Oseas F. Lira
Han pasado más de 30 años y mi mamá aún pregunta en casa que si alguien recuerda la predicación titulada “La Iglesia como una paloma” que dio un ministro de nuestra Iglesia.
Hace más de 15 años el título de la predicación en un culto de Cena del Señor al que asistí fue: “El grito de Jesús en la cruz, un grito de victoria.”
Hace mucho una hermana de un pueblecito del norte del estado de Puebla asistió por primera vez a un culto de nuestra Iglesia, escuchó que la congregación cantó el himno “Cerca de ti, Señor”, le encantó demasiado tanto la letra como la manera en que los hermanos cantaron y desde esa fecha ella pertenece a nuestra amada Iglesia.
Narramos esto no por acumular anécdotas, sino para que nos preguntemos: ¿Qué tenían de especial esa predicación o ese himno, o esa forma de dirigir, o ese culto a Dios que hicieron que dejaran huella en los individuos? La respuesta es muy sencilla, fueron cultos inspiradores de los que sin duda Dios se agradó mucho y los hermanos también.
Ahora bien, ¿qué características debe tener un culto para que sea inspirador? Creemos que para que sea tal, el culto debe ser de corazón, con devoción y respeto, con entendimiento, con sinceridad, etc.
El culto está constituido por un conjunto de elementos, pero cuatro son importantes e infaltables: oración, predicación, alabanza y ofrendas. Estas cuatro partes apuntan a satisfacer y a hacer participar: alma, corazón, fuerza y mente (Marcos 12:30).
¿Y qué debemos entender por “inspirador”? La inspiración es algo externo que llena el interior del ser humano. Inspirador es el culto que nos eleva hacia Dios; el que crea un ambiente que nos permite sentirnos en comunión con Dios; es aquel que nos transforma, que nos motiva.
Desafortunadamente muchos no sabemos a qué vamos realmente al templo, algunos asisten porque sienten un vacío y quieren llenarlo con lo que sea, otros anhelan cantar para sacar una tristeza, pero al templo se va en primer lugar a adorar a Dios, se va a pedirle a Dios ayuda, o bien a presentarle una gratitud.
Los líderes, empezando por los pastores, deben conocer a la congregación para buscar que también con el culto se satisfagan las necesidades espirituales de los congregantes, sin embargo, hay congregaciones donde por inconsciencia llenan su programa de cantos, tantos que luego ya no hay tiempo para la predicación. Después de una hora de canto, una oración y el culto termina, esto ocurre porque los hermanos sólo necesitaban satisfacer una necesidad, pero, ¿y la palabra de Dios, dónde quedó?
El culto no se constituye con aquello que al director de programa le gusta, ni sólo con lo que él necesita. Tampoco nadie debe sentirse apenado por un culto en su congregación. En la antigüedad quizá llegó a ocurrir esto. Imaginemos a los primeros cristianos procedentes del judaísmo, que, como tales, sentían una (y hasta cierto punto justificada) añoranza de la majestuosidad del templo y de la suntuosidad de los ritos y ceremonias en que los sacerdotes, lujosamente revestidos de ornamentos vistosos y solemnes, sacrificaban a Dios cientos y cientos de animales en medio del estruendo de las trompetas que atronaban los aires. Esos cristianos, convertidos provenientes del judaísmo sentían cierto complejo de inferioridad al ver la ‘pobreza de formas’ de sus reuniones litúrgicas. ¿Cuál es el verdadero y agradable culto a Dios? Lo repetimos, el que se rinde a Dios de corazón, con un corazón sincero, el que logra mantener viva la esperanza de los hermanos, el que cambia radicalmente nuestro interior como cuando llega el sol en toda su plenitud, después de una noche de oscuridad, aquel que mueve a gratitud, el que logra transforma los corazones, el que nos lleva a hacer buenas obras, a volver al templo a la siguiente semana. Genuino culto a Dios es el que se realiza “en espíritu y en verdad” (Jn. 4:21-24).
Buena reflexión y observaciones, Dios nos ayude a ser mejores cada día y comprender que la acción del Espiritu requiere de nuestra voluntad y acción para gloria de Dios