Se recopilan fotos, cartas, recortes, regalos de cumpleaños, entre otros, para manifestarle que siempre estuvo presente a pesar de su ausencia, como también darle la posibilidad de no perderse de los eventos que hicieron parte de la vida familiar.
Un motivo más de desasosiego es el deseo de saber cómo y en qué condiciones va a regresar el secuestrado. Cuando la familia se entera del cierre del negocio o de la operación que van a realizar las autoridades, surgen muchas expectativas sobre el regreso.
Cuando el secuestrado llega a su hogar, encuentra personas con profundas huellas de dolor, que se reflejan en sus rostros, en sus cuerpos y muchas veces en sus comportamientos. Aquí empieza una nueva etapa: la de acomodarse nuevamente a un estilo de vida que cambió, asimilar lo que ocurrió con su familia durante su ausencia y sentir una serie de cambios tanto en su cuerpo como en su mente, que dan cuenta de que el secuestro no es un evento de la vida que pasa inadvertido para quien lo vive ni para la familia; queda como una huella, con la que se tiene que aprender a vivir.
Asimilar las heridas y el dolor que produce este suceso, es un proceso lento e implica la mayoría de las veces, aceptar, que no se vuelve a ser el mismo de antes. Es una nueva fase de cambios y readaptación. Es una etapa de ajustes constantes, de manifestaciones y reacciones emocionales que muchas veces resultan desconcertantes, e imprevisibles para unos y otros. Es de esperar que una experiencia como ésta provoque una multiplicidad de cambios tanto en el cautivo como en la familia, de los cuales solamente se puede dar cuenta después de la liberación.
Lo anterior, se evidencia en una serie de efectos psicológicos tanto en el secuestrado como en la familia después de la liberación:
Cuando el ser querido regresa se experimenta una alegría inexplicable. Aparece la sensación de incredulidad y la necesidad de corroborar que no es un sueño. Para el secuestrado es el reencuentro con su mundo, su familia, sus amigos, su casa, sus cosas, es el mundo del cual un día fue arrebatado y del que desde hace varios días no sabía nada, lo cual se manifiesta en que puede sentirse extraño y desacostumbrado a situaciones o cosas que antes del secuestro eran rutina (la ciudad, el ruido de los automóviles, la gente, entre otros).
Con el paso de los días se manifiestan variadas reacciones. Algunos secuestrados tienden a estar solos y a aislarse y entran en un mutismo que la familia no entiende.
Al respecto, se afirma que ello está relacionado con la resistencia a enfrentar situaciones que reactiven las vivencias y recuerdos del secuestro. Otras prefieren la compañía para no sentir la soledad del cautiverio y hablan una y otra vez de esta experiencia. Puede ocurrir que la persona minimice lo ocurrido y no manifieste abiertamente sus emociones. En parte lo hace para mantener el control y no reconocer ante los demás lo que su secuestro significó, además, para el secuestrado no es fácil compartir algunas de sus experiencias con sus familiares porque cree que ello les podría resultar muy doloroso y quisiera evitarles más sufrimiento.
No obstante e independientemente de la reacción de cada cual, es necesario reconocer que la persona ha sido víctima de una fuerte invasión a su espacio vital, se encuentra gravemente vulnerada y por tanto no se le facilita expresar todas sus emociones o contar todas sus experiencias, ni retomar los roles y responsabilidades que había asumido como parte fundamental de su antigua vida.
Hay confusión, incertidumbre, miedo, angustia, preocupación, desasosiego, vergüenza, inseguridad, soledad, tristeza, indignación, apatía, desinterés, sensaciones de irrealidad, culpa, inseguridad, conflictos morales por decisiones que hay que tomar. Se hacen presentes sentimientos intensos y contradictorios: Pueden sentir alegría, agradecer que están vivos, y al mismo tiempo rabia, indignación y tristeza por la humillación de la que fueron objeto; miedo y angustia acompañados de un deseo de seguridad y tranquilidad; soledad y desconfianza, en contraste con sentimientos de apego y confianza en los demás; deseos de reiniciar su vida con optimismo, y desgano por retomarla.
Comienza a tener sensaciones y pensamientos desconocidos, que le causan desconcierto, temor, sorpresa y un inmenso gasto de energía psíquica. Se pueden presentar cambios abruptos en el estado de ánimo o ataques de llanto. Miedo a situaciones o estímulos que semejan la situación, miedo a estar solos, nerviosismo, desconcentración en las labores y conversaciones que realiza, incluso desorientarse fácilmente en el tiempo y en el espacio. En cualquier momento y de manera involuntaria, puede recordar alguna situación específica del cautiverio y reexperimentarla como si fuera real.
El temor a que esta situación pueda repetirse con otro de sus familiares es uno de los principales pensamientos, si no el más agobiante. A esto se suma el hecho de que este temor emana de una situación de inseguridad del país y de la incapacidad de las autoridades legítimas para garantizar que un nuevo secuestro no va a tener lugar.
Por otra parte, la persona puede experimentar diferentes reacciones psicosomáticas: Temblores musculares, sudoración, alteración del apetito y del sueño, cefaleas, dolores de pecho, sensaciones de mareo, espasmos, entre otras.
Pasada la etapa inicial donde se manifiestan intensamente y de diversas maneras las emociones y los pensamientos de esta situación, comienzan a tener lugar los efectos de ésta en las relaciones interpersonales tanto a nivel interno de la familia como externo. En este sentido, el exsecuestrado y su familia intentan retomar sus vidas de antes, a pesar de lo duro y doloroso que ha sido para ambas partes esta situación. En este punto, tanto los familiares como la persona que estuvo retenida, intentan borrar y empezar todo de nuevo, lo que había quedado suspendido tan abruptamente. Unos y otros desean olvidar el sufrimiento, pero olvidar este sufrimiento no siempre es lo mismo para todos.
Muchas veces en este momento se originan cambios y reacciones que, al parecer, no tienen que ver con el secuestro en sí mismo. Suele ocurrir que cuando la persona exsecuestrada retoma su antiguo rol y habitual forma de funcionamiento, discrepa y resiente las expectativas familiares, o viceversa. Con frecuencia la familia espera que una experiencia como ésta, modifique algunos comportamientos que antes del secuestro eran motivo de molestia o conflicto o, por el contrario, cambie aspectos que daban estabilidad y satisfacción. De modo paralelo, el exsecuestrado puede percibir cambios en la forma de actuar de todos o alguno de sus familiares.
Por otro lado, cabe mencionar que en las relaciones sociales también ocurren cambios en la forma de actuar, pues se hace manifiesta una marcada desconfianza hacia el otro, ya que el secuestro es la máxima evidencia de ésta, al poner de manifiesto la ruptura de vínculos sociales y afectivos, esto tiene como secuela el aislamiento y la involución social.
Estas relaciones también se ven afectadas por las variaciones en el estado de ánimo del secuestrado y en el manejo de la agresión de la víctima; oscilando entre la tristeza, la irritabilidad y la rabia.
Otro factor que afecta tanto al secuestrado y a su mundo relacional es la rabia. Esta cobra gran intensidad y surge como respuesta al sometimiento y la impotencia de las cuales fue víctima el secuestrado –contra los que no pudo siquiera protestar–, a las frustraciones impuestas por el medio y a la injusticia cometida contra él y su familia, por haber sido separado abruptamente de ésta y por la cantidad de dinero que, logrado con esfuerzo, se llevaron los delincuentes en tan poco tiempo.
La rabia empieza a descargarse con las personas más cercanas, que se encuentran en el dilema de no saber cómo actuar. La rabia surge contra la situación misma. Por su parte, la familia se resiente porque considera que a pesar de haber sufrido tanto y de haber hecho las cosas lo mejor posible, el secuestrado se comporta como si fuera él el único que sufrió. En este punto ocurre algo muy particular: El secuestrado siente, a la vez, que a su familia no le importa en este momento su sufrimiento, porque ya todo pasó y está de nuevo en casa.
Estas actitudes pueden ser confundidas por los familiares con ingratitud y desamor. Pero realmente, su rabia es contra las circunstancias, no contra la familia, y los reproches pueden esconder la culpa que siente por el sufrimiento y el trastorno económico que su situación les ocasionó.
Además, la rabia se dirige contra el Estado y contra las instituciones por su ineficacia e ineficiencia ante los grupos delictivos. También se siente contra Dios, pues no hay nada que explique tanto sufrimiento; contra los amigos y familiares, ya que cualquier pregunta es vivida como amenazante o morbosa y finalmente la persona decide aislarse para no escuchar comentarios tontos cuando los hacen.
Otro aspecto importante es que durante el secuestro la persona dispone de mucho tiempo para pensar y logra ver el mundo con otro lente. De este modo, después de sobrevivir a una experiencia tan dura como ésta, se incrementa su amor por la vida y se da un cambio en su escala de valores. Tiene la posibilidad de pensar de otra manera las relaciones interpersonales, en la familia, en las cosas que se hicieron bien y en las que se hicieron mal; en cómo se expresó el afecto, o si se valoraban o no las comodidades y el estilo de vida.
Asimismo, se hace una completa y profunda evaluación de la vida. Las personas que han permanecido secuestradas adquieren un profundo sentido de la vida, reconocen un gran valor en su comportamiento y en lo que hicieron tanto por ellos como por su familia. Generalmente, esto está acompañado de un incremento en sus creencias religiosas y espirituales en su relación con los demás y consigo mismo.
Cuando una persona y su familia viven el secuestro, se pone a prueba su identidad, y eso contribuye a que puedan estructurarla aún más y a que desarrollen nuevas construcciones de significados alrededor de sí mismos, de su familia, del trabajo, de las relaciones interpersonales, de sus prioridades, de la libertad y del secuestro en sí.
Finalmente, el secuestro además de todos sus efectos psicológicos, también trae consecuencias a nivel de grandes pérdidas económicas, afectaciones en el desempeño laboral y profesional, en el protagonismo familiar y social, y, hasta el cambio de ciudad e incluso de país, obligando a la persona y a su familia a modificar su estilo de vida.