LP. Máximo García Ruiz, España
El caso de la francesa Chantal Sébire vuelve a colocar sobre al mesa el tema de la eutanasia. Uno de los casos con mayor eco mediático, no sólo en España, sino en el mundo, fue el protagonizado hace ya catorce años por Ramón Sampedro, condenado por 30 años a vivir postrado en una cama desde su juventud, totalmente inmóvil, a causa de un accidente que le dejó tetrapléjico. El hecho de haber llevado su historia al cine, con no poco éxito, contribuyó a hacer del tema de la eutanasia un motivo de agrio debate en determinados sectores de la sociedad.
Otros casos recientes han ido saltado a los titulares de la prensa española en los últimos años, como el de Jorge León, Madeleine Z o Inmaculada Echeverría. Detrás de cada una de estas historias se esconde una tragedia personal y familiar. El propio caso, éste más cercano en el tiempo, de las sedaciones en el Hospital Severo Ochoa de Leganés, ha venido a perturbar algunas conciencias y a abrir un foco de confrontación política, por encima incluso de las implicaciones éticas o religiosas. Estamos, pues, ante una demanda social, un clamor de la conciencia colectiva, que requiere algún tipo de respuestas.
Una vez más asistimos, y asistiremos aún más intensamente, al debate sobre la legitimidad de la eutanasia, y seremos testigos de descalificaciones contundentes y posturas absolutas, inspiradas por lo regular en una doctrina de corte fundamentalista dictada por los sectores más conservadores del catolicismo medieval con el que se identifican, o al menos se dejan arrastrar por él, algunos colectivos evangélicos.
No pretendemos por nuestra parte ofrecer un análisis científico del tema, que corresponde a otros sectores, pero sí unas breves reflexiones hechas desde una perspectiva ética y desde una óptica cristiana, tomando como referente necesario la dimensión humana; hay un espacio en el que lo religioso y lo ético se juntan y forman un solo bloque: la religión depende de la ética y la ética de la religión.
Mors certa, hora incerta, afirmaban los latinos. Desde que nacemos llevamos el certificado de defunción en los bolsillos; afortunadamente para nuestra estabilidad emocional, con la fecha en blanco. “No sé el día de mi muerte” (Gén. 27:2), le dice Isaac a su hijo Esaú, siendo ya viejo. Sin embargo, el salmista se muestra tranquilo ante un hecho que es inevitable: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno” (Sal. 23:4). Y esgrime para ello su confianza en los designios de Dios.
Desde la ética cristiana la vida se percibe como un regalo de Dios: “Jehová dio, Jehová quitó” (Job 1:21). Por consiguiente la primera manifestación es que nadie debe abrogarse el derecho de interrumpirla, bien sea la propia o la ajena. Y esto obliga tanto a los individuos como a los estados. La ética cristiana no admite la condena a muerte, aunque ésta venga dictada por un estado legalmente constituido, o pretenda justificarse por haber cometido el condenado los crímenes más abyectos. La vida, se dice, es un derecho absoluto e intangible, del que ni siquiera el propio individuo puede disponer. Ahora bien, no son pocos los que afirman que el bien supremo no es la vida, sino la libertad. Siendo la vida una condición necesaria, para existir como persona de una manera digna es necesaria la libertad. El propio evangelio apunta la idea de que la vida no es un valor absoluto: “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Todo tiene sus límites, incluso la libertad, pero sin libertad la persona termina quedando reducida a un mero objeto.
Pero el tema que tratamos es otro. Hablamos de eutanasia (eu y thánatos, muerte suave, sin sufrimiento físico). La palabra nos conduce a la idea de desear la muerte de forma voluntaria, independientemente de como se lleve a efecto. Y, sin entrar en grandes disquisiciones sobre el tema, digamos que hay dos tipos o dos formas de eutanasia: 1) aquella que supone en sí misma una interrupción de la vida que, si es el propio afectado quien se la practica, definiríamos como suicidio y, si es ayudado por otro, denominarías eutanasia activa, mediante la aplicación de un acto positivo; y 2) la que se opone a aplicar a la persona enferma prácticas médicas encaminadas a retrasar la muerte de forma artificial, lo cual venimos en denominar eutanasia pasiva o negativa o muerte por omisión, al retirar los cuidados médicos. En cualquier caso, debemos distinguir entre eutanasia y suicido asistido ya que, si bien ambos pueden confluir en determinados casos, se trata de dos actos diferentes. Y aun más, tal vez debería descartarse la propia palabra eutanasia según en qué circunstancias, ya que el uso de este término evoca la idea de asesinato, y la aplicación al uso se refiere más a muerte digna o ayuda a morir con dignidad.
La eutanasia no es algo nuevo; se trata de una práctica persistente en la historia de la humanidad, si bien cada cultura introduce elementos éticos diferenciados. Para una buena parte de los filósofos griegos y romanos, puesto que la vida tiene un recorrido natural, cualquier intervención para prologarla artificialmente, más allá de la aplicación de una práctica médica razonable, interfiriendo con ello el curso de la propia naturaleza que marca su propio ritmo, era considerada como una práctica éticamente errónea. Una mala vida no era digna de ser vivida.
En lo que sí parece existir un acuerdo universal es en que no se debe privar a una persona, contra su voluntad, de los cuidados y atenciones médicas necesarias para intentar mantener la vida. Es decir, que la retirada de medios artificiales únicamente sería justificable en aquellos casos en los que se cuenta con la aquiescencia del enfermo terminal, o bien, cuando este consentimiento no es posible, con el de los familiares, siempre bajo la honesta dirección médica, al considerar que su vida carece de la calidad mínima para que merezca el calificativo de digna. En cualquier caso, es preciso distinguir entre cuidados y tratamiento; llegará un momento en el que será lícita la interrupción de un tratamiento, pero sin renunciar a prestar al enfermo los cuidados necesarios hasta el total desenlace.
Los teólogos cristianos, tanto los que se han pronunciado a favor como los que lo han hecho en contra de la eutanasia, no se ponen de acuerdo en sus argumentos; y nos referimos no tanto a la eutanasia activa, ante la que la postura más extendida es de rechazo, como a la eutanasia pasiva, comenzando con los cuidados paliativos y terminando con la retirada de determinados tratamientos médicos encaminados a mantener artificialmente la vida, cuando estos cuidados son rechazados por el propio interesado o, incluso, la aplicación de determinados fármacos que ayuden a lograr esa muerte dulce. Estos teólogos suelen recurrir al concepto dignidad; la defensa de la dignidad, independientemente en unos casos de las condiciones de vida y, en otros, considerando que el mantenimiento de la vida es el fin supremo. Por otra parte, resulta forzado e inadecuado considerar eutanasia al hecho de retirar los instrumentos técnicos que sostienen la vida del paciente, ya que la causa de la muerte, en estos casos, no es la falta de esos instrumentos, sino la propia enfermedad.
El trasfondo del tema, pues, se debate en torno al derecho a morir dignamente cuando está en juego la vida humana y la dignidad de la persona. Y en un tema de tanta trascendencia los teólogos no solamente tenemos el deber de manifestar nuestras convicciones y opinión responsable, sino que todos los cristianos y ciudadanos en general tienen el derecho de conocerlas; naturalmente, respetando las opiniones y convicciones diferentes. La reflexión del teólogo, en este caso, arranca del convencimiento personal de que aún ejerciendo el derecho a expresar públicamente su pensamiento y con ello poder influir en los demás, no aspira a establecer un referente incuestionable, ni se abroga la condición de intérprete de la doctrina bíblica al respecto.
Por lo regular, en temas como éste, u otros de índole conflictivo como pudiera ser el aborto, solemos aducir que nos ajustamos a los designios de Dios, pero cuando hablamos de los designios de Dios, no podemos pasar por alto que los avances científicos y técnicos han logrado frenar y controlar la dinámica de la naturaleza, y ya todos hemos aceptado este hecho como algo natural. La medicina, con sus aparatosos avances, ha conseguido que muchas personas condenadas a una muerte cierta, si la naturaleza actuara sin ningún tipo de control, puedan gozar de una prórroga que a veces se prolonga por muchos años. Jonás en la cumbre de su angustia, clama: “Mejor me es la muerte que la vida” (Jonás 4:3). El problema está en donde colocar los límites entre la existencia y la dignidad, es decir, determinar cuando el proceso final se hace irreversible, en el que la vida es absolutamente inútil, y cuáles han de ser los criterios a aplicar para que, en el momento justo y adecuado se produzca la buena muerte (eutanasia), considerando que se trata de un derecho que debe asistir a toda persona.
El argumento más contundente es que el enfermo tiene derecho a evitar la distanasia (muerte difícil: prolongación de la agonía), recurriendo a la eutanasia (muerte fácil: mitigación de la agonía), una vez que le han sido proporcionados todos los remedios para curar la enfermedad y mitigar el dolor; o dicho en otras palabras, el moribundo tiene derecho a asumir su propia muerte.
La moral oficial católica, de la que culturalmente, de forma consciente o inconsciente, se alimentan determinados sectores evangélicos españoles, rechaza la eutanasia, tanto activa como pasiva, si bien acepta la omisión de ciertos medios de mantenimiento de la vida de manera artificial y determinado nivel de cuidados paliativos para evitar el dolor, aunque en sí mismos aceleren la muerte. Sin embargo, curiosamente, esos sectores no condenan las guerras ni la pena de muerte impuesta por los estados legalmente constituidos.
En cualquier caso en temas tan controvertidos como éste, en los que el paso del tiempo va aportando nuevos elementos de reflexión, bueno es situarnos en posiciones de provisionalidad, admitiendo que verdades absolutas de hoy, pueden ser superadas mañana, como lo fueron otras del pasado, debido a nuevos aportes científicos o culturales; hay que tomar en serio la creatividad ética, admitiendo que los valores, como fruto de los usos y costumbres, están sujetos a cambios, tal y como demuestra la historia.
No debemos cerrar los ojos, por otra parte, a los riesgos que entraña la aplicación de una normativa positiva de la eutanasia, aun en los casos extremos señalados, como puedan ser el recurrir a esta práctica en situaciones no justificadas suficientemente o, incluso, cuando la intervención de profesionales de la medicina, o de los propios familiares, pudiera estar motivada por intereses bastardos o falta de rigor; cuando, tal vez, lo que el enfermo está demandando no es exactamente dejar de vivir, sino que se le aplique un tratamiento paliativo que le aminore el sufrimiento hasta un nivel tolerable.
Establecer los límites, he ahí el nudo gordiano del asunto. Es necesario que los profesionales de la medicina faciliten mayor información científica, que los juristas legislen teniendo en cuenta los valores no solamente cristianos, sino de la sociedad civil, y que los teólogos y moralistas afronten el tema con mayor rigor y responsabilidad ética a fin de poder llegar a conclusiones razonables para una sociedad plural, en la que los fundamentos éticos no siempre son coincidentes, pero en la que debe prevalecer como bien común el derecho a la defensa de la vida sin olvidar la salvaguardia de la dignidad humana y respetando los márgenes necesarios de libertad de cada persona.
Por parte de los creyentes es preciso dejar a un lado la ética de la obediencia ciega propia de los súbditos, para asumir una ética valiente y responsable, más acorde con la condición de seres libres, lo cual requiere mayores niveles de información y conocimiento, sin prejuicios ni fanatismos, manteniendo en todo momento el derecho a discrepar de los planteamientos éticos civiles o religiosos cuando se considera que el mínimo ético establecido por las leyes se queda muy lejos del máximo ético que demanda su fe. No deberíamos nunca olvidar que el ser humano es el titular último de su libertad y de su conciencia.
En definitiva, rechazamos rotundamente la eutanasia activa impuesta bajo el pretexto de un bien social o un acto de beneficencia, sin tener en cuenta el parecer del enfermo o cuando se piense que la existencia del individuo es inútil. Otra cosa es la suspensión de un tratamiento o la privación de los medios médicos destinados a prologar la agonía del paciente; será preciso introducir todos los mecanismos de control necesarios, como es el testamento vital, los apoyos de un comité de ética y los informes médicos oportunos, dentro de un marco jurídico bien tipificado, pero el enfermo o, en su caso, sus familiares, tienen el derecho a poner fin a una vida cuyos límites han sido ya marcados por la naturaleza.