La historia es muy conocida. Dios habla a Moisés desde una zarza que arde y lo llama a volver a Egipto y liberar a su pueblo (3:7-10). Moisés le hace dos preguntas a Dios: primero, «¿Quién soy yo para esa tarea tan difícil?» y Dios responde, en efecto, «Lo importante no es quién eres tu. Yo estaré contigo, ¡eso es lo importante!» (3:11-12). Entonces Moisés hace una segunda pregunta: «Cuando el pueblo me pregunta cuál es tu nombre, ¿qué responderé?»(3:13). A esa pregunta, Dios contesta que «Yo soy el que soy», y Moisés tiene que anunciar a los hebreos que «Yo soy me envió a vosotros» (3:14).
Esta respuesta de Dios me parece sumamente interesante y un poco extraña. A la pregunta de Moisés, «¿Quién eres tú, y cómo te llamas?», el Señor responde, «Yo soy yo, y mi nombre es ‘Yo soy'». En efecto, Dios parece rechazar la pregunta de Moisés. Si alguien me pregunta quién soy y cómo me llamo, y contesto «Yo soy yo y me llamo yo», la persona quedará sin saber quién soy. Al negarse a nombrar como Moisés pide, Dios está diciendo que ninguno de los nombres conocidos (Edonay, El, , Elojím, El Shaday etc.) corresponde a la realidad de él. Este Dios no es uno más entre los demás dioses, quizá el mayor entre ellos, sino que es cualitativamente distinto, sui géneris, incomparable y sin otros comparables a él. También implica que el verdadero Dios no se puede encasillar en títulos o fórmulas teológicas. Él rompe todos los moldes habidos y por haber.
Esto nos señala que, a diferencia de los ídolos, la realidad de Yahvéh es demasiado grande para la comprensión humana. En palabras de Karl Barth, cuando Dios se revela siempre se esconde a la vez; cuando se descubre se encubre, lo que también revela su trascendencia más allá aun de su propia revelación. Ninguna revelación de Dios agota todo lo que es él, pero su revelación es siempre suficiente para que le sigamos en su camino de salvación en la historia humana.
Cabe aquí la pregunta, ¿no conocía Moisés ya al verdadero Dios? Al llamarlo desde la zarza, Dios le dijo a Moisés, «Yo [soy] Eloah de tu padre y de Abraham, Isaac y Jacob» (3:6). Esa denominación, de por sí significativa, le da a Dios un «apellido» histórico y cultural que lo señala como el Dios de la historia de la salvación. Todo eso es sumamente importante. Pero antes de esta revelación a Moisés, los hebreos, igual que no tenían una identidad nacional, tampoco tenían una visión unificada de Dios y una revelación de su Nombre propio. Sólo tenían nombres regionales de Dios, aparentemente tribales, como «el Temor de Isaac» (Gn 31:42 hebr.) o «el Fuerte de Jacob» (Gn 49:24 hebr.). Entonces, ¿con cuál de todos esos nombres debía ir Moisés a su pueblo? Y la respuesta de Dios: ¡con ninguno! Dios es quien es, más allá de todos esos nombres o toda definición.
El nombre «Yahvéh», derivado del «yo soy» (primera persona en 3:14 y tercera persona en 3:15,16, según el contexto), se consideraba tan sagrado, que en ciertas épocas y bajo ciertas circunstancias se prohibía pronunciarlo en voz alta. Entonces al ver escrito el nombre «Yahvéh», pronunciaban algún circunloquio para el nombre de Dios, especialmente «Edonay» (Señor) pero también «Shem» (nombre) o «Memra» (palabra, dicho) y otros. Y como en el hebreo antiguo sólo escribían las consonantes, dejando las vocales por entenderse, con el tiempo algunos eruditos combinaban las consonantes de JHVH (transliteración variante de YHVH) con las vocales de esos otros nombres, como Edonay, para producir el nombre hibrido, JeHoVaH, intercalando las vocales de Edonay (minúsculas) entre las consonantes de JHVH (mayúsculas). Por supuesto, tal nombre no existe en el idioma hebreo ni aparece en el Antiguo Testamento.
El idioma hebreo tiene dos características muy interesantes que afectan el significado de la auto-designación de Dios como «yo soy el que soy». Primero, el hebreo no distingue entre los verbos «ser» y «estar», de modo que «yo soy» significa también «yo estoy». Segundo, en el hebreo la forma del verbo presente es idéntica con la del futuro, así que «yo soy» es igual que «yo seré». Eso da gran riqueza al significado del «yo soy el que soy».
Antes de revelar este nombre suyo, cuando Moisés dudaba sobre sus calificaciones para esta tarea, Dios le dijo a Moisés «Yo estaré contigo» (3:12). El verbo en esta frase es exactamente igual que en el «yo soy el que soy» del v.14, y aquí el sentido es obviamente futuro, con el significado de «estar». Entonces, en el contexto de la dura misión a la que Yahvéh le está llamando a Moisés, podríamos interpretar 3:14 como «yo soy y seré él que siempre estará contigo. Te estoy llamando a un proyecto difícil y peligroso, pero adelante, estaré marchando a tu lado».
Este es el sentido del nombre, «Emanuel: Dios con nosotros», tanto en tiempos de Isaías, para un hijo de Acaz (Is 7:13-16) como en su plena realización en Jesús de Nazaret (Mt 1:22). El evangelio de Mateo, que comienza con ese nombre, termina con la misma promesa: «He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta en fin del mundo» (Mt 28:20). Tenemos la misma verdad en otros términos en Jn 1:14: «El Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros». En el Nuevo Testamento la encarnación de Dios mismo en carne humana es el cumplimiento definitivo del Yahvismo. Y en ese «final del mundo», de que habló Jesús, «él, Dios-con-ellos, será su Dios» (Ap 21:3 BJ; griego).
Todo este trasfondo favorece el tiempo futuro del nombre divino: «Yo seré el que seré». En vez de contestar la pregunta de Moisés y revelar su Nombre de antemano, Dios le dice, «Lánzate al camino, marcha conmigo en nuestro proyecto de liberación, y poco a poco, sobre la marcha, irás viendo quien soy». Dios es Dios de acción, y lo conocemos en su actuar, y eso cuando nosotros mismos estamos actuando con él. La vida es como una serie de estaciones decisivas, en cada una de las cuales Dios se revela y así vamos conociéndolo. Sobre la marcha, Dios nos revela ese «Nombre» que pedía Moisés. Pero no de antemano, por anticipado.
Más adelante, cuando un desesperado Moisés insistió en ver la gloria de Dios, la primera respuesta que Dios le dio fue, «Yo mismo iré contigo» (Ex 33:14 NVI) y le prometió una nueva revelación de su Nombre Yahvéh (33:19, shem YHVH), pero aun así, ningún ser humano puede ver el rostro de Dios (ver Dios de frente, por adelantado). Entonces Dios pone a Moisés en la hendidura de una peña y le cubre con su mano divina mientras pasaba su gloria. Entonces, después de haber pasada la gloria, Dios quita la mano y Moisés ve las espaldas de Dios. Moisés no pudo venir a Dios venir, pero después, en esta estación de su peregrinaje con Dios, pudo ver que Dios había pasado. Y así también, sobre la marcha de nuestro peregrinaje con Dios, nosotros vamos paso a paso conociendo a Dios como el «yo seré el que seré», en el actuar libre del Dios del futuro. Nuestro conocimiento de Dios no es a priori sino a posteriori, después de haber caminado con él.
Es importante recordar que este Yahvéh era Dios de un pueblo nómada y el pueblo lo adoraba en un tabernáculo portátil, que era su morada. El arca del pacto tenía cuatro anillos de oro, y cuatro palos de madera de acacia para insertar en los anillos y llevarlo en el mover constante del pueblo. A diferencia de los ídolos de pueblos sedentarios, como era Baal para los cananeos. Yahvéh mismo, igual que su pueblo, era un Dios nómada, siempre en marcha, que iba adelante. Cuando el pueblo se estableció en Caanán, y se hizo sedentario y agrícola, la lucha del Yahvismo fue la de mantener el espíritu nómada. Al construirse el lujosísimo templo de Salomón, que por supuesto no era nada portátil, Dios ordenó que dentro del lugar santísimo los palos se dejaran puestos en sus anillos, aun cuando se proyectaban incómodamente por las cortinas del lugar santísimo (1R 8:7-8; 2Cr 5:7-9 NVI). Como peregrinos que somos, debemos estar siempre con las botas puestas (con los palos puestos dentro de los anillos de oro) para volver a la marcha.
Cualquier «dios» que se pueda definir de antemano no es Yahvéh sino un ídolo. Yahvéh es el Dios de constantes sorpresas, él Dios que nos llama a tener el espíritu nómada y aventurero de Abraham y Sara y a lanzarnos por fe a proyectos de salvación y justicia como fue el de Moisés. La presencia del impredecible «yo seré el que seré» no nos permite estacionarnos ni estancarnos. Jesús, el Dios-con nosotros, es «el pescador de otros mares» que nos llama a esa gran aventura que se llama la fe.
Para concluir, debemos observar que todo este relato tiene una finalidad misionera. Se recalca antes y después de la revelación del Nombre que Dios está llamando a Moisés para liberar al pueblo. De eso se trata aquí, no sólo de visiones místicas o de profundizaciones teológicas. Dios no se revela para darnos lujos de experiencias espirituales. Cuando el divino «yo seré el que seré» nos encuentra en el camino, nos llama a lanzarnos con él a un camino de fe y valentía en cumplimiento de su voluntad. En palabras de Jesús, nos llama a buscar el reino de Dios y su justicia.